3 de diciembre de 2008

Santo Remedio, Rafael Courtoisie

Santo remedio engaña. En las 90 primeras páginas parece una novela que sólo apela a la superficialidad del mero entretenimiento, y que para ello echa mano de lugares comunes de la posmodernidad literaria —abuso de las oraciones cortas, guiños anglosajones, referencias a la cultura de masas, zapping literario, etcétera—, aunque abordados esos convencionalismos, eso sí, en clave montevideana. Además de una extremada fragmentación estructural —252 secciones en 190 páginas—, el texto ofrece una prosa muy entrecortada, a veces más digna de una presentación en Power Point que de una novela. De hecho, la narración transmite una suerte de odio visceral no sólo ya por las oraciones subordinadas —que apenas hay—, sino por el párrafo como unidad estructural, puesto que lo que predomina es el fogonazo de menos de 10 palabras. Con ese material construye Courtoisie. Y, por paradójico que parezca, en esa irreverencia descansa la gran aportación de la novela.

Si bien en menos de 20 páginas cualquier lector de Thomas Bernhard o de Juan Carlos Onetti sentirá ganas de cerrar el libro, resulta justo señalar que a partir de la página 90 la novela transparenta un juego de fondo y forma que dota de sentido a tanto despelote sintáctico y estructural. Hasta mitad de viaje, el libro parece una frenética road movie —por emplear la terminología posmo— donde el narrador y protagonista, Pablo Green, acumula a partes iguales crímenes —empezando por el de su madre, a quien liquida en la primera oración del texto— y escenarios por los que transitar. Sin embargo, a esa altura de la narración el autor demuestra tener conciencia del reloj narrativo —o de la limitada paciencia del lector— y revela al fin con claridad meridiana lo sospechado: en el texto no hay régimen de verosimilitud que valga, y tampoco lo buscaba... Salvo que alguien juzgue creíble que en un hipotético estado de sitio los travestis y los chorros campan a sus anchas por la calle o que uno puede caminar 40 cuadras sin que un militar lo detenga. Hasta ahí podíamos llegar con la credulidad, vamos.

Pero es que este es un libro con claves de lectura. La primera la proporciona un personaje secundario —da igual quién—, que en vez de pasar tangencialmente por la vida de Pablo Green —como todos los personajes anteriores— la detiene y lo acusa de haber matado a su madre. Ese incidente sosiega la acumulación de peripecias y permite que el argumento, por alocado que se haya vuelto, emerja y que el texto quiebre su programa inicial de no querer bañarse dos veces en el mismo río. De repente, los personajes coinciden los unos con los otros, dialogan, se amenazan de muerte, se envenenan, conspiran... En fin, esas cosas que suelen suceder en las novelas.

La segunda clave está en inglés —ah, el esnobismo anglófilo; otro guiño posmo, cómo no— y la da el narrador, quien dice:


I wanna get entertainment. I’m disappointed. I’m bored. Life has no sense. Life is story told by an idiot.

Puede que aparezca antes, pero yo no caí en ello hasta la página 128. Ahí até cabos: el protagonista es un pibe descerebrado de 23 años cuyas habilidades se reducen a saber algo de informática y de inglés. El punto de vista desde donde se narra es ese.

Por tanto.

La novela, lejos de ser un despelotado policial anclado en el realismo sucio y con algún truculento lío familiar, funciona como una narración en tono paródico donde lo que menos importa son los fiambres que cosecha Pablo Green. Es más: el protagonista se ha convertido en asesino en serie después de practicarle la eutanasia a su madre como podría haber sido albañil, vendedor de helados ambulante o criador de vaquillonas Hereford. Pablo Green es sólo un idiota que está aburrido y decepcionado, que considera que la vida no tiene sentido y que sólo quiere divertirse un rato. La suya no es una voz narrativa adolescente —parece difícil que un tarado como este diga tubérculo en vez de papa para evitar la sinonimia, por ejemplo—, pero sí un punto de vista desde donde narrar.

Entendido. Mensaje en clave desencriptado.

Leída desde ahí, la narración cobra sentido: la novela cuenta la historia de un pibe asimilable a un adolescente promedio, uno de los tantos que egresan del sistema educativo sin grandes objetivos en la vida y que han crecido rodeados de ese entorno que llamamos «sociedad contemporánea», o que muchos otros prefieren denominar como «mundo globalizado» o «mundo de mierda». Courtoisie emplea la sátira y la exageración para, sobre una matriz de realismo sucio yanqui, mostrar los efectos secundarios de un fenómeno sospechosamente actual: nadie tiene escrúpulos, lo único que prima es el beneficio propio, vivimos en la anarquía del todo vale.

En Santo remedio, el paradigma de ese comportamiento lo ofrece un oncólogo. Este suministra medicamentos y terapias innecesariamente caras a sus pacientes a cambio de que ellos, si carecen del dinero necesario, le donen sus casas. Resulta interesante cómo está dibujado ese personaje: ni siquiera ante una muerte dolorosa y degenerativa como la del cáncer obtenemos la piedad de nuestros semejantes o la solidaridad del Estado, y quedamos en manos de la empresa privada, del mercado. Courtoisie aborda el asunto con una ironía hiperbólica; sin embargo, ya se sabe: tras la risa cómplice viene la nerviosa por el reconocimiento de la verdad implícita. Esta lectura política de la realidad no debe perderse de vista en una obra en apariencia banal.

Es más: ahí reside la clave para entender la aportación formal del autor: este pone en circulación su prosa como si fuera un remedio (medicamento) más, como si fuera un psicofármaco que alguien tomará vaya usted a saber por qué, para qué y con qué efectos. De hecho, por construcción, Santo remedio se ofrece a sí misma como un producto de consumo rápido, de efectos inmediatos, como mero entretenimiento, como una obra para dejar de pensar en los mambos personales. Su parelismo con el mundo de los Valium, Verixal o Rivotril es inmediato, y alcanza con fijarse en la excelente portada del libro.

A ojos de un lector español —vaya usted a saber qué dirán sus coterráneos—, Courtoisie intenta salirse por todos los medios de los cauces narrativos con que se lo podría prejuzgar por ser uruguayo. Ni Felisberto Hernández ni Juan Carlos Onetti ni Mario Levrero ni Oliverio Girondo... Parece no haber deuda con la tradición. (Y si la deuda es con el melifluo Mario Benedetti, autor de una de las frases de contratapa, apaga y vámonos). Como pasaba con el grupo MacOndo que lideraban los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, este autor uruguayo transmite una búsqueda por querer salirse como sea del perfil izquierdista, indigenista y folclórico con que muchos lectores, críticos y editores asocian literatura y América del Sur. Este Montevideo de Santo remedio adscribe la tesis de los antirrealistas mágicos: hay contaminación, violencia a lo Funny Games, cadenas de hamburguesas Mac Meet y el colapso social siempre parece inmediato.

Asimismo, y como hicieran ya Fogwill con Borges, Bolaño con Octavio Paz o Antonio Orejudo con Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez, Courtoisie se suma a la nómina de autores que desacralizan a escritores supuestamente intocables. Como los anteriores, usa el recurso para dotar de espesor intelectual a lo que podría ser tomado sólo como una diablura y como un intento de matar, en términos psicológicos, a sus padres narrativos; en su caso, Rulfo y Onetti.

Los dos grandes juanes de la literatura hispanoamericana aparecen acá en forma de fantasmas que lo mismo atienden un teléfono que acuden a la invocación de un médium judío, y los dos se encargan de prestarse a la chanza y de justificar ante el lector el porqué del tono «irrespetuoso», «estúpido» y «guarango» que predomina en la narración. A la vez, con la presencia de sus nombres sagrados contribuyen a validar la irreverente propuesta estética. (Sublectura: si alguien cita a Onetti y a Rulfo con solvencia en una obra que parece cagarse en todo, gana en autoridad y respetabilidad frente al lector, el crítico y el editor. Esa es la maniobra). A lo que iba: de hecho, es el propio Onetti quien le pide al narrador varias veces que reflexione sobre el despropósito de novela, a la par que le suministra al lector algunas claves para entenderla.

Aquí va un ejemplo:

—¿Pibe?
—Sí.
—Habla Onetti.
—¿Cómo anda?
—No te metas con cosas serias.
—Yo no me meto con nadie.
—Sí, te metés. Parodiás. Satirizás. Te reís de un mártir. Te reís de la desgracia ajena. Nombras a Pinochet con una ligereza que da pena. Te reís de Allende.
—No me río de nadie.
—¿Por qué no seguís la trama de Pablito, de su desesperación, de su inmadurez, de su madre muerta? ¿Por qué no desarrollás mejor el tema de la eutanasia, de la vida, de la muerte?
—¿Y usted, Onetti, por qué se mete donde no lo llaman? Acá las cosas son como son.
—Haceme caso, pibe.
—¿Allende está con usted?
—Sí. Está.
—Mándele saludos.
Más que irreverencia, hay metaliteratura, una charla con el superyó literario. (Ya se ve que , como comentaba antes, no hay una voz narrativa de un pibe de 23 años, sino un punto de vista desde donde contar algunas ideas). En este pasaje se ve claramente la búsqueda por validar el proceso de construcción de la novela a través de la cita de autoridad y de la exposición del programa que sigue el autor. En fin, una manera como otra cualquiera de insertarse en la tradición literaria.

Otro punto interesante es la territorialidad. Como hicieran Fuguet y compañía con MacOndo, Courtoisie deslinda su literatura de terrenos míticos como la Santa María de Onetti y la Comala de Rulfo, y los parodia. También huye
de las interminables subordinadas y del tono grandilocuente del primero, a la vez que del acerado lirismo rural del segundo. Y para no ser menos que ellos dos inventa —esto es de mi cosecha, no aparece así en el texto— un nuevo territorio: Santo remedio, que parece ser este Montevideo —ciudad a la que sólo se cita por el nombre de algunas calles— donde no hay ni murgas ni chivitos ni rambla, sino neuróticos, psicofármacos o veinteañeros desorientados. El cántico a la mediocridad que se palpa es el mismo que se escucha en Nueva York, Madrid o Berlín.

Junto a esta lectura, pero en un segundo plano, aparece la dicotomía entre los Escritores y los escritores. O dicho de otro modo: la imposibilidad de que, en un entorno que actúa sobre las personas como una apisonadora informativa y publicitaria, germinen escrituras orgánicas y lentas, como las de Onetti o Rulfo, y que sin embargo constituyen parte del canon literario. Y ahí queda sugerida una tensión por explorar: cómo digiere y asimila cada escritor modelos legitimados por la tradición, pero prácticamente irrepetibles dado el estado caótico, sobreinformado y neurótico de la humanidad. La respuesta de Courtoisie está en su propio texto.

La camioneta tiene suficiente combustible. No es nada difícil robar un auto. En otra novela voy a dedicarme a esto: me convertiré en un honesto ladrón de autos que mantienen a su mujer y a sus seis hijos pequeños. Chau asesino postadolescente. Chau traumas y conflictos interiores, maternales, lacanianos. Chau cuerpos que comienzan a descomponerse. Adiós vacíos y náuseas existenciales. Sólo aventura. Pura aventura. Seré como Indiana Jones.
Él opta por la deconstrucción, la sátira, el entretenimiento y el guiño a la cultura popular; la actual sobreinformación y sobrestimulación informativa y publicitaria saturan. Y saturan de manera tan extrema que, al final, el placer y la necesidad de cuestionarse cómo sobrevivir mejor en este mundo se transforman en una simple y pasiva necesidad de evasión. Se trata de una evasión adolescente de gente decepcionada, sin objetivos, aburrida y que siente que su vida la está contando un idiota. Gente que, como muestra la portada del libro, toma psicofármacos para soportar la realidad sin saber que están alimentando con misiles al idiota responsable de narrarlos. Se creen Indiana Jones, pero son unos mediocres que van a peor. Visto así, el libro no podía ser escrito de otro modo.

Buena novela Santo remedio. No resulta inmediato entrar en su propuesta de ofrecerse como producto de consumo rápido —se lee en un par de sentadas—; pero, bajo su apariencia de inofensivo divertimento literario, oculta un potente arsenal crítico. Vamos a ver qué me pasa cuando ingiera Goma de mascar...

*

Santo remedio, Rafael Courtoisie.
Lengua de Trapo, Madrid 2006.

6 comentarios:

  1. Creo que la originalidad de Courtoisie debe venir de que en el fondo es un poeta, y un excelente poeta. El mundo editorial obliga a la novela y, claro, el tipo es un muy buen escritor en general. Pero para mí algo debe haber por ese lado.

    ¿Te vas a especializar en uruguayos? Je je je...

    Yo caí en las garras de Thomas Bernhard, fascinada, desde el primer párrafo lleno de comas interminables, amargura y fuerza autobiográfica. Me encantaría saber alemán solo para poder leerlo con el ritmo original!

    Un abrazo
    SJ

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  2. Lo genial de Courtoisie es que juega en el filo de lo permitido; el lector a punto de cerrar el libro era yo (aunque no el de la página 20, sino el de la 90). Sin embargo, y a diferencia de tanto descerebrado literario supuestamente posmoderno que pulula por ahí, Courtoisie arriesga de verdad y logra aquello de que 'el texto es la forma', como diría Levrero.

    Otros sólo hacen ruido con las palabras y lo llenan todo de referencias pseudointelectuales; Courtoisie juega a deconstruir un discurso --el de Onetti, el de Rulfo, el de los Grandes Escritores-- para construir otro sobre las ruinas de aquel.

    ¿Especializarme en uruguayos? Quién sabe; a mí me gusta la buena literatura, y si está en Uruguay, pues habrá que ir a Uruguay por ella.

    Ojalá mi alemán me diese para leer a Bernhard en original: ya no soporto mucho las traducciones. Hace poco intenté releer "El malogrado" y no pude. Cuando viví en Viena, en vez de a Freud descubrí a Thomas Bernhard. Y cuánto me alegro de haberlo hecho: tiene una fuerza interior demoledora.

    Un abrazo.

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  3. Anoche nos vimos con Fernanda en 3D! Y por supuesto, comentamos todo esto de la presentación, tu "irrupción" en nuestra vida levreriana, etc. Me encantó lo de la "trilogía involuntaria" Paris - Montevideo - Madrid ("Paris" hay que dejarlo así, aunque no sea exacto, pues queda en paralelo con la otra trilogía, ja ja).

    El otro día me acordé de ti, pues releyendo "Lo inconsciente" de Jung aparece exactamente la cita de "No hay como una neurosis para tiranizar toda una casa" (parafraseando). No recordaba haberlo leído hasta que lo vi en tu blog, pero el libro, sin embargo, sí lo había leído.

    Debe ser que a uno no le gusta que le digan sus verdades, juas!

    Un abrazo
    G.

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  4. Qué envidia: ¡encuentros en 3D! ¡Y además a salvo del invierno boreal!

    Esta bien: acepto gustoso el título de "irrupción" levreriana... (Juraría que nadie me había dicho algo tan bonito desde hace meses).

    Bueno, tampoco creas que yo sé citar a Jung de memoria... Tengo el libro lleno de subrayados. Con esto de Levrero, lo abrí, releí y apareció ese. Telepatía, vamos.

    Un abrazo, y que disfrutéis del verano austral. (Si os cansáis, mandadnos algún rayito de sol).

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  5. La novela es bastante floja hasta la página 100. A partir de ahí es verdaderamente mala. Quien se deje engañar –público, críticos, ¿editores?- es presa fácil de las muestras de arte contemporáneo donde el soporte material de la obra es intrascendente en relación al volumen de interpretaciones que se ponen en funcionamiento. “Onetti” Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhh… Que falta de respeto, no me lo puedo creer… Y en realidad lo único que sucede en esta novela es un bloqueo creativo apantallado con súplicas de sobre-interpretación posmoderna que encubra el fracaso, la desidia y una falsa irreverencia ultra-recontra-trillada que cualquier autor en su intimidad descartaría por ramplona.

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