26 de agosto de 2008

Raymond Carver

En estos días estoy releyendo algunos libros sobre escritura. En concreto tengo por ahí Para ser un novelista, de John Gardner, y Diez novelas y sus autores, de Sommerset Maugham. En fin, las cosas de andar preparando cursos de escritura on line y recopilando datos, ejercicios o lecturas que usé en anteriores talleres.

El otro día me puse con el de Gardner, y me quedé prendado con el prólogo que le dedica Raymond Carver a su maestro. Hay mucha polémica sobre el asunto de si se puede enseñar a escribir o no; en mi opinión Carver, además de responder a la cuestión, describe de una manera que siento cercana cómo debe trabajar un profesor en un taller. Para cuando mis alumnos tengan ganas de sacarme los ojos, dejo aquí constancia de esta especie de código deontólogico que nos legó el bueno de Raymond y con el que juro mi cargo.

*

Hace mucho tiempo —era el verano de 1958—, mi mujer, nuestros dos niños y yo abandonamos Yakima, Washington, para trasladamos a un pueblecito de las afueras de Chico, California. Allí encontramos una casa antigua por veinticinco dólares al mes. A fin de poder pagar este traslado había tenido que pedir prestados ciento veinticinco dólares a un farmacéutico para el que había trabajado de repartidor, un hombre llamado Bill Barton.

Con esto vengo a decir que en aquella época mi mujer y yo estábamos sin blanca. Nos ganábamos la vida a duras penas, pero el plan era que yo estudiara en lo que entonces se llamaba Chico State College. Pero desde mis primeros recuerdos, desde mucho antes de que nos trasladáramos a California en busca de una vida distinta y de nuestro pedazo del pastel americano, yo había querido ser escritor. Quería escribir, escribir lo que fuera —ficción, naturalmente, pero también poesía, obras de teatro, guiones cinematográficos y artículos para Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas de las revistas que leía entonces), y para el periódico local—, cualquier cosa que requiriera juntar palabras y crear algo coherente e interesante para alguien aparte de mí mismo. Pero en la época en que nos trasladamos, yo sentía en lo más profundo que para llegar a ser escritor tenía que estudiar.

Entonces tenía muy buen concepto de los estudios —mejor del que tengo ahora, seguro, pero eso es porque soy mayor y tengo estudios—. Téngase en cuenta que nadie de mi familia había ido a la universidad ni pasado siquiera del obligatorio octavo curso de segunda enseñanza. Yo no sabía nada, pero sabía que no sabía nada. Así pues, junto con el deseo de estudiar, tenía también un deseo muy fuerte de escribir; era un deseo tan fuerte que, con el aliento que recibí en la universidad y el criterio que adquirí, seguí escribiendo durante mucho tiempo a pesar de que el «sentido común» y la «cruda realidad» me aconsejaban una y otra vez que desistiera, que dejara de soñar, que siguiera adelante discretamente y me dedicara a otra cosa.

Aquel primer otoño en la universidad de Chico me matriculé de las asignaturas obligatorias para la mayoría de los alumnos de primer curso, pero también me matriculé de algo que se llamaba Literatura Creativa 101. Esta clase la iba a dar un nuevo miembro del cuerpo docente de la facultad llamado John Gardner, que llegaba rodeado de cierto misterio y de un aire novelesco. Se decía que anteriormente había enseñado en Oberlin College, pero que se había ido de allí por alguna razón que no quedaba clara. Un estudiante decía que a Gardner lo habían echado —a los estudiantes, como a todo el mundo, les encantan los rumores y la intriga— y otro decía que Gardner simplemente se había ido a causa de algún lío.

Alguien más decía que en Oberlin tenía que dar demasiadas clases, cuatro o cinco de Lengua de primer curso cada semestre, y que no le quedaba tiempo para escribir. Y es que se decía que Gardner era un escritor de verdad, es decir, en ejercicio, que había escrito novelas y relatos cortos. De cualquier modo, iba a dar Literatura Creativa 101 en Chico y yo me apunté.

Me emocionaba asistir a las clases de un verdadero escritor. No había visto un escritor en mi vida y la idea me imponía mucho. Pero lo que yo quería saber era dónde estaban esas novelas y esos relatos cortos. Pues bien, todavía no se había publicado nada. Se decía que no había conseguido que le publicaran sus obras y que las llevaba consigo en cajas. (Siendo ya alumno suyo, yo vería esas cajas de manuscritos. Gardner se había enterado de mis dificultades para encontrar un sitio donde trabajar. Sabía que tenía familia y que en mi casa no había sitio. Me ofreció la llave de su despacho. Ahora veo que aquel ofrecimiento fue decisivo. No fue un ofrecimiento casual, y yo me lo tomé, creo, como una orden —pues de eso se trataba—. Todos los sábados y domingos me pasaba parte del día en su despacho, que era donde tenía las cajas de manuscritos. Estaban apiladas en el suelo junto a la mesa.

Nickel Mountain, escrito en una de las cajas con lápiz de cera, es el único título que recuerdo. Pero fue en su despacho, a la vista de sus libros inéditos, donde llevé a cabo mis primeros intentos serios de escribir.) Cuando conocí a Gardner, él estaba detrás de una de las mesas instaladas en el gimnasio femenino durante el período de matriculación. Firmé la hoja de matrícula y me entregó el programa de la asignatura. Su aspecto no se acercaba ni de lejos al que yo imaginaba que debía tener un escritor.

La verdad es que en aquella época parecía un ministro presbiteriano o un agente del FBI. Vestía siempre traje negro, camisa blanca y corbata. Y tenía el pelo cortado al cepillo. (La mayoría de los jóvenes de mi edad llevaban el pelo al estilo DA [Duck's ass: «culo de pato»], es decir, peinado hacia atrás por los lados y fijado con gomina). Lo que digo es que Gardner tenía un aspecto muy normal. Y para completar el cuadro, conducía un Chevrolet cuatro puertas negro con neumáticos completamente negros, sin banda blanca, un coche tan desprovisto de lujos o comodidades que ni siquiera tenía radio. Después de haberlo conocido y de que me hubiera dado la llave, cuando estaba utilizando su despacho de forma regular como lugar de trabajo, me pasaba las mañanas de los domingos sentado en su mesa, delante de la ventana, tecleando en su máquina de escribir. Pero miraba por la ventana esperando ver su coche detenerse y aparcar en la calle de enfrente, como cada domingo. Después Gardner y su mujer, Joan, salían y, vestidos completa y severamente de negro, caminaban por la acera hacia la iglesia, para entrar en ella y asistir al servicio. Una hora y media después los veía salir, volver caminando por la acera hasta el coche, subir a él y marcharse. Gardner llevaba el pelo cortado al cepillo, vestía como un ministro presbiteriano o un agente del FBI e iba a la iglesia los domingos. Pero en otros aspectos no era convencional.

Comenzó a saltarse las normas el primer día de curso; en clase fumaba un cigarrillo detrás de otro, continuamente, y empleaba una papelera de metal como cenicero. Y cuando otro profesor que utilizaba la misma aula se quejó de ello a sus superiores, Gardner se limitó a hacernos un comentario acerca de la mezquindad y la estrechez de miras de aquel hombre, abrió las ventanas y siguió fumando.

A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela —creo que habría uno o dos—, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico el de que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores.

Creo que la idea que tenía en 1958 acerca lo que era un relato corto seguía siendo esencialmente la que tenía en 1982; un relato corto era algo que tenía un principio, una parte intermedia y un final distinguibles. A veces iba hasta la pizarra y hacía un diagrama para ilustrar algún comentario que quería hacer sobre el aumento o el descenso de la emoción de una historia: cumbres, valles, mesetas, resolución, denouement y cosas así.

Yo, por más que lo intentaba, no conseguía interesarme mucho o entender realmente este aspecto de las cosas, todo eso que ponía en la pizarra. Pero lo que sí entendía eran las observaciones que hacía sobre la historia de algún alumno cuando ésta se comentaba en clase. En estos casos Gardner podía comenzar a interrogarse en voz alta acerca de las razones que tenía el autor para escribir, pongamos, un relato acerca de una persona inválida y dejar de lado la invalidez del personaje hasta el mismísimo final de la historia. «Así, ¿crees que es buena idea dejar que el lector se quede hasta la última frase sin saber que este hombre está inválido?» El tono de su voz traslucía su desaprobación, y la clase entera, incluido el autor, no tardaba más de un instante en ver que no era una buena estrategia. Emplear una estrategia que ocultara al lector información necesaria e importante, con la esperanza de cogerlo por sorpresa al final de la historia, era engañarlo.

En clase siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren... (Leímos una historia de Warren llamada «Blackberry Winter» que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. «Pues vuélvela a leer», me dijo, y hablaba en serio.) William Gass era otro de los que nombraba. Gardner acababa de lanzar una revista, MSS, y estaba a punto de publicar «The Pedersen Kid» en el primer número. Empecé a leer la historia en manuscrito, pero no la entendía y volví a quejarme a Gardner. Esta vez no me dijo que lo volviera a intentar, simplemente me la quitó.

Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaak Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. «Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer», decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba.

Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo; «Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir».

Nos dio a conocer las publicaciones «de poca tirada» o literarias trayendo un día a clase una caja de dichas revistas y distribuyéndolas para que pudiéramos aprendernos sus nombres, ver cómo eran y qué sensación producía tenerlas en la mano. Nos dijo que allí aparecía la mejor ficción y casi toda la poesía que se escribía en el país. Ficción, poesía, ensayos literarios, críticas de libros recientes y de autores vivos a cargo de autores vivos. Yo estaba como loco de tantos descubrimientos como hacía.

Pidió para los siete u ocho de nosotros que estábamos en su clase unas carpetas negras y grandes y nos dijo que guardáramos en ellas nuestro escritos. Él mismo guardaba sus trabajos en carpetas de aquéllas, decía, y eso, naturalmente, fue definitivo para nosotros. Llevábamos nuestro relatos en aquellas carpetas y nos sentíamos especiales, exclusivos, distintos de los demás. Y lo éramos.

No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables.

En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos a tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era.

Siempre buscaba algo que alabar. Si había una frase, una intervención en el diálogo o un pasaje narrativo que le gustaba, algo que le parecía «trabajado» y que hacía que la historia avanzara de forma agradable o inesperada, escribía al margen: «Muy acertado»; o si no: «¡Bien!» Y el ver estos comentarios me infundía ánimos.

Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor. Después de esta primera y minuciosa charla sobre el texto, hablábamos de cuestiones más profundas relativas a la historia, del «problema» sobre el que yo intentaba arrojar luz, del conflicto que pretendía abordar, y de la forma en que mi relato podía encajar o no en el esquema general de la narrativa. Estaba convencido de que emplear palabras poco precisas, por falta de sensibilidad, por negligencia o sentimentalismo, constituía un tremendo inconveniente para el relato. Pero había algo aún peor y que había que evitar a toda costa: si en las palabras y en los sentimientos no había honradez, si el autor escribía sobre cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a importarle nunca.

Valores morales y oficio, esto es lo que enseñaba y lo que defendía, y esto es lo que yo nunca he dejado de tener en cuenta a lo largo de los años desde aquel breve pero trascendental período.

Este libro de Gardner me parece a mí que es una exposición honrada y sensata de lo que supone convertirse en escritor y empeñarse en seguir siéndolo. Está inspirada por el sentido común, la magnanimidad y una serie de valores que no son negociables. A cualquiera que lo lea le impresionará la absoluta e inquebrantable honradez de su autor, así como su buen humor y su nobleza. El autor, si se fijan, dice continuamente: «Sé por experiencia...» Sabía por experiencia —y lo sé yo, por ser profesor de literatura creativa— que ciertos aspectos del arte de escribir pueden enseñarse y transmitirse a otros escritores, en general más jóvenes. Esta idea no debería sorprender a nadie que se interese de verdad por la enseñanza y el hecho creativo. La mayoría de los buenos e incluso grandes directores de orquesta, compositores, microbiólogos, bailarinas, matemáticos, artistas visuales, astrónomos o pilotos de caza aprenden de personas mayores que ellos y más versadas en el oficio. Por el mero hecho de asistir a clases de literatura creativa, igual que si se trata de clases de cerámica o de medicina, no se convierte cualquiera en un gran escritor, ceramista o médico; puede que ni siquiera llegue a ser bueno. Pero Gardner estaba convencido de que tampoco era perjudicial.

Uno de los peligros de dar o recibir clases de literatura creativa radica –y hablo otra vez por experiencia– en animar en exceso a los jóvenes escritores. Pero de Gardner aprendí a correr ese riesgo antes que tomar el otro camino. Gardner daba y seguía dando aun cuando los signos vitales fluctuaran alocadamente, como cuando se es joven y se está aprendiendo. El joven escritor necesita sin duda tanto aliento como quien pretende iniciarse en otras profesiones, e incluso diría que más. Y ni que decir tendría que hay que alentar siempre con sinceridad y nunca para escurrir el bulto. Lo que hace que este libro sea especialmente bueno es la calidad de la manera en que anima.

El fracaso y las esperanzas frustradas son comunes a todos nosotros. La sospecha de que estamos naufragando y de que las cosas no nos salen como habíamos planeado aparece en un momento u otro de nuestra vida. Cuando se tienen diecinueve años se suele saber bastante bien qué es lo que no se va a ser; pero es más frecuente que a este conocimiento de las propias limitaciones, a la auténtica comprensión de éstas, se llegue cuando termina la juventud y comienza la madurez.

Si alguien de entrada no tiene facultades para convertirse en escritor, no llegará a serlo por más enseñanzas que reciba o por buenos que sean sus maestros. Pero cualquiera dispuesto a emprender una carrera o a seguir su vocación se arriesga a sufrir un revés o a fracasar. Hay policías, políticos, generales, interioristas, ingenieros, conductores de autobús, editores, agentes literarios, hombres de negocios y cesteros fracasados. También hay profesores de literatura creativa fracasados y desilusionados y escritores fracasados y desilusionados. John Gardner no era ni lo uno ni lo otro, y las razones de que no lo fuera hay que buscarlas en este maravilloso libro.

Mi deuda con él es grande y en tan breve contexto sólo puedo hacer mención de ello. No tengo palabras para expresar lo mucho que le echo en falta. Pero me considero el más afortunado de los hombres por haber recibido sus consejos y su generoso aliento.

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Para ser novelista, John Gardner.
Ultramar Editores, Barcelona 1990.
Traducción de Víctor Conill.

4 comentarios:

  1. Soy un aficionado de la literatura, me apasionan los libros, estoy dispuesto a viajar hacia el norte si me dicen que allá hay una gran venta de libros en lugar de viajar hacia el sur donde mi padre octogenario vive sus ultimos dias cuidando unos patos canadienses regalo de uno de sus hijos, me da pena decirlo pero así es, como Melville acusado por su hija de llegar con libros a la casa en lugar de una bolsa con pan. Sirva este preambulo para gradecerte la transcripción de este hermoso prólogo... desde Puebla, México, marglezmi@hotmail.com

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  2. el relato de Carver es muy jugoso,cuando habla del lugar fisico para escribir y las contradicciones con la vida real...Ademas deja la esperanza de aprender a escribir como se aprende un oficio.
    GRACIAS

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  3. Anónimo 1:

    No sabía que me parecía a Melville... Este domingo salí a ver si encontraba un abrigo o algo de ropa barata en el rastro de Madrid, y regresé a casa con "La revolución es un sueño eterno", de Andrés Rivera, y con "Antología del cuento triste", de Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs... Tres euros cada uno.

    Por suerte, la única hija que me pide cuentas, por ahora, es la conciencia. En cualquier caso, había hecho la compra el sábado; así que algo hubiera tenido en el frigorífico para ofrecerle (tiempos peores ha habido).

    PD: En Madrid hay bastantes bibliotecas, y eso ayuda, quieras que no, a que no muramos de hambre (ni de la espiritual ni de la otra).

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  4. Anónimo 2:

    Escribir es como tocar la guitarra, ser reparador de coches o costurera: un oficio. Uno puede tener más o menos talento; pero si no lo ejercita y si no lo adiestra no llegará a explotarlo en todas sus posibilidades.

    Un café bien cargado puede mejorar el choque de las neuronas y provocar 'la inspiración', nadie lo duda; pero crear, sobre todo, es una gimnasia mental con la que hay que familiarizarse y que entrenar (salvo que nazcamos superdotados para ello, claro, que no suele ser lo habitual, al menos estadísticamente).

    En mi opinión, Carver habla con mucha sabiduría del asunto de escribir. Eso no quiere decir que tome por ley todo cuanto dice; pero desde luego está lleno de sentido común. Después, estéticamente, cada cual tomará las decisiones que más le apetezcan.

    PD: ¡A ver si descubro cómo arreglar la barra lateral! (¡Maldita tecnología!)

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