Ahora me puse con las cartas que Franz Kafka le escribía a Milena Jesenská. Lo primero que no entiendo del libro es por qué están sólo las misivas del torturadísimo praguense... Se ve que Franz era el único que escribía genialidades en esa correspondencia literario-amorosa, no sé... Algo harto improbable, por otro lado: ella traducía al checo las obras de su amante postal y tenía catorce años menos que él.
Entonces.
A ver: ¿alguien va a intentar convencerme de que las cartas de ella carecían de interés?, ¿es que no eran tan sublimes como las de su enamorado (que no lo son, por cierto)?, ¿nadie se pregunta qué carajo le enviaba esta muchacha al Gran Escritor para que este dejase a un lado sus cuitas con las cucarachas, los procesos y los castillos, y le dedicase parte de su día a escribirle a ella?
De verdad que no, que no entiendo por qué hay que endilgarle al lector una tras otras las angustias del casi cuarentón Kafka y dejarlo sin los dos dedos de frente y el corazón sano que parecía tener esta veinteañera afincada en Viena.
En fin.
A lo que venía: he llegado hasta la página 61, y además de lo anterior, dos detalles más me han cautivado. El primero es que Kafka es un agonías: le escribe a casi a diario a su amante (ella vivía en Viena, él en Praga), la aconseja, alaba su capacidad como traductora, desliza entre líneas que está enamorado, le comenta que no puede vivir sin sus cartas, que sueña con ella y toda esa clase de roncerías que suelen ponerse en toda correspondencia amatoria que se precie... ¿Y qué pasa después de tanto arrumaco retórico kafkiano? Que Milena le dice: «Hala, chaturrín, ¿por qué te no das una vuelta por Viena e intimamos». ¿Y qué hace entonces Kafka? Agarra el complejo de Gregorio Samsa, se metamorfosea, se pone cucaracho y le escribe a vuelta de correo lo siguiente:
Demasiado, ¿no? (es que luego, encima, le dice a la pobre muchacha ¡que se va tres semanas de vacaciones no sé dónde!). Qué ganas de padecer las de este buen hombre. Cuánto insomnio y devaneo mental innecesario se habría ahorrado con sólo pasar unos días con la chica que le gustaba. Además, Franz, no jodas: Viena mola para pasear con tu novia, amante, lo que sea... ¿No viste Before sunrise, con Ethan Hawke y Julie Delpy? Si es que estos judíos centroeuropeos... Ay, Franz, Franz, si te hubiera pillado Jodorowsky por banda, ya te iba a dar él a ti «tensión mental».
(Bueno, bien pensado quizá me estoy adelantando: puede que en alguna de las próximas 200 páginas te dejes de pamplinas y hagas lo que no has hecho en las 60 primeras).
Ahora voy con la segunda cosa que me ha llamado la atención del libro. Se trata del efecto sinestésico que tienen las palabras para Kafka. Como Rimbaud en el Soneto de las vocales, Kakfa ve mucho más allá del simple vocablo, y le escribe párrafos como estos a su enamorada praguense residente en Viena y casada con un señor que le resultaba insoportable:
* En checo: «No comprendo». Kafka se escribía en alemán con Milena, la traductora de su obra al checo.
Y ahora otro ejemplo, esta vez con el nombre de la chica. Es sólo el encabezamiento de la carta, luego viene la carta propiamente dicha:
* Por lo visto, Milena es una palabra esdrújula en checo.
Joder, dan ganas de encargarle a Paquito Kafka un libro de estos de etimologías de los nombres, pero en este rollo. Me explico: estoy cansado de leer que Rubén es de procedencia hebrea y que, según quién dé la explicación, signifique «Dios ha visto mi aflición» (¡mentira cochina!) o «He ahí un hijo» (la más probable), y me encantaría encontrar una definición más en la línea Kafka, es decir, como si fuera la etiqueta de un buen vino. Voy a pensar en ello: lo más probable es que me la tenga que escribir yo mismo.
*
Cartas a Milena, Franz Kafka.
Alianza Editorial, Madrid 2000 (7ª edición)
Traducción de J.R. Wilcock.
Entonces.
A ver: ¿alguien va a intentar convencerme de que las cartas de ella carecían de interés?, ¿es que no eran tan sublimes como las de su enamorado (que no lo son, por cierto)?, ¿nadie se pregunta qué carajo le enviaba esta muchacha al Gran Escritor para que este dejase a un lado sus cuitas con las cucarachas, los procesos y los castillos, y le dedicase parte de su día a escribirle a ella?
De verdad que no, que no entiendo por qué hay que endilgarle al lector una tras otras las angustias del casi cuarentón Kafka y dejarlo sin los dos dedos de frente y el corazón sano que parecía tener esta veinteañera afincada en Viena.
En fin.
A lo que venía: he llegado hasta la página 61, y además de lo anterior, dos detalles más me han cautivado. El primero es que Kafka es un agonías: le escribe a casi a diario a su amante (ella vivía en Viena, él en Praga), la aconseja, alaba su capacidad como traductora, desliza entre líneas que está enamorado, le comenta que no puede vivir sin sus cartas, que sueña con ella y toda esa clase de roncerías que suelen ponerse en toda correspondencia amatoria que se precie... ¿Y qué pasa después de tanto arrumaco retórico kafkiano? Que Milena le dice: «Hala, chaturrín, ¿por qué te no das una vuelta por Viena e intimamos». ¿Y qué hace entonces Kafka? Agarra el complejo de Gregorio Samsa, se metamorfosea, se pone cucaracho y le escribe a vuelta de correo lo siguiente:
No quiero (¡Milena, ayúdeme! ¡Comprenda más de lo que le digo!), no quiero (esto no es tartamudeo) ir a Viena porque no podría soportar la tensión mental. Estoy mentalmente enfermo, la enfermedad de los pulmones no es más que un desbordamiento de la enfermedad mental. Estoy así de enfermo desde los cuatro o cinco años de mis dos primeros noviazgos. (No podía explicarme la alegría de su última carta, por lo menos en el primer momento, sólo más tarde encontré la explicación que constantemente olvido: usted es en realidad tan joven, quizá tenga apenas veinticinco años, quizá veintitrés. Yo tengo treinta y siete, casi treinta y ocho, casi le llevo una vida entera, una breve generación, casi tengo el pelo blanco de antiguas noches y antiguos dolores de cabeza). No quiero desplegar ante usted la larga historia, con sus verdaderos bosques de detalles, que todavía me inspiran terror, como a una criatura, aunque carezco de la capacidad de olvido de las criaturas. Las tres historias de noviazgo tuvieron un rasgo común: que fui total e indudablemente culpable de todo, las dos jóvenes sufrieron por mi culpa, y en verdad —hablo aquí solamente de la primera, de la segunda no puedo decir nada, es muy sensible, y una sola palabra, aun la más afectuosa, sería para ella la más tremenda ofensa, lo comprendo bien—, y en verdad sólo por ella (aunque si yo hubiera querido tal vez ella se habría sacrificado) yo no podía sentirme definitivamente contento, tranquilo, decidido, capaz de afrontar el matrimonio, aunque se lo prometía sin cesar, por mi propia, absolutamente propia voluntad, aunque a veces me sentía desesperadamente enamorado, aunque no me imaginaba nada más digno de mis esfuerzos que el matrimonio en sí. La torturé durante casi cinco años (o si usted quiere, me torturé), pero por suerte era irrompible, de cruce judío-prusiano, una mezcla vigorosa e invencible. Yo no era tan fuerte como ella, de todos modos ella únicamente sufría, en cambio yo hería y sufría. [ ... ]
Demasiado, ¿no? (es que luego, encima, le dice a la pobre muchacha ¡que se va tres semanas de vacaciones no sé dónde!). Qué ganas de padecer las de este buen hombre. Cuánto insomnio y devaneo mental innecesario se habría ahorrado con sólo pasar unos días con la chica que le gustaba. Además, Franz, no jodas: Viena mola para pasear con tu novia, amante, lo que sea... ¿No viste Before sunrise, con Ethan Hawke y Julie Delpy? Si es que estos judíos centroeuropeos... Ay, Franz, Franz, si te hubiera pillado Jodorowsky por banda, ya te iba a dar él a ti «tensión mental».
(Bueno, bien pensado quizá me estoy adelantando: puede que en alguna de las próximas 200 páginas te dejes de pamplinas y hagas lo que no has hecho en las 60 primeras).
Ahora voy con la segunda cosa que me ha llamado la atención del libro. Se trata del efecto sinestésico que tienen las palabras para Kafka. Como Rimbaud en el Soneto de las vocales, Kakfa ve mucho más allá del simple vocablo, y le escribe párrafos como estos a su enamorada praguense residente en Viena y casada con un señor que le resultaba insoportable:
Usted me pregunta, por ejemplo, cómo es posible que yo permita que la duración de mi estancia en este lugar dependa de una carta, y se contesta: nechapú*. Es una palabra extraña en checo, sobre todo dicha por usted; es tan vigorosa, tan antipática, helada, parsimoniosa y sobre todo tan de rompenueces, las mandíbulas crujen tres veces, o más bien: la primera sílaba hace la prueba de coger la nuez, no lo consigue, entonces la segunda sílaba abre bien la boca, ahora la nuez entra y finalmente la tercera sílaba la rompe, ¿no oye usted los dientes? Especialmente ese cierre definitivo de los labios al final impide al otro toda posible explicación contradictoria, lo que de todos modos es mejor, por ejemplo, cuando el otro es tan locuaz como yo en este momento. En cuyo caso el charlatán, pidiendo perdón, replica: «Uno sólo se muestra locuaz cuando por una vez está un poco contento».
* En checo: «No comprendo». Kafka se escribía en alemán con Milena, la traductora de su obra al checo.
Y ahora otro ejemplo, esta vez con el nombre de la chica. Es sólo el encabezamiento de la carta, luego viene la carta propiamente dicha:
Hoy, algo que tal vez aclare muchas cosas, Milena (qué nombre grávido y rico, tan grávido y rico que casi no se puede levantar; al principio no me gustaba mucho, me parecía una griega o romana perdida por equivocación en Bohemia, violada por los checos, traicionada por el acento, y sin embargo una mujer de color y formas maravillosas, una mujer que uno se lleva en los brazos para arrancársela al mundo, al fuego, no sé a qué, mientras ella se abraza dócil y confiada; sólo el acento de la i es incómodo, ¿no se te escapa el nombre de un salto? ¿O será tal vez el salto de la felicidad que inspiras con tu peso?):
* Por lo visto, Milena es una palabra esdrújula en checo.
Joder, dan ganas de encargarle a Paquito Kafka un libro de estos de etimologías de los nombres, pero en este rollo. Me explico: estoy cansado de leer que Rubén es de procedencia hebrea y que, según quién dé la explicación, signifique «Dios ha visto mi aflición» (¡mentira cochina!) o «He ahí un hijo» (la más probable), y me encantaría encontrar una definición más en la línea Kafka, es decir, como si fuera la etiqueta de un buen vino. Voy a pensar en ello: lo más probable es que me la tenga que escribir yo mismo.
*
Cartas a Milena, Franz Kafka.
Alianza Editorial, Madrid 2000 (7ª edición)
Traducción de J.R. Wilcock.
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