Clarice, Clarice Lispector, un texto que contenga a Clarice Lispector por todas partes. Eso es: que Clarice hable por mi boca. Por cierto, ya lo digo en el título: «Soy una caja». Ni idea de qué; pero una caja. Lo que no digo en ese título es que me llamo Nadila y que soy la narradora de este libro donde Clarice Lispector hace de lo que es, un personaje, y me ayuda a escribir mi primera novela; «ella me enganchó del mismo modo en que hoy sigue reclutando a cientos de jóvenes lectores y, para qué negarlo, con mayoría de mujeres». ¿Que por qué? No sé, quizá porque «era un río, una voz de mujer, una conciencia largando» y decía cosas como «escribo con el cuerpo» o «soy esta frase». Sí, para ella este oficio consistía en «escribir sin plan, poseyendo el don de la instantaneidad, sin jamás revisar ni retocar porque se le aparecía la frase hecha, pura forma». Lo suyo era la «escritura de la intimidad», y «yo, yo, yo quería esa fuerza que la mezcla de la escritora Clarice Lispector y la marca de whisky White Horse había generado en mi memoria». Aspiraba a reproducir su método, como por ejemplo cuando usa «frases cortas que cuentan lo que la narradora-protagonista ve. Que se mantienen lejos del fuego. Que son frías. Una tras otra. Pero van sumando. Suman muchas. Llenan páginas. Páginas. Construyen una ciudad. No huecas. Construyen una mujer». Y mientras leía sus libros se me ocurrían cosas como que «¿quién había puesto una lavadora en mi interior?» A lo que yo terminaba contestándome: «Una mujer dentro de mí la había puesto en marcha. Lo que se lavaba no era ropa, sino pensamientos, palabras, ideas, sueños, deseos. Y cómo dolía a la hora del centrifugado. Vértigo, dislocación, confusión, letras sueltas, cadenas, condenas, eslabones, entrelíneas, lo veía pero... cómo expresarlo incluso a mí misma». Vaya, vaya, «tenía los nervios a flor de piel y los miedos infundados (típicos de las jovencitas que habían recibido esa educación católica de la que ya te he hablado y que también era machista) pisándome los talones mentales». En fin, que si pilla lo que escribí un tío un poco cabrón me va a dar mucha caña; pero, bueh, «si no puedo evitar ser cursi, qué se le va a hacer»; «intento enderezar mi vida pero me da la impresión de que me está quedando un poco retorcida, con una forma confusa y opresiva». Además, «como buena devota clariceana que soy anoto lo que quiero decir sin literatura»; yo lo que quería era «un texto a secas, o un libro cualquiera».
PD:
—Tío, Rubén, que no has escrito casi nada de tu puño y letra...
—¿Cómo que no? Ahí están algunos subrayados que hice. El libro va de que la forma es el contenido...
—Ya... Pero, ¿te ha gustado o no?
—Ahí, ahí. Partes sí, partes no. Convengamos que no es el tipo de propuesta estética con la que me engancho.
—¿Por?
—Porque a mí me van los personajes, las atmósferas, la tensión en el lenguaje, el estilo, las tramas, los temas... Y acá no hay casi nada de eso. Es más: Nadila, la narradora-personaje, se escuda en Lispector para pasar olímpicamente de ello y recordarle al lector a cada rato que está frente a una escritura de la intimidad, de la interioridad, etcétera. No termino de identificarme con esa estrategia.
—Pero ese es el rollo del libro, ¿no? El tono y la forma de diario confesional en plan jovencita incapaz de escribir una novela terminan construyendo una voz, un personaje, una mujer, digo...
—Sí, sí. Pero me cansa esta moda femenina que aboga por el discurso interior y que, indefectiblemente, abandera siempre a las mismas amazonas: Clarice Lispector, Katherine Mansfield, Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik. Es como que siento que ya hay algo previsible en esa elección.
—No jodas; esos son prejuicios tuyos. Me imagino que a ellas les debe de cansar otras asociaciones de autores tan previsibles como estas y que resulta que os gustan a los tíos, no sé.
—Es cierto. Por ejemplo, a mí tiene harto lo de Vila-Matas con Kafka y Robert Walser; cualquier día los va a gastar de citarlos a todas horas. Aunque no sé si la analogía es exacta. Y tampoco yo soy vilamatense.
—Y ella menciona por ahí a Bolaño, a Joyce o la segunda parte del Quijote. Y lo de la Pizarnik y la Plath es de tu cosecha.
—Es verdad.
—El caso es que te has leído las 170 páginas de Soy una caja y estás escribiendo esto... Algo debe de tener el libro, digo yo.
—Sí, claro; sólo digo que a mí me hace disfrutar más el Quijote que el psicoanálisis. Y acá hay más de lo segundo que de lo primero. También hay tantico de metaliteratura, que eso lo llevo por días y por autores.
—Eres un poco cabrón.
—Puede ser. Pero lo mío son más las prosas visuales que las abstractas. Como decía Kurt Vonnegut: «Confieso abiertamente una carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos...».
—Ya; en cualquier caso la obra de la Lispector es «compleja», y que yo sepa tú no has leído más que algún cuento de ella; le tienes un pelín de alergia.
—Sí, pero en su día me gustaba la Pizarnik. En cualquier caso, ¿no te hace sospechar cada vez que alguien necesita escudarse en eso de «obra densa» u «obra para la que se necesita una preparación»? Quizá la crítica y sus lectores tengan razón, puede ser. Lo que pasa es que a mí me aburre ver a la Lispector en una entrevista que hay YouTube y que no sonría nunca. No creo en la gente que no sabe sonreír. No confío. «Si no escribo estoy muerta», o algo así aparece varias veces en el libro como cita directa de la Lispector... Digo: esto es como lo de Sabato, que cada vez que lo dejan se pone a hablar de sufrimiento y escritura. Ay, ay, si es que parecen todos Teresita de Ávila. No sé, yo estoy más con lo que les dice Hebe Uhart a sus alumnos de taller de escritura: si sufren tanto, que no escriban, ¿no? Y de última, si lo que quieren es contar su despelote interior, me parece perfecto; pero ¿por qué no con una escritura visual que explore los sentimientos en vez de con una prosa discursiva que explore el flujo de pensamiento? Yo soy de los que opinan que mejor sentir a pensar tanto.
—¡Mec! Cita encubierta de Savater.
—O de Aute.
—Eso sí, los dibujos y demás intervenciones gráficas funcionaban precisamente como eso, como la manera de volver concreto el discurso.
—Ya, ya; pero tampoco es lo mío lo de los libros collage. El de Mark Haddon, el del perro noctívago ese, lo abandoné en página 20.
—Pero tío... En fin, tú sabrás. Por cierto, lo que dijiste de la mirada fría es una maldad.
—No: mira la entrevista en internet. O lee el libro: «Su mirada fría y arrogante también podía ser vista, sobre todo si la miraba yo, como una mirada que se distancia de las cosas, que se autoprotege de todo, porque si realmente mostrara su ternura podríamos ver a través de ella hasta la cosa más íntima que ella se había esforzado por controlar en el secreto».
—Bueno, pero no todo el libro es así.
—Yo con lo que más enganché es cuando Nadila, en vez de pensar tanto, trabaja en un par de tiendas y se esconde en un sótano para leer, o cuando cuenta que su hermano es esquizofrénico y la movida que es eso en la vida de la familia. Ahí sí; ahí me queda mucho más claro qué clase de mujer es. Lo demás me resulta bastante etéreo, abstracto: «Soy esta frase»... Yo lo que soy es un pelín analfaburribestia, me temo: ¿eso no es más psicoanálisis lacaniano que literatura?
—¡Mec! Prejuicios: tú y los franchutes nunca os habéis llevado bien.
—Pues sí. Ahí lo tengo a Barthes, que por ahora es incapaz de seducirme con su grado cero de la escritura. Cada vez que lo abro lo cierro diez minutos después.
—Oye, por cierto, según Nadila, Lispector se vengaba de los críticos que le daban caña. ¿Estará tu hora cerca?
—Opinar es arriesgarse a no tener razón, dice Rafa Reig en Visto para sentencia. Si termino con un White Horse con hielo en la camisa un día de estos, trataré de llevarlo con dignidad. Además, yo no doy caña: yo leo. O como dice el libro: esta es «mi lectura sesgada o misreading».
*
Soy una caja, Natalia Carrero.
Caballo de Troya, Madrid 2008.
PD:
—Tío, Rubén, que no has escrito casi nada de tu puño y letra...
—¿Cómo que no? Ahí están algunos subrayados que hice. El libro va de que la forma es el contenido...
—Ya... Pero, ¿te ha gustado o no?
—Ahí, ahí. Partes sí, partes no. Convengamos que no es el tipo de propuesta estética con la que me engancho.
—¿Por?
—Porque a mí me van los personajes, las atmósferas, la tensión en el lenguaje, el estilo, las tramas, los temas... Y acá no hay casi nada de eso. Es más: Nadila, la narradora-personaje, se escuda en Lispector para pasar olímpicamente de ello y recordarle al lector a cada rato que está frente a una escritura de la intimidad, de la interioridad, etcétera. No termino de identificarme con esa estrategia.
—Pero ese es el rollo del libro, ¿no? El tono y la forma de diario confesional en plan jovencita incapaz de escribir una novela terminan construyendo una voz, un personaje, una mujer, digo...
—Sí, sí. Pero me cansa esta moda femenina que aboga por el discurso interior y que, indefectiblemente, abandera siempre a las mismas amazonas: Clarice Lispector, Katherine Mansfield, Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik. Es como que siento que ya hay algo previsible en esa elección.
—No jodas; esos son prejuicios tuyos. Me imagino que a ellas les debe de cansar otras asociaciones de autores tan previsibles como estas y que resulta que os gustan a los tíos, no sé.
—Es cierto. Por ejemplo, a mí tiene harto lo de Vila-Matas con Kafka y Robert Walser; cualquier día los va a gastar de citarlos a todas horas. Aunque no sé si la analogía es exacta. Y tampoco yo soy vilamatense.
—Y ella menciona por ahí a Bolaño, a Joyce o la segunda parte del Quijote. Y lo de la Pizarnik y la Plath es de tu cosecha.
—Es verdad.
—El caso es que te has leído las 170 páginas de Soy una caja y estás escribiendo esto... Algo debe de tener el libro, digo yo.
—Sí, claro; sólo digo que a mí me hace disfrutar más el Quijote que el psicoanálisis. Y acá hay más de lo segundo que de lo primero. También hay tantico de metaliteratura, que eso lo llevo por días y por autores.
—Eres un poco cabrón.
—Puede ser. Pero lo mío son más las prosas visuales que las abstractas. Como decía Kurt Vonnegut: «Confieso abiertamente una carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos...».
—Ya; en cualquier caso la obra de la Lispector es «compleja», y que yo sepa tú no has leído más que algún cuento de ella; le tienes un pelín de alergia.
—Sí, pero en su día me gustaba la Pizarnik. En cualquier caso, ¿no te hace sospechar cada vez que alguien necesita escudarse en eso de «obra densa» u «obra para la que se necesita una preparación»? Quizá la crítica y sus lectores tengan razón, puede ser. Lo que pasa es que a mí me aburre ver a la Lispector en una entrevista que hay YouTube y que no sonría nunca. No creo en la gente que no sabe sonreír. No confío. «Si no escribo estoy muerta», o algo así aparece varias veces en el libro como cita directa de la Lispector... Digo: esto es como lo de Sabato, que cada vez que lo dejan se pone a hablar de sufrimiento y escritura. Ay, ay, si es que parecen todos Teresita de Ávila. No sé, yo estoy más con lo que les dice Hebe Uhart a sus alumnos de taller de escritura: si sufren tanto, que no escriban, ¿no? Y de última, si lo que quieren es contar su despelote interior, me parece perfecto; pero ¿por qué no con una escritura visual que explore los sentimientos en vez de con una prosa discursiva que explore el flujo de pensamiento? Yo soy de los que opinan que mejor sentir a pensar tanto.
—¡Mec! Cita encubierta de Savater.
—O de Aute.
—Eso sí, los dibujos y demás intervenciones gráficas funcionaban precisamente como eso, como la manera de volver concreto el discurso.
—Ya, ya; pero tampoco es lo mío lo de los libros collage. El de Mark Haddon, el del perro noctívago ese, lo abandoné en página 20.
—Pero tío... En fin, tú sabrás. Por cierto, lo que dijiste de la mirada fría es una maldad.
—No: mira la entrevista en internet. O lee el libro: «Su mirada fría y arrogante también podía ser vista, sobre todo si la miraba yo, como una mirada que se distancia de las cosas, que se autoprotege de todo, porque si realmente mostrara su ternura podríamos ver a través de ella hasta la cosa más íntima que ella se había esforzado por controlar en el secreto».
—Bueno, pero no todo el libro es así.
—Yo con lo que más enganché es cuando Nadila, en vez de pensar tanto, trabaja en un par de tiendas y se esconde en un sótano para leer, o cuando cuenta que su hermano es esquizofrénico y la movida que es eso en la vida de la familia. Ahí sí; ahí me queda mucho más claro qué clase de mujer es. Lo demás me resulta bastante etéreo, abstracto: «Soy esta frase»... Yo lo que soy es un pelín analfaburribestia, me temo: ¿eso no es más psicoanálisis lacaniano que literatura?
—¡Mec! Prejuicios: tú y los franchutes nunca os habéis llevado bien.
—Pues sí. Ahí lo tengo a Barthes, que por ahora es incapaz de seducirme con su grado cero de la escritura. Cada vez que lo abro lo cierro diez minutos después.
—Oye, por cierto, según Nadila, Lispector se vengaba de los críticos que le daban caña. ¿Estará tu hora cerca?
—Opinar es arriesgarse a no tener razón, dice Rafa Reig en Visto para sentencia. Si termino con un White Horse con hielo en la camisa un día de estos, trataré de llevarlo con dignidad. Además, yo no doy caña: yo leo. O como dice el libro: esta es «mi lectura sesgada o misreading».
*
Soy una caja, Natalia Carrero.
Caballo de Troya, Madrid 2008.
Pues lo que es yo, me dan muchas ganas de leer este libro. El psicoanálisis no valdrá mucho, pero para los idiotas que no sabemos sino escribir, es lo máximo. Y Lispector mola.
ResponderEliminarPues me parece muy bien, Carolink. Diez mensajes más como este y me veo escribiéndole a la editorial pidiéndo un porcentaje por derechos de promoción (a los autores nunca hay que pedirles, que a los pobres apenas les dan para un café con leche).
ResponderEliminarGracias por pasar por aquí.
PD: A ver si arreglo este desastre que se me ha hecho en la barra de navegación, que no sé ni por qué ha pasado.