25 de enero de 2010

Juan Terranova | Constantino Bértolo


El jueves pasado estuve en la sala Cervantes de la Casa de América en la presentación de un libro. Hacía tiempo que no acudía yo a beber vino gratis y a merendar por la jeta, después de atragantarme de conocimiento, literatura y todo eso, claro. Esta vez convidaba una nueva editorial, Baladí, que estrenaba catálogo con El caníbal, del argentino Juan Terranova. Además de los editores, iban a estar Patricio Pron y Constantino Bértolo para hablar del libro. El autor no estuvo presente (lo cual, después de ver su performance en la librería Juan Rulfo la última vez, es lo mejor que pudo haber hecho por su obra).

Eludo detenerme en el personaje público que me parece que se ha construido Terranova —quizá cuando lea El caníbal, no sé— y me centro en lo que escuché al hilo de su novela y de la editorial que lo cobija en su estreno español. Llegué media hora tarde, como a las ocho; así que únicamente puedo referir el final de la intervención de Patricio Pron y lo que dijo Constantino Bértolo. No fue todo, pero sí sustancioso.

De Pron, llegué a tiempo para ver que habla a partir de unas notas mínimas tomadas en una libreta (¿tamaño A5 o A6?). En cinco minutos logró que yo anotase dos ideas en la mía (tamaño A4). Una es que El caníbal dialoga con Respiración artificial, de Ricardo Piglia, y se replantea las relaciones entre periodismo y literatura. La otra es que Terranova forma parte de ese universo de escritores que están forjando su identidad como tales a través de los blogs, y que ese tipo de escritura da forma, de algún modo, a la manera en que escriben sus novelas. No sé si Pron firmaría un «dime cómo escribes en tu blog y te diré cómo son tus novelas», pero diría que anda cerca.

Y hasta ahí, Pron. Patricio Pron. O mejor dicho: la parte que yo escuché después de conseguir el asiento que dejó libre una dama que, vestida con un abrigo de pieles hasta el suelo, decidió abandonar el lugar vaya usted a saber por qué motivos: ¿la falta de oxígeno?, ¿la calefacción a todo trapo?, ¿indignación por la ausencia del autor? Ni idea, el caso es que dejó un hueco y por eso yo pude sentarme para tomar algunas notas.


Los libros, habas contadas

El director de Caballo de Troya, como buen editor y perro viejo literario que es, lo primero que hizo fue esbozar el contexto socioeconómico donde sucede el acto que allí nos congregaba. ¿Cuál? La edición de un libro de un semidesconocido autor argentino que, pese a que no va a vender mucho, quizá tenga algo que decirle a la comunidad. De ahí que sus primeras palabras fueran para darle la bienvenida a la nueva «editorial dependiente»; puesto que publicar esta clase de literatura, dijo, sólo puede abrirles la puerta a «depender de los lectores, y no de los compradores». Arriesgarse a publicar a jóvenes autores, aún vivos, no es precisamente la mejor manera de hacerse rico en España.

A continuación, les pintó un posible escenario donde transcurriría la aventura de editar este y cualquier otro libro similar. Bértolo aventuró que en España hay de 30.000 a 40.000 «lectores informados». Dicho así, a pelo, puede parecer una frivolidad y una falta de cortesía con sus nuevos compañeros de gremio; sin embargo, recuerde el hipotético lector de esta entrada de blog (si es que lo hubiere) que Roberto Bolaño sostenía en Entre paréntesis que había menos, que había unos 20.000. Las cifras de venta de autores como Antonio Orejudo, Belén Gopegui o Eloy Tizón, por decir tres que me vienen de carrerilla y cuyos libros he tenido últimamente entre las manos, no creo que superen los 10.000 ejemplares por título.

En palabras de Bértolo, si las cosas le iban «muy bien» a Baladí, puede que llegue a vender 4.000 ejemplares de El caníbal. Si les va «bien», puede que lleguen a los 1.000. Y, si venden 300, les pidió que por favor «no se corten las venas», que eso es lo normal. Hubo algún respingo y tosecilla entre el público, como es lógico; pero los números son tozudos y las llamadas editoriales «independientes» venden lo que venden. Encontrar lectores nunca ha sido fácil.


Un bautismo que resultó ser un velatorio

Lejos de bajar el pistón, Bértolo fue una pizca más allá y dijo que «la literatura está muerta». Se refería a aquella noción de «literatura» que conocíamos, dijo, impregnada toda ella de altos y nobles valores humanistas. Es esa la que se ha ido, como sostiene Villegas, uno de los personajes de El caníbal, «a la mierda».

Y no es que Bértolo eche de menos esa concepción burguesa; sino que se limita a constatar que hoy vivimos bajo la «soberanía del consumidor» y que el «Mercado es el único que impone valores y valor en la literatura». Hoy el único canon es vender mucho, ser un éxito de ventas. Sólo es cultura aquello que vende. Como sostiene don Constantino en La cena de los notables, la poética que domina sobre cualquier otra es la del marketing.

Así que, muerta la literatura, dijo, debemos celebrar que de ella al menos nos queda «su cadáver». Por tanto, más que un bautismo, los actos como el de El caníbal y Baladí deberían considerarse un velatorio, un lugar donde presentar nuestros respetos a la difunta. Es más: a partir de ahora deberíamos hablar de «virtuosos de las artes tanatorias». Entre sus embalsamadores favoritos, Bértolo citó a Enrique Fogwill, Daniel Güebel, César Aira, Damián Tabarowsky o Alan Pauls... Quizá fuera por cortesía con el autor, quién sabe; pero la vida de ultratumba, como algún equipo de fútbol, parece estar en manos de varones argentinos, según uno de nuestros editores más insignes.


La literatura después de la literatura

En ese contexto, Terranova sería un artista tanático más. El interés de Bértolo con su escritura tiene que ver con las llamadas «escrituras posautónomas», según la terminología de otra argentina, Josefina Ludmer. En síntesis, se trata de una «literatura después de la literatura». Y que Bértolo relaciona con las posibilidades implícitas en el desprestigiado «escribir mal». Es más: según él, «escribir mal es una literatura todavía por descubrir». Para ello se remite a André Gide, quien se empeñaba en huir de «la tentación de escribir bien», es decir, y esto corre de mi cuenta, en oponerse de algún modo al obsesivo de Flaubert.

De hecho, señala como las mejores obras de Terranova, no El caníbal o Mi nombre es Rufus, sino un par de relatos o crónicas sobre ¿vida de santos? que salen en un libro de cuyo nombre no logro acordarme (y que he buscado un par de veces por Google y no encuentro), dos textos que pone al nivel de David Foster Wallace. Y que sostiene que no se los valora en su justa medida porque no vienen del Imperio.

De una novela como El caníbal, Bértolo destaca que el autor se pregunta por cómo hay que escribir hoy, que vivimos inmersos en un espacio narrativo saturado de relatos por todas partes: periódicos, cine, internet, etcétera. Y también sobre otra cuestión clásica: ¿para quién se escribe? Si no entendí mal, la postura de Terranova sería algo así como que la «autonomía del arte» está muy bien para quienes tienen tiempo libre y dinero; pero que, dadas las actuales desigualdes sociales y la hegemonía del relato económico sobre cualquier otro, la pregunta es si no habría que cagarse en esa supuesta autonomía. Al fin y al cabo, el Mercado lo gobierna todo o casi todo y, como en las novelas de ciencia ficción, desde algún lugar habrá que resistir la avalancha de mierda.

Además, ese lugar debe ser una alternativa al lugar de siempre, esto es, al de El Gran Escritor (A Sebald puso como ejemplo Bértolo). En el caso de Terranova eso consistiría en encontrar su hueco sin tener que pasar necesariamente por Borges. Fogwill sostenía que don Jorge Luis era una aduana por la que sí o sí todo escritor argentino debe pasar y pagar un peaje... Bueno, pues Terranova intentaría cruzarla escondido en los bajos de un camión. En eso consistiría su «renuncia a la orfebrería» verbal y su elección de los temas a narrar.

Según Bértolo, esa falta de ambición preciosista o de grandilocuencia académica, no implica que Terranova y sus secuaces «no tengan pensamiento literario», sino tan sólo eso, que trabajan en otra zona de la literatura, en una «zona complicada», diferente a las prospectadas por los Grandes Escritores. Por tanto, habrá que esperar a que salgan más textos de esos yacimientos para determinar la proporción de ganga y de mineral. Entre tanto, una pizca de apoyo no les vendrá mal: sus relatos merecen formar parte del crisol de narraciones que nos atraviesan a diario. Al menos intentan caminos menos trillados que otros.

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