31 de enero de 2016

Como si fuera poco, Roberto Appratto

 01 | La creatividad como elemento de supervivencia. Desde que empecé a leer Como si fuera poco (Irrupciones Grupo Editor, Montevideo 2014), de Roberto Appratto, no pude quitarme de la cabeza una frase que leí hace mucho tiempo en una biografía sobre Cesare Pavese: «La fantasía que tan bien me servía para hacer poesías no me sirve de nada en la vida». La reflexión estaba en una carta de amor que el escritor italiano había escrito quince años antes de suicidarse. Por alguna razón, siempre he recordado esa frase cambiando fantasía por creatividad, y desde entonces le he agradecido a su biógrafa, la chilena María Luz Uribe, que instalara en mi cabeza la idea de que la función más alta de la creatividad —la fantasía— es superar los obstáculos narrativos y puntos de giro de la vida. La literatura está después. De algún modo, digo, esta novela uruguaya explora esa idea: la creatividad como herramienta de supervivencia.

02 | El argumento.  Una noche, un hombre casado, con tres hijos y algo más de 50 años mira a su alrededor y se da cuenta de que su matrimonio está definitivamente agotado; después de haberlo hablado muchas veces con su esposa, se dice, ha llegado el momento de separarse. El resultado de tal decisión es que su esposa se marcha a Israel con los tres hijos y él se queda solo en Montevideo. Además, en esos meses también muere su madre. Para sobreponerse a tanto dolor junto, decide alienarse en el trabajo —es profesor de literatura y visitador médico—, refugiarse en el disfrute del arte y, dado que también es poeta, explorar a través de la escritura su «manera de vivir lo afectivo, dicho así, en general, de manera casi científica». Convertida su vida anterior en un montón de ruinas, la escritura se transforma para él «en una instancia de fabricación» de sí mismo, «a medias entre lo sublime y lo ridículo». Escribir lo ayuda, por así decirlo, a «dominar la situación».

03 | La cultura, ¿nos salva de algo? Quizá sea una manera algo forzada de volver sobre la cita de Pavese... Pero yo diría que una de las preguntas que plantea Como si fuera poco es si la llamada alta cultura ayuda en algo cuando los heraldos negros vienen a darnos esos golpes-tan-duros-que-te-da-la-vida-y-yo-no-sé. En otras palabras: escuchar a Bill Evans, leer a Hanif Kureishi o Georg Trakl, enseñar en clase a Henry James, dar conferencias sobre Borges, traducir a Shakespeare o disfrutar del cine de David Lynch, ¿sirve de algo en mitad de un desgarramiento vital, en un momento donde se duda de todo? ¿En qué medida lo intelectual ayuda a una persona a fabricarse herramientas con que superar semejante trance? O por utilizar un ejemplo concreto del libro: ¿cómo mezclan el Silence, de Keith Jarret, y el primer párrafo de Nadie nunca nada, de Juan José Saer, con una crisis sobre el amor, la paternidad, la orfandad y demás agenda de asuntos importantes en la vida?

04 | El yo como sujeto de la narración. Si bien el texto contiene material autobiográfico, el autor se toma muy en serio distanciarse de los libros al uso. De hecho, se lo advierte al lector: «Por suerte esto no es una biografía, sino la escritura de la vida, una parte de la vida, de unos años en que la vida se hizo más evidente». Y se acerca a ese momento desde un punto de vista intelectual, con un tono desapasionado y con plena autoconciencia. Más que un hombre abrumado por las circunstancias, Appratto parece un entomólogo que, tras la implosión de casi todo cuanto alguna vez fue, analiza con fruición los productos mentales que flotan ante sí y sus correspondientes «adherencias emocionales». De ahí que despliegue un complejo y rico plano reflexivo que va más allá de él y de sus circunstancias. Un plano literario cuyo programa artístico podría este: «... pasar de la literatura a la vida, del proyecto de escritura a una reflexión sobre lo creativo de la propia historia de vida sin perder nada por el camino».

05 | Razones para escribir. Escribir es pensar, sostiene el autor. Es más: la literatura es un «gesto que se precipita sobre un punto para movilizar el pensamiento». Y aún más: al escribir ponemos en liza lo que sabemos, pero también lo que no sabemos. He ahí tres razones de peso que empujan al narrador a escribir con regularidad, en cualquier rincón, sin concederle victoria alguna a la pereza; escribir lo ayuda a poner el foco sobre su desgarro y elaborar, a partir de su conocimiento literario, pensamiento sobre él. Al fin y al cabo, Appratto afirma que la escritura es una oportunidad para «hacer presente el orden del mundo» y que le permite consignar, de manera casi científica, «qué era la vida, qué es, qué forma tiene o qué forma se le puede dar». Con todo, quizá la gran razón para escribir sea una cuarta: la escritura es una herramienta que permite integrar todas las experiencias y autoconstruirse, salir adelante, leer lo pasado con otros ojos y transformarlo en el presente. Es decir: la escritura ayuda, a diferencia de Pavese, a «no irse».

06 | Imágenes discursivas. Como si fuera poco es una novela de tono reflexivo que contiene en sí misma una idea de la literatura. De hecho, el propio autor explica su preferencia «por pensar en abstracto, a especular sobre cualidades y esencias más que sobre entidades reales». O dicho de otro modo: prefiere lo discursivo a la narración por imágenes. Tanto es así que incluso redefine el concepto de imagen como el «campo de acción del pensamiento, de dimensiones variables, de contenido fluido, y que vive en una relación de extrema tensión con las palabras». Cada capítulo o sección está formado muchas veces por un solo párrafo, un párrafo que puede llegar a ocupar incluso algo más de una página y que, a su vez, suele ir ganando espesor a través de oraciones —como esta— que serpentean a través de las subordinadas y aclaraciones; pues bien, cada uno de esos párrafos viene a ser una imagen discursiva. También, si hacemos caso de lo que dice el libro, el fraseo es un guiño a Henry James.

07 | Hacia una lenguaje limpio (y un pensamiento transparente). Debo reconocer que la novela me ha llenado la cabeza de ideas... Y eso me gusta: a falta de pelo, buenas son ideas, ¿no? Bromas aparte, uno de los efectos secundarios que me ha dejado Como si fuera poco es la sensación de que algunos seres humanos necesitamos escribir —leer— para cuestionar las palabras, para no repetirlas sin sentido, para impedir que se ablanden y que un buen día no podamos construir un pensamiento lo bastante creativo como para sacarnos de los cenagales en que nos metemos. Escribimos —leemos—, entre otras razones, para evitar el deterioro de nuestro lenguaje, esa herramienta con que nombramos el mundo y autoevaluamos nuestra presencia en él. Por eso, me atrevo a decir, Appratto es un autor de prosa transparente, sin manierismos ni concesiones a lo melifluo; en autores como él, depurar la prosa es también depurar el pensamiento... Y depurar el pensamiento, cambiar la percepción sobre las cosas.

08 | Una estructura narrativa con hueco y bifurcaciones.
Según nos explica el narrador, lo que sentimos o pensamos «... no se puede definir de un solo golpe, tal vez porque no haya lenguaje para eso». De ahí que dedique poco espacio a los momentos más dramáticos y que, además, evite reproducir la literalidad de lo sucedido. Al contrario, Appratto agujerea esa parte de la narración —nos hurta el meollo del cuento— y, a su alrededor, construye una estructura permanentemente elusiva. O dicho de otro modo: nunca sabemos gran cosa sobre el divorcio y el consiguiente viaje de los hijos a Israel; en cambio, nos enteramos de un montón de cosas relativas a las circunstancias que motivaron, despertaron o acompañaron a aquellos hechos. La verdad del relato, como explica el propio narrador, está en esas bifurcaciones narrativas, en lo digresivo, en la polvareda que levanta el edificio al caerse (no en la ruina en sí). Nunca hay en el libro la clásica Gran Explicación Sobre Lo Sucedido, sino eso otro que el autor da en llamar los «significados intermedios». Por algo, afirma que la historia no es la historia, sino los puntos de vista que la historia produce. También que «El cuento oculta lo que cuenta y lo convierte en un ruido que atraviesa las circunstancias».

09 | Más razones para escribir.
Algo que me entusiasma de este libro es que está lleno de razones de por qué y para qué escribir. A saber: escribir porque hacerlo es «una forma privilegiada del presente»; escribir para marcar el contorno de la experiencia con una voz profunda y convertirla en conocimiento;  escribir porque «Todo era, en realidad, demasiado claro, pero las cosas no son lo que son, sino el modo en que se las coloca»; escribir para hacer dialogar entre sí todas «las maneras de quedarse pensando»: las cosas, las imágenes, las palabras, los relatos, las músicas, las reducciones conceptuales, las maneras de vivir una situación...; escribir porque en algún momento la historia se abrirá «a un lugar donde no pensaba ir» y me llevará a un sitio que no estaba en mis planes; escribir para descubrir parcelas que desconocemos y encontrar algo inteligente que decir en una conversación con amigos. Escribir porque uno considera «la vida como un acto de lenguaje».

10 | El lenguaje es la vía. Lo que me queda tras leer esta novela es su intensidad intelectual; lo fecundo del movimiento reflexivo que propone sobre temas como la paternidad, el amor o la escritura; la belleza sobria de su prosa. Es un libro digno de alguien que considera que «escribir es un acto de alta precisión del pensamiento, un gesto que dirige la atención sobre un punto, y no sobre otro». De alguien que, como asegura en esta entrevista, acepta el mandato de Mallarmé de darle un sentido más puro a las palabras de la tribu y que considera que lo único que puede seguir resistiendo a todo es «el trabajo serio con el lenguaje». Un libro de un autor que ha elegido por tradición literaria, entre otros, a W. G. Sebald, David Foster Wallace o Mark Strand. Y uno de esos autores que, una vez te lees el primer libro, te quieres leer todos los demás.

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P.D.: aquí se puede escuchar a Roberto Appratto presentando un libro sobre Marosa di Giorgio. Y aquí se puede ver el cortometraje Limbo, basado en la obra Se hizo de noche, donde Appratto reflexiona sobre lo que supuso la dictadura para la gente de su generación.

Actualización (16/05/16): he publicado en el blog la reseña de Íntima (Amuleto, Montevideo 2008) otra novela de Roberto Appratto.

24 de enero de 2016

Pensión de animales, Pablo Silva

Esta novela empieza con un cartel donde la administración competente dice: «En este edificio está prohibida la tenencia de niños y  animales». A continuación, aparece un ángel que vive en el altillo y que se confiesa borracho, harto como está de soportar al resto de los habitantes de la pensión, unos seres cuyo principal defecto es que no paran de «pensar y pensar». Los aguanta porque no le queda más remedio: «.. ellos están (¿o estaban?) a mi cargo», dice. También porque, haga lo que haga, escuchar ese «río interminable de resentimientos que inunda de melancolía el aire de esta pensión» es su condena, su condición. Es el precio que debe pagar por ser un ángel.

Luego, el delirio se desata aún más si cabe.

El ángel nos lleva a la habitación 323 A, donde alguien arranca diciendo: «Laura señala la cacatúa y termina de insultarme». A continuación, la tal Laura da un portazo y, bolso en mano, se lanza escaleras abajo. Más adelante, conforme avance la novela, iremos viendo cómo esta moza golpea furiosamente con su bolso cuanta puerta salga a su paso —la 313 B, la 236, la 222, la 103...—, y eso servirá de excusa narrativa para que el ángel nos muestre los respectivos monólogos interiores de quienes habitan esas instancias de la pensión.

Así, en la 323 A, el marido, novio o lo que sea de Laura, desde su cama, se lanza a una ensoñación de lo más singular: fantasea con rebanarle un tumor ocular a la cacatúa que tienen en casa. Una cacatúa que, por lo visto, no tiene jaula y ha cagado todo el suelo. A continuación, Laura y el ángel nos llevan a la 313 B, donde escuchamos a otro tipo monologar sobre su obsesión: envenenar a un «bicho salvaje» que se le ha colado en casa y que, según él, tiene una apariencia tan indeterminada como peligrosa. Para liquidarlo, ha distribuido por el apartamento unas 30 bolas letales que ha comprado en la ferretería.

Después, Laura golpea en la puerta 236 y el ángel nos muestra a otro de los pensionistas: un tipo que de tan ensimismado como está con el «ruidito del pensamiento interior» ve en el zumbido de las moscas una metáfora de su angustia existencial. De hecho, según él, un creciente ruido de moscas serviría para dar idea de la locura o monomanía que se desarrolla en la mente del protagonista de una película de terror que imagina. Entre otras cosas, el tipo está convencido de que la comunicación entre humanos es imposible y apela al místico sueco Swedenborg para explicar el porqué.

En la 222, el ángel nos conecta con el monólogo de un tipo que se desvive por conseguir un azucarero que venden en una tienda cercana. «Cada quien tiene un trip en el bocho...», cantaba Charly García, y el viajecito de este personaje es un azucarero. Eso sí, la tienda donde se consigue tan preciado tesoro la regentan un gigante tontuelo y una señora mayor, quienes, por obra y arte del absurdo de la ficción, ¡se niegan a vendérselo! Ella piensa que lo del azucarero es una oscura  maniobra de la portera de la pensión, doña Reina, su archienemiga desde hace tanto tiempo.

Un planta más abajo, está el apartamento 103. Allí, el ángel nos habilita a escuchar el monólogo de un señor que nos cuenta que a su señora lo que de verdad le gusta es montar «un quincho como Dios manda para que la Bruja de doña Reina tenga que venir». Y, por si en algún momento este señor pudiera parecernos gente normal, lo vemos dar de comer lentejas a cucharadas a su gata Ella... Por cierto, Ella viene de Ella Fitzgerald, que en este caso tiene casi tanto de cantante de jazz como de cantante freudiana.

Por último, en la portería, está el perro de doña Reina —conocida por otros vecinos como «esa bruja de mierda»—, un curioso especimen canino: recibe a diario las patadas de su ama y vive esperando que ella deshaga el hechizo con el que lo convirtió en perro. Y no solo eso, además nos cuenta —habla, sí, habla— que él sabe que lo «habita una voz» y que eso es lo más importante en su vida. Es más, utiliza esa voz para plantearse una duda filosófica: ¿y si su cuerpo de partida fuera el de un colibrí o el de un sapo, y no el de un humano, como él cree?


En el sótano del inconsciente

¿Qué cuenta esta extraña novela uruguaya, Pensión de animales (Estuario Editora, 2015)? He ahí la pregunta del millón con los textos que trabajan con lo irracional, lo absurdo, el delirio. De hecho, salvo por un pequeño receso explicativo que se produce en la parte de Swedenborg —y sus ángeles—, el libro aspira a noquear al lector por la intensidad de lo que cuenta, por lo inhabitual de lo que elige contar. Pensión de animales es sencilla de leer y complicada de entender (si es que hay algo que comprender, claro). De hecho, es un texto fértil a la hora de construir significados, pues admite resonancias de todo tipo.

Por eso, antes de continuar, una advertencia: estoy lejos de asegurar que mi lectura coincida con la del autor. Sin embargo, la literatura es para valientes capaces de estamparse contra una pared, como Silvestre persiguiendo a Piolín. Además, acierte o yerre, este placer intelectual de recolocar las piezas forma también parte de la lectura... Por tanto, a estamparme voy (y, a cambio, confío en aprender algo por el camino).

Diría que en la estructura de la novela encontramos una pista: todo empieza con una chica, Laura, que da un portazo y cuyos golpes en las puertas del resto de habitaciones de la pensión nos permiten conocer al vecindario del inmueble. Al final del libro —unas 115 páginas después—, ella regresa a su habitación, y lo hace con la cara serena, con los ojos como ausentes, y se echa a llorar en brazos de su pareja. Entre un momento y otro, vemos desfilar un par de veces ante nosotros a toda la caterva de personajes mencionados más arriba.

Otra cosa que cambia entre esos dos instantes es que, cuando ella sale hecha una furia, su marido se adentra en una ensoñación y comienza a fantasear con perseguir a una cacatúa a la que le ha salido una reborde carnoso de color rojo alrededor del ojo. Cuando Laura regresa, él —todavía en su ensoñación— está sumido en un largo monólogo interno sobre cómo y por qué rebanar esa excrecencia:
[...] Conforme levanto el filo del cuchillo, lo ajusto primorosamente a la base de la verruga. Esto infla y desinfla el borde carnoso del ojo, el terror varía de grado y se combina con la desesperación. Inmóvil en el centro aterrorizado de la pupila, el desasosiego se vuelve incómodo, desesperado. Es una búsqueda, una curiosidad lo que lo origina. La pupila quiere asomarse al borde carnoso y ver qué es aquello que brilla a escasos milímetros de distancia. Los repliegues rojos se lo impiden, hasta que la punta del cuchillo se refleja en la pupila negra y ya no hay curiosidad.

[...] Bueno, levanto la hoja, el pedacito de carne será seccionado como una manteca. Basta con un movimiento hacia arriba. Hay que obviar el ojo, el único peligro real. Porque si pienso en él, vacilo. El pulso se me llena de incertidumbres. Así que trato de olvidarlo, lo mismo que la cresta retraída en una sola pluma.
Y así hasta que «Supura una gota de sangre en la punta» y el personaje dice:
La gota es roja, oscura, espesa, única. No se mueve ni se cae. La perfección esférica produce una asombrosa fascinación en el espectador. Uno la miraría durante días. Parece increíble que, con este tamaño, no caiga. Inflamada como está, se mantiene en la cumbre carnosa. Sé que es irracional, pero experimento una gran atracción hacia ella. Tengo sed.
De algún modo, la novela podría leerse —y ese podría leerse corre totalmente por mi cuenta—,   como una defensa encendida de lo irracional, de la literatura como búsqueda —curiosidad— por lo que hay más allá de las fronteras de lo que habitualmente llamamos realidad. De hecho, Laura marca la entrada y la salida de lo real, y su marido —o lo que sea— es quien se queda en la cama imaginando. Y la advertencia sobre el ojo, por ejemplo, podríamos leerla como un consejo relativo a evitar escribir solo sobre lo exterior, solo sobre lo que vemos. O dicho de otro modo: desde el punto de vista estético, la novela se desmarca de esa otra literatura que representa tal cual la realidad. La que solo se ocupa del ojo, y no de la curúncula a su alrededor.

Pero, ya digo, esa lectura metaliteraria es cosa mía, que también tengo mis neuras (y mi parte irracional).

Con todo, yo diría que Pensión de animales opta, como diría Felipe Polleri, por colocarse «fuera de un marco estético socializado como literatura». Es decir: de 100 personas que entren en este libro, 80 pensarán que no es literatura, que está mal hecho, que las novelas no son así (como pasa quizá con las de Polleri). Y, sin embargo, justamente eso es algo que mantiene en pie y agrega valor a este texto: su apuesta estética; su voluntad de construir una literatura que permita vivir experiencias que, de otro modo, sería imposible que el lector y el autor tuvieran en la vida cotidiana.

Alguien podría decir que veo visiones... Y, honestamente, estaría por darle la razón, salvo porque el angustiado existencial del apartamento 236, que curiosamente es —o fue— escritor, confiesa que en algún momento de su vida quiso «entrar a saco en el sótano del inconsciente y vaciarlo hasta las lágrimas». Por tanto, quizá no sea del todo descabellada mi lectura: el inconsciente como una pensión de animales raros con los que lidiar hasta convertirlos en literatura.


La ebria melancolía de algunos ángeles

Lo otro de lo que habla —en mi modesta y racional opinión— Pensión de animales es de la imposibilidad de la comunicación entre personas. También del tedio existencial que acompaña a quienes se dan cuenta de ello y, melancólicos perdidos, palpan los gruesos muros con que el lenguaje los sabe rodear, envolver, aislar. Dicho en sencillo: resulta imposible saber qué circula por la cabeza del prójimo. Por tanto, es igual de imposible leer bien a los demás como aspirar a que los demás nos lean bien a nosotros. 

Quizá por eso el ángel ebrio —algo así como una metáfora de nuestra conciencia— sostiene que los humanos son muy «raros y difíciles». Él lo sabe por experiencia propia: vive en el altillo de la pensión y, si le dieran trabajo en una teleserie estadounidense, haría del típico vigilante encerrado en el cuarto de seguridad de un casino o de un hotel. Este ángel, en vez de revisar la grabación de las cámaras de seguridad, monitoriza los monólogos interiores de todos los seres humanos que viven en esa pensión. A tiempo completo. Sin interrupción. Y de tanto como ha escuchado y visto, de tan agotado como se siente por semejante trabajo, ha terminado con el esplín baudeleriano inflamado, con más ganas de estar ebrio que de ser ángel:
Emborracharse no sirve de mucho pero al menos disminuye el runrún. Lo amortigua, aunque es imposible olvidar que este flujo no se termina nunca. Como una máquina de nieve que siempre estuviera encendida, estos pestilentes pedacitos de nada apelmazan el suelo y agobian el aire. Imposible despejarlos, imposible despejarse. Son como granos de arena que atragantan, te inundan el pecho de cosas nimias, plomizas, desgarradoras. Y sobre todo aburridas: aburren hasta el sopor con tanta falta de ánimo, con tanta oscuridad. Son pensamientos que no tienen más valor que el que sus dueños les dan. Es decir, ninguno, absolutamente ninguno. Como la humedad de sótano, como el aire viciado de este altillo, todo lo impregnan con el agrio olor del desespero. Un aire agrio que destila los deseos muertos al nacer, los deseos que jamás se realizan, que mueren al formularse, impregnados de tristeza.
En teoría, los ángeles —según se cita aquí a Swedenborg— desempeñan un papel fundamental en la comunicación humana, entre otras razones, porque son capaces de entrar en nuestra mente, leer toda nuestra memoria y, desde ahí, con ese conocimiento, «expresarse en nuestro idioma y nuestra cultura». Además, hacen todo eso «sin saber que están usando la mente de otro». Eso sí, a su paso dejan una estela de ideas y conceptos en nuestra cabeza con los que quieren influirnos.

Vista así, obviamente la comunicación, de producirse en algún momento, es un milagro celestial. De hecho, intuyo que por esa razón el existencialista habitante de la 236, siempre atento al «ruidito del pensamiento interior», convencido como está de que ese ruido procede del esfuerzo por «reacomodar las ideas», le dice a su esposa:
Esa es la verdad. Nadie quiere aceptarla. Nos pasamos adivinando, tratando de deducir o de imaginar [qué ocurre en la cabeza del otro] y le erramos. Nadie acepta que la verdadera comunicación no existe. Que solo hay esto, un intercambio de palabras. Nada más.
Y a continuación le endilga a ella toda la explicación angeleológico-swedenborgiana.


Siempre nos quedará la curiosidad

De algún modo, el libro es una prueba fehaciente de esa incomunicación: todo este discurso que me he inventado para reseñarlo —y aquí sigo parafraseando al habitante de la 236 en la charla con su esposa— quizá no tenga nada que ver con lo que realmente debió de pasar por la cabeza de Pablo Silva, autor de la novela; sin embargo, en vez de aceptar eso —mi miopía—, persisto en construir una explicación, en intentar adivinar qué quiso decir. Acaso, como da a entender Pensión de animales, la propia comunicación tenga más de ficción de lo que imaginamos. También esta reseña, claro.

Por último, me animo a unir las dos claves de lectura —irracionalidad e incomunicación— que he dado y conformar con ellas una tercera (otra vez Silvestre persiguiendo a Piolín). Esta novela propone que, frente a la melancolía existencialista del ángel que habla a través de nosotros, siempre nos quedará la curiosidad por indagar en esa selva exuberante e interminable que es el inconsciente. Siempre estaremos a tiempo de emborrachar al ángel y escribir con intensidad desde las zonas más ignotas de nosotros, esto es, aquellas donde los bichos salvajes, los perros o las cacatúas esconden nuevas maneras de contar esta anomalía de ser humanos.

Y paro ya de inventar... Ahí viene la pared... 3, 2, 1... ¡Colisión!

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PD 01: Dado que conozco a Pablo Silva, antes de publicar la entrada, se la envié... En efecto, me confirmó que veo visiones —lo cual, en el fondo, debo decir que me produce una extraña alegría: quizá esté por descubrir mi hasta ahora inexistente veta onírico-irracionalista—; según él, y aunque tampoco está muy seguro del todo, su novela es un experimento formalista donde intentó comprimir toda la acción en el lapso de unos minutos y en un espacio que homenajea a la mítica Rue del Percebe. Con ello pretendía dar idea de que un momento tiene múltiples dimensiones y diferentes profundidades. Además, se sirvió de la teoría de los ángeles de Swedenborg, para intentar mostrar como simultáneo el lenguaje, que en realidad es siempre sucesivo (en una especie de remedo del aleph borgiano). Asimismo, cansado de que las novelas uruguayas se caractericen porque nunca pasa nada en ellas, decidió que en la suya pasase de todo..., como los cómics de Ibáñez. Y todo eso puesto a macerar en el inconsciente, claro, en un proyecto que, fue creciendo orgánicamente desde 2005 hasta 2015. En fin, así es esto de leer... y de ser leído: un fructífero acto de incomunicación.


PD 02: Hace algún tiempo, escribí esto sobre La huida inútil de Violeto Parson, la anterior novela de Pablo Silva.

13 de diciembre de 2015

Irrupciones, de Mario Levrero (parte 3)

Esta es la tercera y última entrada —o al menos la que lleva aquello de «parte 3»— sobre el libro Irrupciones (Criatura Editora, Montevideo 2013), del escritor uruguayo Mario Levrero. A las entradas 1, 2 y 2,5 se accede haciendo clic en los enlaces anteriores.

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La pelea del tiempo y el dinero

En su particular trono de las Fuerzas del Mal, además de la publicidad, Levrero guarda un sitio de honor para el interés monetario:
... todo el mundo se afana y se afana y se afana por ganar dinero y el dinero no le alcanza para cubrir todas las necesidades que cree tener, y cualquier distracción de lo que es afanarse para ganar dinero le parece una pérdida de tiempo incomprensible.
Diría que Levrero no tiene nada en contra del dinero, sino del precio que debe pagar por él, en particular en forma de tiempo y de creatividad, sus dos bienes más preciados. De hecho, su máxima aspiración no es ni ganar premios ni vivir profesionalmente de la escritura ni obtener el reconocimiento ajeno; su mayor anhelo es, como puede constatarse en Irrupciones y en varias de sus novelas, disponer de todo el tiempo a su antojo y escribir sobre aquello que sienta necesidad de escribir. En juego está no convertirse en un canalla, en alguien sin un lado espiritual, en un mero objeto. Ceder ahí es ceder en lo nuclear: en su concepto de la escritura como «acto de autoconstrucción» personal.

Levrero escribe para «rescatar fragmentos de sí mismo», y esa tarea de autoexploración le resulta tan absorbente y atractiva que quiere dedicarse de pleno a ella. En la trilogía El diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, él lo explica —narra— mejor que nadie, así que no es cuestión de detenerme ahí, salvo para subrayar que sus textos nos muestran con frecuencia un tipo de persona bastante concreto: aquella que, como suele decirse, tiene un mundo interior tan rico que no necesita apenas contacto con los demás para ser feliz, sumido como está siempre en sus mil y un proyectos personales, casi todos quiméricos o improductivos a ojos de los demás. Cualquier gerente empresarial escribiría en su cuaderno de notas: «Levrero, un especialista en perder el tiempo».

Y perder, por supuesto, no iría en cursiva.

De hecho, diría que Levrero desarrolló una escritura acorde con sus prioridades vitales, y ahí reside parte de la potencia de su mensaje: escribe desde la necesidad de escribir; escribe sobre aquello que te dé la gana. Escribe al margen del mercado, del público, de la crítica, de la tradición literaria, del reconocimiento social, de tu familia y amigos, y de todo cuanto introduzca un mecanismo de censura en aquello que sientes que debes escribir. Eso sí, por favor, sea lo que sea: escríbelo bien, haz buena literatura (cagándote, de paso, en lo que otros —que van de serios, sesudos, chispeantes, cínicos, profunditos, sabelotodo, sensibles, etc.— consideran literatura). Ah, y si vas a intentar construir un espacio literario propio, asume lo obvio: casi nadie se interesará por lo que haces y difícilmente te dará de comer; por tanto, ¿para qué malgastar el tiempo pensando en si te leen o no? Lo importante es el movimiento de autoconstrucción.

En un mundo como el actual, una concepción así solo es sostenible —sin desdoro de la dignidad— si tu familia tiene patrimonio, te toca la lotería o encuentras un mecenas financiero. En caso contrario, la versión de la Realidad que tenemos cargada en la Matrix, donde la publicidad y la lógica económica lo moldean todo (o casi), te tiene reservado un futuro dolorosamente precario. De hecho, Levrero escribió cuando todavía la sociedad de consumo no se había convertido en la de hiperconsumo y la cultura aún desempeñaba un papel relevante; es decir: cuando todavía quedaba algún resquicio para esconderse de la avalancha. Hoy, su discurso suena a vaticinio cumplido:
No puedo creer que una sociedad entera se entregue así, se deje destruir así, de un momento a otro, sin ofrecer resistencia. Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro, aunque tendría que darse cuenta de lo que hay en su mente; y lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la música de los avisos [anuncios]

[...] Lo cierto es que en poco tiempo, en pocos meses, hubo una escalada de la publicidad en los lugares públicos. Me refiero a la publicidad sonora, que invade sin remedio la mente, y para la cual no hay defensas. Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados, en los shopping centers, en los comercios de todo tipo, en las propias calles, y se me hace difícil creer que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique.
Ahí está el Kafka rioplatense, el de La ciudad, París y El lugar; el que responde, como sostiene Ignacio Echevarría en el prólogo de esa trilogía, al aforismo kafkiano de que «El mal es lo que distrae». El mal entendido como «esa conspiración de obstáculos que reiteradamente impiden a los personajes cumplir sus más sencillos propósitos».  Y si eso sucede con lo sencillo, cuánta distracción no habrá, nos dice más adelante Levrero, cuando se trata de lo complejo, es decir, de elaborar una respuesta propia ante las grandes preguntas que nos presenta la vida a diario: qué deseamos, por qué vamos a trabajar, por qué causas vamos a luchar o qué motivos tenemos para vivir.

En la era del ensordecedor runrún publicitario de respuestas prefabricadas —recomiendo ver al respecto la obra de teatro Golem—, Levrero nos ofrece un oasis de singularidad, un aliento genuino. Y casi me animaría a decir que nos da una receta sobre cómo resisitir y no perecer bajo la Gran Ola que todo lo uniforma, que cada vez nos hace más predecibles, que devora a bocados el escaso tiempo libre que el trabajo nos deja:
—Dicen —decía el hombre del bar— que la gente viaja menos en ómnibus porque no tiene plata. Yo digo que la gente viaja menos en ómnibus porque está harta de la basura que te hacen escuchar los choferes, y sobre todo de escuchar las tandas de avisos. La gente viaja menos en ómnibus porque va a pie, o toma un taxi. Las razones para que sucedan o no las cosas no son siempre económicas, como dicen los políticos. La gente también tiene sentimientos. No somos simplemente carne con ojos.
Lo reconozco: quizá todo empiece por hacerse una camiseta con la última frase y llevarla puesta siempre.


¡Perpetremos cuentos y novelas inútiles (al Sistema)!

En el «prólogo del prólogo», Felipe Polleri escribe unas líneas que suenan a manifiesto estético, a algo más que unas simples palabras a propósito de un escritor amigo:
Además, si nuestras enfermedades coincidían en un punto era en esa feroz alergia a hacer lo que nos mandaban, a obedecer, a materializar esos inconfundibles y malignos disparates que la mayoría de la gente califica de útiles e, incluso, de necesarios.
A continuación, Polleri se inflama como lo hacen los narradores de sus novelas —al menos de las que yo he leído: Los sillones marchitos, La inocencia y ¡Alemania, Alemania!—, cala la bayoneta surrealista y avanza con sus obras completas y las de Levrero —y diría que las de Leo Maslíah—  contra la trinchera del enemigo y dice:
Un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera. Un libro de ficción debe ser percibido (y así fueron percibidos los libros de Mario durante su vida y más acá) como un insulto a lo hecho y a lo que debería hacerse para construir una patria justa y solidaria.
Un pasaje, este de Polleri, que encuentra su eco en este otro mínimo fragmento que pergeña Levrero en su irrupción n.º 73:
[Esta] es mi forma de promocionar el surrealismo en un mundo muy apegado al sentido común. Todavía no he llegado a conocer una mayor belleza que la del absurdo.
Vaya por delante que no creo en la autonomía del arte y que me da urticaria el adjetivo inútil aplicado a la literatura... Sin embargo, el fragmento de Polleri, entendido en su contexto, resulta de una vehemencia tan contagiosa que dan ganas de enrolarse en su ejército y convertirse en un saboteador más del Orden Establecido. De hecho, prefiero dejar al margen mis diferencias con las palabras y quedarme con ese sentimiento enardecedor: la obra literaria concebida como un atentado contra la lógica dominante —la económica— y contra los discursos que son útiles a su causa (el publicitario, el productivista, el del sentido común, el de la gente normal, etc.). O dicho de otro modo: si la literatura no pelea contra las convenciones imperantes, entonces es que prefiere reforzarlas.

No nos quejemos luego, digo, de que otros carguen su versión de la Realidad en la Matrix y nos enjaulen en ella.


El inconsciente y sus esferas

Por último, no puedo cerrar esta reseña sin dedicar unas líneas a la pasión levreriana por excelencia: hacer de espectador de sí mismo, observar el borboteo de su inconsciente. En ese aspecto su literatura encarna un rasgo muy rioplatense que nos resulta aún bastante ajeno en España: lo psicoanalítico. Imagino que, en parte, eso explica que su obra haya carecido aquí de la repercusión que merecía; la crítica y el público españoles, por un lado, van a terapia menos de lo que deberían y, por otro, suelen estar más interesados en indagar en las claves de representación literarias de un escritor estonio, rumano o húngaro —traducido, por supuesto— que en las de un escritor latinoamericano que habla nuestro idioma de otro modo (a las listas de libros más leídos, recomendados o comprados me remito, como hizo en su día Ignacio Echevarría).

Eso sí, tampoco les culpo: casi ninguno de nuestros políticos pone a América Latina como ejemplo de nada bueno; los únicos países que acuden a su cabeza en cuanto les acercan un micrófono o les colocan una cámara delante son Dinamarca, Finlandia, Suecia, Alemania, Francia, Estados Unidos... Pocas veces escuchamos hablar de si Colombia, Argentina, Chile, Ecuador o Uruguay hacen algo bien, algo de lo que podríamos aprender y que nos serviría para mejorar nuestro país. ¿A nadie le resulta curioso?

Pero por volver al tema —y cortar de raíz la digresión anterior—: a lo largo de Irrupciones abundan las referencias solapadas a este tipo de autoobservación típicamente levreriana. De entre todas, quizá la más bella, dada su minuciosidad, precisión y nitidez, sea la que aparece en la irrupción n.º 2, al poco de abrir el libro. Son dos párrafos que explican, si se piensa en esa clave de lectura, una manera de entender la literatura:
Una esfera vacía asciende desde el fondo del mar. Nadie sabe cómo se originó; es una esfera de apariencia metálica, perfecta, que difícilmente podría ser un producto natural aparecido en los abismos oceánicos. Es lo suficientemente resistente como para haber soportado sin deformarse las enormes presiones de los abismos y, sin embargo, cuando la intenta analizar, cede fácilmente al instrumento de la investigación. Como se ha dicho, la esfera es hueca y está vacía; se busca entonces examinar a fondo la delgada materia que la forma. Se encuentra que no es metálica, como parecía a primera vista; tiene una consistencia porosa, como el corcho, pero son poros más apretados, que no dejan pasar ningún elemento. La materia porosa es laminada y con vetas, como la madera, pero más que madera parecería tratarse de una especie de plástico.

Se piensa que la función de la esfera es ascender a la superficie, ya que está vacía y no hay en la materia que la compone nada que permita pensar en alguna clase de función, ni siquiera en ninguna clase de actividad, una vez que la esfera ha llegado a la superficie. Solo ascender, y tal vez flotar, y la respuesta es una sola: se trata de un mensaje. El mensaje es sola presencia, haciendo saber que hay algo allí en los abismos oceánicos capaz de crear una esfera tal, mensaje cuya importancia justificaría la creación de la esfera.
Ahí está Levrero de cuerpo entero, en fondo y forma, con el texto como una suerte de burbuja procedente de esas fosas Marianas que llamamos inconsciente y que, en vez de explotar por el camino, se hace fuerte en su fragilidad y consigue llegar hasta la superficie consciente. ¿Es raro, absurdo, onírico, surrealista... su contenido? Qué más da: lo importante es que la burbuja supo ascender desde las profundidades para flotar ante nosotros con total convicción, tan orgullosa de su tranquilizador contorno esférico como de su desasosegante y hasta cierto punto inexplicable contenido irracional. ¿Qué quiere contarnos lo que está dentro de la esfera? Importa poco; lo relevante es que flota, que supo ascender desde un lugar remoto y del cual no siempre llegan noticias. Por tanto, lo que debería alegrarnos es haber descubierto una napa de petróleo onírico en nuestro subsuelo; el significado es lo de menos.

El propio Levrero lo menciona a raíz de un dibujo muy simple, estilo Miró, que hizo y que presentó a varias personas:
Me preocupa cuando paso mucho tiempo consumiendo, sin producir. Pero no me preocupa el significado psicológico de nada de lo que hago, ya que todo tiene significado, y todos los significados que puedan encontrarse darían para preocuparse si uno es de los que se preocupan por esas cosas, porque nada de lo que está oculto en lo profundo del alma es, digamos, liviano.
O dicho en traducción: uno también pueden pensar que el texto de la esfera... solo habla de una esfera. Que solo existe ese plano literal. En ese caso, imagino que el lector pensará que el libro es una estafa y el autor, una porquería. Está todo en su derecho. Otra cosa es que, con menos ruido publicitario en la cabeza, quizá consiguiera vislumbrar aristas de la realidad que ahora considera un invento.

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