24 de enero de 2016

Pensión de animales, Pablo Silva

Esta novela empieza con un cartel donde la administración competente dice: «En este edificio está prohibida la tenencia de niños y  animales». A continuación, aparece un ángel que vive en el altillo y que se confiesa borracho, harto como está de soportar al resto de los habitantes de la pensión, unos seres cuyo principal defecto es que no paran de «pensar y pensar». Los aguanta porque no le queda más remedio: «.. ellos están (¿o estaban?) a mi cargo», dice. También porque, haga lo que haga, escuchar ese «río interminable de resentimientos que inunda de melancolía el aire de esta pensión» es su condena, su condición. Es el precio que debe pagar por ser un ángel.

Luego, el delirio se desata aún más si cabe.

El ángel nos lleva a la habitación 323 A, donde alguien arranca diciendo: «Laura señala la cacatúa y termina de insultarme». A continuación, la tal Laura da un portazo y, bolso en mano, se lanza escaleras abajo. Más adelante, conforme avance la novela, iremos viendo cómo esta moza golpea furiosamente con su bolso cuanta puerta salga a su paso —la 313 B, la 236, la 222, la 103...—, y eso servirá de excusa narrativa para que el ángel nos muestre los respectivos monólogos interiores de quienes habitan esas instancias de la pensión.

Así, en la 323 A, el marido, novio o lo que sea de Laura, desde su cama, se lanza a una ensoñación de lo más singular: fantasea con rebanarle un tumor ocular a la cacatúa que tienen en casa. Una cacatúa que, por lo visto, no tiene jaula y ha cagado todo el suelo. A continuación, Laura y el ángel nos llevan a la 313 B, donde escuchamos a otro tipo monologar sobre su obsesión: envenenar a un «bicho salvaje» que se le ha colado en casa y que, según él, tiene una apariencia tan indeterminada como peligrosa. Para liquidarlo, ha distribuido por el apartamento unas 30 bolas letales que ha comprado en la ferretería.

Después, Laura golpea en la puerta 236 y el ángel nos muestra a otro de los pensionistas: un tipo que de tan ensimismado como está con el «ruidito del pensamiento interior» ve en el zumbido de las moscas una metáfora de su angustia existencial. De hecho, según él, un creciente ruido de moscas serviría para dar idea de la locura o monomanía que se desarrolla en la mente del protagonista de una película de terror que imagina. Entre otras cosas, el tipo está convencido de que la comunicación entre humanos es imposible y apela al místico sueco Swedenborg para explicar el porqué.

En la 222, el ángel nos conecta con el monólogo de un tipo que se desvive por conseguir un azucarero que venden en una tienda cercana. «Cada quien tiene un trip en el bocho...», cantaba Charly García, y el viajecito de este personaje es un azucarero. Eso sí, la tienda donde se consigue tan preciado tesoro la regentan un gigante tontuelo y una señora mayor, quienes, por obra y arte del absurdo de la ficción, ¡se niegan a vendérselo! Ella piensa que lo del azucarero es una oscura  maniobra de la portera de la pensión, doña Reina, su archienemiga desde hace tanto tiempo.

Un planta más abajo, está el apartamento 103. Allí, el ángel nos habilita a escuchar el monólogo de un señor que nos cuenta que a su señora lo que de verdad le gusta es montar «un quincho como Dios manda para que la Bruja de doña Reina tenga que venir». Y, por si en algún momento este señor pudiera parecernos gente normal, lo vemos dar de comer lentejas a cucharadas a su gata Ella... Por cierto, Ella viene de Ella Fitzgerald, que en este caso tiene casi tanto de cantante de jazz como de cantante freudiana.

Por último, en la portería, está el perro de doña Reina —conocida por otros vecinos como «esa bruja de mierda»—, un curioso especimen canino: recibe a diario las patadas de su ama y vive esperando que ella deshaga el hechizo con el que lo convirtió en perro. Y no solo eso, además nos cuenta —habla, sí, habla— que él sabe que lo «habita una voz» y que eso es lo más importante en su vida. Es más, utiliza esa voz para plantearse una duda filosófica: ¿y si su cuerpo de partida fuera el de un colibrí o el de un sapo, y no el de un humano, como él cree?


En el sótano del inconsciente

¿Qué cuenta esta extraña novela uruguaya, Pensión de animales (Estuario Editora, 2015)? He ahí la pregunta del millón con los textos que trabajan con lo irracional, lo absurdo, el delirio. De hecho, salvo por un pequeño receso explicativo que se produce en la parte de Swedenborg —y sus ángeles—, el libro aspira a noquear al lector por la intensidad de lo que cuenta, por lo inhabitual de lo que elige contar. Pensión de animales es sencilla de leer y complicada de entender (si es que hay algo que comprender, claro). De hecho, es un texto fértil a la hora de construir significados, pues admite resonancias de todo tipo.

Por eso, antes de continuar, una advertencia: estoy lejos de asegurar que mi lectura coincida con la del autor. Sin embargo, la literatura es para valientes capaces de estamparse contra una pared, como Silvestre persiguiendo a Piolín. Además, acierte o yerre, este placer intelectual de recolocar las piezas forma también parte de la lectura... Por tanto, a estamparme voy (y, a cambio, confío en aprender algo por el camino).

Diría que en la estructura de la novela encontramos una pista: todo empieza con una chica, Laura, que da un portazo y cuyos golpes en las puertas del resto de habitaciones de la pensión nos permiten conocer al vecindario del inmueble. Al final del libro —unas 115 páginas después—, ella regresa a su habitación, y lo hace con la cara serena, con los ojos como ausentes, y se echa a llorar en brazos de su pareja. Entre un momento y otro, vemos desfilar un par de veces ante nosotros a toda la caterva de personajes mencionados más arriba.

Otra cosa que cambia entre esos dos instantes es que, cuando ella sale hecha una furia, su marido se adentra en una ensoñación y comienza a fantasear con perseguir a una cacatúa a la que le ha salido una reborde carnoso de color rojo alrededor del ojo. Cuando Laura regresa, él —todavía en su ensoñación— está sumido en un largo monólogo interno sobre cómo y por qué rebanar esa excrecencia:
[...] Conforme levanto el filo del cuchillo, lo ajusto primorosamente a la base de la verruga. Esto infla y desinfla el borde carnoso del ojo, el terror varía de grado y se combina con la desesperación. Inmóvil en el centro aterrorizado de la pupila, el desasosiego se vuelve incómodo, desesperado. Es una búsqueda, una curiosidad lo que lo origina. La pupila quiere asomarse al borde carnoso y ver qué es aquello que brilla a escasos milímetros de distancia. Los repliegues rojos se lo impiden, hasta que la punta del cuchillo se refleja en la pupila negra y ya no hay curiosidad.

[...] Bueno, levanto la hoja, el pedacito de carne será seccionado como una manteca. Basta con un movimiento hacia arriba. Hay que obviar el ojo, el único peligro real. Porque si pienso en él, vacilo. El pulso se me llena de incertidumbres. Así que trato de olvidarlo, lo mismo que la cresta retraída en una sola pluma.
Y así hasta que «Supura una gota de sangre en la punta» y el personaje dice:
La gota es roja, oscura, espesa, única. No se mueve ni se cae. La perfección esférica produce una asombrosa fascinación en el espectador. Uno la miraría durante días. Parece increíble que, con este tamaño, no caiga. Inflamada como está, se mantiene en la cumbre carnosa. Sé que es irracional, pero experimento una gran atracción hacia ella. Tengo sed.
De algún modo, la novela podría leerse —y ese podría leerse corre totalmente por mi cuenta—,   como una defensa encendida de lo irracional, de la literatura como búsqueda —curiosidad— por lo que hay más allá de las fronteras de lo que habitualmente llamamos realidad. De hecho, Laura marca la entrada y la salida de lo real, y su marido —o lo que sea— es quien se queda en la cama imaginando. Y la advertencia sobre el ojo, por ejemplo, podríamos leerla como un consejo relativo a evitar escribir solo sobre lo exterior, solo sobre lo que vemos. O dicho de otro modo: desde el punto de vista estético, la novela se desmarca de esa otra literatura que representa tal cual la realidad. La que solo se ocupa del ojo, y no de la curúncula a su alrededor.

Pero, ya digo, esa lectura metaliteraria es cosa mía, que también tengo mis neuras (y mi parte irracional).

Con todo, yo diría que Pensión de animales opta, como diría Felipe Polleri, por colocarse «fuera de un marco estético socializado como literatura». Es decir: de 100 personas que entren en este libro, 80 pensarán que no es literatura, que está mal hecho, que las novelas no son así (como pasa quizá con las de Polleri). Y, sin embargo, justamente eso es algo que mantiene en pie y agrega valor a este texto: su apuesta estética; su voluntad de construir una literatura que permita vivir experiencias que, de otro modo, sería imposible que el lector y el autor tuvieran en la vida cotidiana.

Alguien podría decir que veo visiones... Y, honestamente, estaría por darle la razón, salvo porque el angustiado existencial del apartamento 236, que curiosamente es —o fue— escritor, confiesa que en algún momento de su vida quiso «entrar a saco en el sótano del inconsciente y vaciarlo hasta las lágrimas». Por tanto, quizá no sea del todo descabellada mi lectura: el inconsciente como una pensión de animales raros con los que lidiar hasta convertirlos en literatura.


La ebria melancolía de algunos ángeles

Lo otro de lo que habla —en mi modesta y racional opinión— Pensión de animales es de la imposibilidad de la comunicación entre personas. También del tedio existencial que acompaña a quienes se dan cuenta de ello y, melancólicos perdidos, palpan los gruesos muros con que el lenguaje los sabe rodear, envolver, aislar. Dicho en sencillo: resulta imposible saber qué circula por la cabeza del prójimo. Por tanto, es igual de imposible leer bien a los demás como aspirar a que los demás nos lean bien a nosotros. 

Quizá por eso el ángel ebrio —algo así como una metáfora de nuestra conciencia— sostiene que los humanos son muy «raros y difíciles». Él lo sabe por experiencia propia: vive en el altillo de la pensión y, si le dieran trabajo en una teleserie estadounidense, haría del típico vigilante encerrado en el cuarto de seguridad de un casino o de un hotel. Este ángel, en vez de revisar la grabación de las cámaras de seguridad, monitoriza los monólogos interiores de todos los seres humanos que viven en esa pensión. A tiempo completo. Sin interrupción. Y de tanto como ha escuchado y visto, de tan agotado como se siente por semejante trabajo, ha terminado con el esplín baudeleriano inflamado, con más ganas de estar ebrio que de ser ángel:
Emborracharse no sirve de mucho pero al menos disminuye el runrún. Lo amortigua, aunque es imposible olvidar que este flujo no se termina nunca. Como una máquina de nieve que siempre estuviera encendida, estos pestilentes pedacitos de nada apelmazan el suelo y agobian el aire. Imposible despejarlos, imposible despejarse. Son como granos de arena que atragantan, te inundan el pecho de cosas nimias, plomizas, desgarradoras. Y sobre todo aburridas: aburren hasta el sopor con tanta falta de ánimo, con tanta oscuridad. Son pensamientos que no tienen más valor que el que sus dueños les dan. Es decir, ninguno, absolutamente ninguno. Como la humedad de sótano, como el aire viciado de este altillo, todo lo impregnan con el agrio olor del desespero. Un aire agrio que destila los deseos muertos al nacer, los deseos que jamás se realizan, que mueren al formularse, impregnados de tristeza.
En teoría, los ángeles —según se cita aquí a Swedenborg— desempeñan un papel fundamental en la comunicación humana, entre otras razones, porque son capaces de entrar en nuestra mente, leer toda nuestra memoria y, desde ahí, con ese conocimiento, «expresarse en nuestro idioma y nuestra cultura». Además, hacen todo eso «sin saber que están usando la mente de otro». Eso sí, a su paso dejan una estela de ideas y conceptos en nuestra cabeza con los que quieren influirnos.

Vista así, obviamente la comunicación, de producirse en algún momento, es un milagro celestial. De hecho, intuyo que por esa razón el existencialista habitante de la 236, siempre atento al «ruidito del pensamiento interior», convencido como está de que ese ruido procede del esfuerzo por «reacomodar las ideas», le dice a su esposa:
Esa es la verdad. Nadie quiere aceptarla. Nos pasamos adivinando, tratando de deducir o de imaginar [qué ocurre en la cabeza del otro] y le erramos. Nadie acepta que la verdadera comunicación no existe. Que solo hay esto, un intercambio de palabras. Nada más.
Y a continuación le endilga a ella toda la explicación angeleológico-swedenborgiana.


Siempre nos quedará la curiosidad

De algún modo, el libro es una prueba fehaciente de esa incomunicación: todo este discurso que me he inventado para reseñarlo —y aquí sigo parafraseando al habitante de la 236 en la charla con su esposa— quizá no tenga nada que ver con lo que realmente debió de pasar por la cabeza de Pablo Silva, autor de la novela; sin embargo, en vez de aceptar eso —mi miopía—, persisto en construir una explicación, en intentar adivinar qué quiso decir. Acaso, como da a entender Pensión de animales, la propia comunicación tenga más de ficción de lo que imaginamos. También esta reseña, claro.

Por último, me animo a unir las dos claves de lectura —irracionalidad e incomunicación— que he dado y conformar con ellas una tercera (otra vez Silvestre persiguiendo a Piolín). Esta novela propone que, frente a la melancolía existencialista del ángel que habla a través de nosotros, siempre nos quedará la curiosidad por indagar en esa selva exuberante e interminable que es el inconsciente. Siempre estaremos a tiempo de emborrachar al ángel y escribir con intensidad desde las zonas más ignotas de nosotros, esto es, aquellas donde los bichos salvajes, los perros o las cacatúas esconden nuevas maneras de contar esta anomalía de ser humanos.

Y paro ya de inventar... Ahí viene la pared... 3, 2, 1... ¡Colisión!

*

PD 01: Dado que conozco a Pablo Silva, antes de publicar la entrada, se la envié... En efecto, me confirmó que veo visiones —lo cual, en el fondo, debo decir que me produce una extraña alegría: quizá esté por descubrir mi hasta ahora inexistente veta onírico-irracionalista—; según él, y aunque tampoco está muy seguro del todo, su novela es un experimento formalista donde intentó comprimir toda la acción en el lapso de unos minutos y en un espacio que homenajea a la mítica Rue del Percebe. Con ello pretendía dar idea de que un momento tiene múltiples dimensiones y diferentes profundidades. Además, se sirvió de la teoría de los ángeles de Swedenborg, para intentar mostrar como simultáneo el lenguaje, que en realidad es siempre sucesivo (en una especie de remedo del aleph borgiano). Asimismo, cansado de que las novelas uruguayas se caractericen porque nunca pasa nada en ellas, decidió que en la suya pasase de todo..., como los cómics de Ibáñez. Y todo eso puesto a macerar en el inconsciente, claro, en un proyecto que, fue creciendo orgánicamente desde 2005 hasta 2015. En fin, así es esto de leer... y de ser leído: un fructífero acto de incomunicación.


PD 02: Hace algún tiempo, escribí esto sobre La huida inútil de Violeto Parson, la anterior novela de Pablo Silva.

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