4 de julio de 2015

Las arañas de Marte, Gustavo Espinosa

01 | Una novela con destinatario. Un tipo de novela que, por desgracia, escasea es el de la novela con destinatario. Es decir: el de la novela que argumenta e incluye en sí misma la explicación de qué cuenta, por qué, a quién y para qué. De hecho, la academia, la crítica o el mercado —esa troika que reparte prestigios y desprestigios literarios, que decide quién se puede pagar una hipoteca y quién no, etc.— suele opinar que son feas o peores que otras porque, en vez de centrarse en el mero entretenimiento o conformarse con alcanzar un efecto estético, buscan el impacto político. Y ya se sabe: esa troika tiene un sentido muy profiláctico del arte (por ejemplo, les encanta hablar de lo hermosamente inútil que es). Por suerte, cada tanto aparece alguien que propone algo excéntrico a esas tres instituciones y que nos redibuja a los lectores los márgenes del discurso literario hegemónico. Las arañas de Marte (Casa Editorial Hum, 2013), del uruguayo Gustavo Espinosa, forma parte de esa tradición rupturista.

02 | Las circunstancias históricas. Esta novela de título tan David Bowie retoma un hecho ocurrido durante el verano austral de 1975 en la pequeña localidad uruguaya de Treinta y Tres. El entonces general Gregorio Álvarez —y luego futuro dictador de la nación— organizó un operativo para detener ilegalmente a casi medio centenar de militantes de la UJC (Unión de la Juventud Comunista), la mayoría menores de 18 años y ninguno de ellos involucrado en la lucha armada. Además de picaneos, violaciones, quemaduras y demás torturas clásicas de la época, quizá lo novedoso sea que Álvarez siguió castigando a los adolescentes incluso una vez liberados: por un lado, emitió un comunicado donde los acusaba de haber organizado orgías y de propagar enfermedades venéreas; por otro, les impidió que siguieran estudiando. Todo esto está más y mejor contado en esta entrevista radial con Mauricio Almada, autor de El comunicado más vil de la dictadura (Fin de Siglo, 2015), y en esta otra con Gustavo Espinosa.

03 | Un militante algo confundido.
El narrador es Enrique Segovia, natural de Treinta y Tres, que se exilió a Suecia en 1975; allí se especializó en literatura y devino en el «académico cómodo y mediocre de hoy». Y desde esa posición de exiliado, recuerda 30 o 40 años después lo sucedido aquel verano. Así, Segovia explica que entonces él era un adolescente más del pueblo afiliado a la Unión de la Juventud Democrática —organización que incluía, si he entendido bien, a la comunista UJC— y que, acné y guitarra mediante, se oponía de manera pacífica a la dictadura. A decir suyo, él era «un militante medio abstracto, encapsulado en un dogma de discos y de consignas»; de hecho, considera que su aspecto de melenudo era menos tributario «del Che que de Mick Ronson, el guitarrista de Bowie». En su peligrosa escala de valores, por encima de la música, solo estaba el sexo.

04 | Los apuntes del narrador. En esencia, la novela son las notas que toma Segovia sobre aquel verano. Al margen de todo tipo de reflexiones sobre la confusa militancia político-musical que practicaba, el narrador también recoge su historia personal con Román Ríos (trovero), Viali Amor (vedet) y el petiso Simonetti (proxeneta), con quienes estuvo trabajando y conviviendo una temporada tras ganar un concurso musical local al que se presentó para conseguir fondos para la UJD. Vencer en ese certamen le supuso entrar en una suerte de bohemia a lo David Bowie, pero a escala lumpen: chupar whisky y guitarrear con Román, disfrutar del goloso erotismo de Viali, ganar dinero fácil tocando en los saraos que organizaba Simonetti. También heredar el cuaderno Mis trabajos, que recogía buena parte de la producción musical y poética de Román Ríos.

05 | Una ironía folclórica. El fin último de sus notas, según cuenta Segovia, es enviárselas a un amigo que ahora es un escritor de éxito tipo Stieg Larson —pero en Anagrama y con prestigiosas influencias de Martin Amis, J. G. Ballard o Kurt Vonnegut— y pedirle que escriba una novela sobre lo sucedido. Este destinatario resulta ser tan poliédrico que parece más literario que real; de hecho, si bien desconocemos su nombre, sabemos de él bastante, en particular de sus gustos estéticos. Por ejemplo, su credo artístico se ajusta a lo que la troika literaria considera cool. A decir de Segovia, eso vendría a ser —casi literalmente— libros ágiles, urbanos, llenos de rock and roll y de comida chatarra, donde muchachas punk bulímicas se resignan a que un dealer baboso se las coja por el culo y donde los personajes cogen, asesinan o se drogan vertiginosamente frente a sus webcams. Por tanto, es irónica la petición: ¿o es que un narrador de «melodramas posmodernos» puede estar interesado en contar semejante «epopeya de tugurio»?

06 | El doble lazo. En 1975, Segovia y su anónimo amigo pertenecían a clases sociales distintas, enfrentadas entre sí: uno era el hijo de un conductor de autobuses; el otro lo era de una típica familia de la burguesía provincial prodictadura. Ambos mantenían un fértil intercambio cultural que incluía desde discos de rock anglosajón a novelas de Bioy Casares, y que excluía, claro está, toda conversación política. Es decir: ambos eran un ejemplo de afinidad estética y disonancia política. Esta última, por desinformada y confusa que fuera, es la que sin embargo les depararía vidas muy distintas a los dos: Segovia debió exiliarse tras huir de chiripa del operativo militar contra la UJD y la UJC, mientras que su amigo estudió en la universidad de Montevideo y luego se mudó a Buenos Aires. Ahora, que la conversación incluye lo político, la disonancia se extiende también, curiosamente, hacia lo estético.

07 | Abolir el cuerpo. 
Algo que transmite la novela con una nitidez inquietante es que el terrorismo de Estado es quizá la encarnación más vívida del nihilismo. De hecho, las dictaduras se caracterizan por algo diábolico: en nombre de una supuesta —inventada— corrupción moral, son capaces de «abolir el cuerpo», según Segovia. Es más: saben hacernos desaparecer tan bien, son tan expertos en reducirnos literalmente a nada, que pueden convertir la vida de un mártir involuntario y absurdo, como Román Ríos, en olvido puro, en pura inexistencia. «La verdad, Quique, nunca he visto un desaparecido tan desaparecido, tan solo», le dice a Segovia una antigua compañera vinculada a una ONG. Y este, que aún conserva el cuaderno donde Ríos escribió sus décimas, canciones y otras letanías para fiestas de pueblo, nos deja claro a los lectores que sus apuntes tratan de restituir el cuerpo de Ríos, ese que otros abolieron.

08 | Érase un hombre pegado a una nariz.  Esa restitución de lo físico a través de la escritura se produce desde el primer párrafo de la novela. Las arañas de Marte comienza con un potente primer plano sobre la cara del beodo Román Ríos, que baja a un plano de detalle sobre su apéndice más notable: «La nariz era como una terminal de várices macizas. Cada vez que hablaba con él, aunque me estuviera diciendo cosas interesantes, yo me distraía —o me concentraba— en la nariz. Tenía miedo y esperanza de ver estallar en ella algún geyser microscópico de venitas cobalto». Esa imagen fuerte y cromática, como la define el propio Segovia, tiene continuidad a lo largo de la novela en múltiples calificativos, como nariz «de morrón maligno», «berenjena tornasolada» o «de breva crasa». Es imposible cerrar este libro y no recordar, además de los poemas y canciones de Román Ríos, su nariz; esa nariz que «le enjoyaba la cara como un coágulo grande y vivo». Una nariz de borracho desaparecida por circunstancias tan crueles como absurdas. Una nariz tan política como estética, digo.

09 | Un trabajador nato de la prosa. Espinosa es uno de esos autores consciente de todas las palabras que pone en cada página de su libro. No hay fragmento de Las arañas de Marte que no transmita la sensación de estar ante un orfebre, ante un integrista flaubertiano que entrega pulido y abrillantado cada párrafo, cada oración, cada palabra. De hecho, lo primero que salta a la vista es el estilo: Espinosa es un estilista superlativo. Su prosa posee una factura tan excelente que es capaz de abrirse paso por sí sola en la página en blanco, independientemente de si el lector es capaz de conectar o no el plano discursivo con el estrictamente narrativo. Además, es una prosa de una belleza singular: su lirismo es antipreciosista —y, sin embargo, por momentos, barroco—, extremadamente culto, pleno de autoconciencia narrativa y sabe dejar un exacto rastro de mugre lumpen allí por donde pasa.

10 | El poscoito como estética.  Ese lirismo antipreciosista culto-lumpen podría definirse a partir de un pasaje donde Segovia, encandilado ante el descubrimiento de la «compleja, brillosa, rosada y gigante» concha de Viali Amor, se piensa a sí mismo a través de una enumeración con cierto sabor antiborgeano:
Como nos sucede a todos, yo he sido muchos tipos diferentes desde el incipiente guitarrero de entonces hasta el académico cómodo y mediocre de hoy. He visto el talón tristísimo de un feto en formol, he visto encías de cantante de blues, pulpa de durazno junto al carozo, orejas plegadas de cerdo, heladerías fabulosas, nalgas de ángel en el Museo del Prado, cadillacs de película rock a billy, puntillas de enagua de muñeca antigua, carne de salmón en vitrinas congeladas. Y cada vez he recordado que eso que estoy viendo no es el color rosado que vi aquel anochecer, entre vahos de flit y cigarrillos Kendall, en la vagina humeante de Viali Amor.
A continuación, lejos de contar los pormenores de semejante encuentro sexual de alto voltaje, Segovia se limita a decirnos una frase magistral —esa frase que Borges jamás le habría escrito a Beatriz Viterbo—: «Fue dura la lucha contra la calma lacia del poscoito». No hace falta mucho más para resumir qué clase de narrador es Gustavo Espinosa.

11 | ¿A qué suenan estas arañas uruguayas?
A mí —miope, calvo y bajito, y español—, Espinosa me parece un buena mezcla entre el académico, serio y político Martín Kohan (Dos veces junio, Museo de la Revolución, etc.) y el irreverente y punzante Fogwill (Los pichiciegos, Muchacha punk, etc.). A eso le añadiría un chorro de autoconciencia narrativa al estilo David Foster Wallace y otro de antipoética retranca a lo Nicanor Parra. Por último, lo aromatizaría todo con esa rara esencia narrativa que caracteriza a cierta literatura uruguaya y cuyo ingrediente secreto parece estar relacionado con la inexistencia de un star system en el país; esa literatura capaz de alumbrar a escritores tan genuinos como Mario Levrero, Felipe Polleri, Armonía Somers o Marosa di Giorgio. Y, sobre todo, Las arañas de Marte suena a novela que alguien debería publicar en España por el bien de nuestra salud cultural antitroika... No se me ocurre nadie que sea capaz de escribir una obra similar.

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PD. Algunas reseñas menos erráticas, más clásicas y, sobre todo, más uruguayas pueden leerse aquí, aquí y aquí. Y también es recomendable esta entrevista en El País.

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