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22 de octubre de 2021

Presentación de «Imborrables» en Buenos Aires

 

Participé en este libro con la semblanza de dos personajes uruguayos: Rebeca Linke, la protagonista de La mujer desnuda, de Armonía Somers, y la hermana del medio, la voz que narra Pronto, listos, ya, de Inés Bortargaray. En realidad, entregué una tercera semblanza, sobre la también uruguaya Ana Armendáriz, de Todo termina aquí, de Gustavo Espinosa; pero esta, al final no fue incluida.

Aunque no podré estar en la presentación, quizá alguien lea este mensaje, le interese y sí pueda. A tal fin, copio y pego el texto que promociona el libro:
Esta obra se propone como una guía artística a la que el lector puede acudir para reencontrarse con la historia literaria de ambas márgenes del Río de la Plata y la de muchos de sus protagonistas. Acompañan a los textos las ilustraciones de Noemí Spadaro, Marcela Motta y María Pinto, que supieron captar el rasgo justo que define al retratado, en una galería biográfica compartida con más de cuarenta escritoras y escritores.

Toda antología es necesariamente un juego de inclusiones y exclusiones. De ahí la elección de un álbum y no de un diccionario para plasmar estas siluetas, más cercanas a una suma de entrañables evocaciones que al fruto de una exégesis biográfica o enciclopédica. Completa la apuesta una serie de entregas temáticas —detectives, niñas y niños, pasiones, bestiarios, personajes secundarios, desiertos, dúos, invenciones, muertes—, que viene a ofrecer un abordaje marginal e insoslayable a las ficciones más luminosas del Río de la Plata.

7 de mayo de 2020

Entrevista a Gustavo Espinosa / CTXT

A finales de enero nos visitó el escritor uruguayo Gustavo Espinosa, que estaba de viaje por Europa. A su paso por Madrid, presentó el Tríptico de Treinta y Tres, que reúne sus tres mejores novelas en un solo volumen: Las arañas de Marte, Carlota podrida y Todo termina aquí (en ese orden). El libro, publicado por la editorial valenciana Contrabando, tiene unas 430 páginas y lleva prólogo mío. La puesta de largo a este lado del Atlántico fue en nuestra bienamada librería Juan Rulfo, donde Miguel Blasco (coordinador editorial de Contrabando) y quien esto escribe acompañamos al autor lo que mejor que pudimos y supimos.

Además, y aprovechando esta vez que el río Olimar pasaba cerca de Madrid, entrevisté a Espinosa para El Ministerio, la sección de la revista CTXT donde colaboro desde hace algo más de dos años. Después de tantos días leyendo y releyendo su obra completa —incluidas China es un frasco de fetos y Cólico miserere, inencontrables por ahora en España—, fue un placer conversar con Espinosa sobre su barroquísima, desmesurada y militante estética.

Eso sí, tras hacerlo y ver que se llevaba para Uruguay una edición crítica del Libro del buen amor o saber que leía con deleite La celestina, me quedaron más claras las fuentes de las que bebe su prosa, tan difícil de catalogar. También llegué a la conclusión de que hay que darle dos, tres y hasta cuatro oportunidades a los poemas de Góngora, aunque uno sea algo refractario a ese culteranismo... Al fin y al cabo, la próxima obra de Espinosa, Galaxia Góngora, estará dedicada a su autor fetiche.

A modo de complemento, añado esta reseña que escribí en el blog sobre Las arañas de Marte allá por 2015. También esta entrevista aparecida recientemente en la revista uruguaya Brecha, donde Espinosa habla sobre el coronavirus, su escritura o la edición española de su obra.

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Gustavo Espinosa / Escritor uruguayo, autor de ‘Tríptico de treinta y tres’
 

“Quizá sea el momento 

de construir un espacio de inutilidad sagrada” 

Rubén A. Arribas 15/03/2020 

 


Gustavo Espinosa, fotografiado en Madrid el pasado enero, por Laura Caorsi

La infancia y la adolescencia de Gustavo Espinosa discurrieron en un hogar humilde donde la literatura todavía desempeñaba un papel relevante en la vida familiar. Nacido en 1961 en Treinta y Tres –una pequeña ciudad del noreste de Uruguay–, este poeta, novelista e intelectual uruguayo explica que en su casa no había muchos libros, pero que estos eran de calidad. Hijo de un carpintero y de una ama de casa, Espinosa les debe a sus padres haber conocido a Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez. Una tía completó el triángulo necesario para convertirlo en un lector más en la familia.

“El boom latinoamericano ha sido un fenómeno bastante vilipendiado en las últimas décadas –sostiene Espinosa–; sin embargo, aquel fue un fenómeno de transnacionalización y democratización de la buena literatura”. Lo dice no solo con la autoridad que le dan los libros publicados y los premios recibidos, sino también con la de llevar treinta años ejerciendo como profesor de literatura en el mismo instituto donde estudió como alumno: el Liceo N.º 1 Dr. Nilo L. Goyoaga. A continuación, agrega: “Yo recuerdo ver en casa de mis viejos, allá por 1970 o 1971, la edición de Sudamericana de Cien años de soledad”. El ejemplo lo trae a colación de un hecho que le inquieta: le cuesta imaginar una situación análoga a la suya en muchas familias de hoy, pertenezcan estas o no a las clases populares.




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Un par de fotos de la presentación del Tríptico de Treinta y Tres en la librería Juan Rulfo (Madrid)


De izqda. a dcha.: Miguel Blasco, Gustavo Espinosa y Rubén A. Arribas
Llenamos la librería Juan Rulfo. ¡Gracias por venir!

21 de enero de 2020

Prólogo y presentación de «Tríptico de Treinta y Tres», de Gustavo Espinosa



El  jueves 30 de enero volveremos a reunirnos en Madrid en pro de la literatura uruguaya. Esta vez nos visita Gustavo Espinosa, quien acaba de publicar Tríptico de Treinta y Tres en España. El encuentro será en nuestro fortín y horario habituales: librería Juan Rulfo (metro Moncloa) a las 19 h.

Miguel Blasco (coordinador de Ed. Contrabando) y yo (prologuista) conversaremos con Espinosa sobre su concepto barroco de la literatura; una literatura donde caben los personajes marginales, la dictadura uruguaya, el rock argentino de los 70, el blues, el cine, lo intelectual o Góngora (sí, lo he escrito bien: Góngora...).

Este tríptico recoge en un solo tomo tres novelas que fueron publicadas en Uruguay por separado: Carlota podrida, Las arañas de Marte y Todo termina aquí. Con esas obras, entre otros galardones, Espinosa ha ganado el Premio Nacional de Literatura y dos veces el Bartolomé Hidalgo. Si queréis saber más de él, echadle un vistazo al prólogo (que para eso lo escribí y está disponible en la web de Contrabando).
A modo de complemento, añado esta reseña que escribí en el blog sobre Las arañas de Marte en 2015. Lo que pedía entonces es hoy una realidad: que se publicase a este enorme escritor uruguayo. En breve, brindaremos por ello. ¡Os esperamos!

4 de julio de 2015

Las arañas de Marte, Gustavo Espinosa

01 | Una novela con destinatario. Un tipo de novela que, por desgracia, escasea es el de la novela con destinatario. Es decir: el de la novela que argumenta e incluye en sí misma la explicación de qué cuenta, por qué, a quién y para qué. De hecho, la academia, la crítica o el mercado —esa troika que reparte prestigios y desprestigios literarios, que decide quién se puede pagar una hipoteca y quién no, etc.— suele opinar que son feas o peores que otras porque, en vez de centrarse en el mero entretenimiento o conformarse con alcanzar un efecto estético, buscan el impacto político. Y ya se sabe: esa troika tiene un sentido muy profiláctico del arte (por ejemplo, les encanta hablar de lo hermosamente inútil que es). Por suerte, cada tanto aparece alguien que propone algo excéntrico a esas tres instituciones y que nos redibuja a los lectores los márgenes del discurso literario hegemónico. Las arañas de Marte (Casa Editorial Hum, 2013), del uruguayo Gustavo Espinosa, forma parte de esa tradición rupturista.

02 | Las circunstancias históricas. Esta novela de título tan David Bowie retoma un hecho ocurrido durante el verano austral de 1975 en la pequeña localidad uruguaya de Treinta y Tres. El entonces general Gregorio Álvarez —y luego futuro dictador de la nación— organizó un operativo para detener ilegalmente a casi medio centenar de militantes de la UJC (Unión de la Juventud Comunista), la mayoría menores de 18 años y ninguno de ellos involucrado en la lucha armada. Además de picaneos, violaciones, quemaduras y demás torturas clásicas de la época, quizá lo novedoso sea que Álvarez siguió castigando a los adolescentes incluso una vez liberados: por un lado, emitió un comunicado donde los acusaba de haber organizado orgías y de propagar enfermedades venéreas; por otro, les impidió que siguieran estudiando. Todo esto está más y mejor contado en esta entrevista radial con Mauricio Almada, autor de El comunicado más vil de la dictadura (Fin de Siglo, 2015), y en esta otra con Gustavo Espinosa.

03 | Un militante algo confundido.
El narrador es Enrique Segovia, natural de Treinta y Tres, que se exilió a Suecia en 1975; allí se especializó en literatura y devino en el «académico cómodo y mediocre de hoy». Y desde esa posición de exiliado, recuerda 30 o 40 años después lo sucedido aquel verano. Así, Segovia explica que entonces él era un adolescente más del pueblo afiliado a la Unión de la Juventud Democrática —organización que incluía, si he entendido bien, a la comunista UJC— y que, acné y guitarra mediante, se oponía de manera pacífica a la dictadura. A decir suyo, él era «un militante medio abstracto, encapsulado en un dogma de discos y de consignas»; de hecho, considera que su aspecto de melenudo era menos tributario «del Che que de Mick Ronson, el guitarrista de Bowie». En su peligrosa escala de valores, por encima de la música, solo estaba el sexo.

04 | Los apuntes del narrador. En esencia, la novela son las notas que toma Segovia sobre aquel verano. Al margen de todo tipo de reflexiones sobre la confusa militancia político-musical que practicaba, el narrador también recoge su historia personal con Román Ríos (trovero), Viali Amor (vedet) y el petiso Simonetti (proxeneta), con quienes estuvo trabajando y conviviendo una temporada tras ganar un concurso musical local al que se presentó para conseguir fondos para la UJD. Vencer en ese certamen le supuso entrar en una suerte de bohemia a lo David Bowie, pero a escala lumpen: chupar whisky y guitarrear con Román, disfrutar del goloso erotismo de Viali, ganar dinero fácil tocando en los saraos que organizaba Simonetti. También heredar el cuaderno Mis trabajos, que recogía buena parte de la producción musical y poética de Román Ríos.

05 | Una ironía folclórica. El fin último de sus notas, según cuenta Segovia, es enviárselas a un amigo que ahora es un escritor de éxito tipo Stieg Larson —pero en Anagrama y con prestigiosas influencias de Martin Amis, J. G. Ballard o Kurt Vonnegut— y pedirle que escriba una novela sobre lo sucedido. Este destinatario resulta ser tan poliédrico que parece más literario que real; de hecho, si bien desconocemos su nombre, sabemos de él bastante, en particular de sus gustos estéticos. Por ejemplo, su credo artístico se ajusta a lo que la troika literaria considera cool. A decir de Segovia, eso vendría a ser —casi literalmente— libros ágiles, urbanos, llenos de rock and roll y de comida chatarra, donde muchachas punk bulímicas se resignan a que un dealer baboso se las coja por el culo y donde los personajes cogen, asesinan o se drogan vertiginosamente frente a sus webcams. Por tanto, es irónica la petición: ¿o es que un narrador de «melodramas posmodernos» puede estar interesado en contar semejante «epopeya de tugurio»?

06 | El doble lazo. En 1975, Segovia y su anónimo amigo pertenecían a clases sociales distintas, enfrentadas entre sí: uno era el hijo de un conductor de autobuses; el otro lo era de una típica familia de la burguesía provincial prodictadura. Ambos mantenían un fértil intercambio cultural que incluía desde discos de rock anglosajón a novelas de Bioy Casares, y que excluía, claro está, toda conversación política. Es decir: ambos eran un ejemplo de afinidad estética y disonancia política. Esta última, por desinformada y confusa que fuera, es la que sin embargo les depararía vidas muy distintas a los dos: Segovia debió exiliarse tras huir de chiripa del operativo militar contra la UJD y la UJC, mientras que su amigo estudió en la universidad de Montevideo y luego se mudó a Buenos Aires. Ahora, que la conversación incluye lo político, la disonancia se extiende también, curiosamente, hacia lo estético.

07 | Abolir el cuerpo. 
Algo que transmite la novela con una nitidez inquietante es que el terrorismo de Estado es quizá la encarnación más vívida del nihilismo. De hecho, las dictaduras se caracterizan por algo diábolico: en nombre de una supuesta —inventada— corrupción moral, son capaces de «abolir el cuerpo», según Segovia. Es más: saben hacernos desaparecer tan bien, son tan expertos en reducirnos literalmente a nada, que pueden convertir la vida de un mártir involuntario y absurdo, como Román Ríos, en olvido puro, en pura inexistencia. «La verdad, Quique, nunca he visto un desaparecido tan desaparecido, tan solo», le dice a Segovia una antigua compañera vinculada a una ONG. Y este, que aún conserva el cuaderno donde Ríos escribió sus décimas, canciones y otras letanías para fiestas de pueblo, nos deja claro a los lectores que sus apuntes tratan de restituir el cuerpo de Ríos, ese que otros abolieron.

08 | Érase un hombre pegado a una nariz.  Esa restitución de lo físico a través de la escritura se produce desde el primer párrafo de la novela. Las arañas de Marte comienza con un potente primer plano sobre la cara del beodo Román Ríos, que baja a un plano de detalle sobre su apéndice más notable: «La nariz era como una terminal de várices macizas. Cada vez que hablaba con él, aunque me estuviera diciendo cosas interesantes, yo me distraía —o me concentraba— en la nariz. Tenía miedo y esperanza de ver estallar en ella algún geyser microscópico de venitas cobalto». Esa imagen fuerte y cromática, como la define el propio Segovia, tiene continuidad a lo largo de la novela en múltiples calificativos, como nariz «de morrón maligno», «berenjena tornasolada» o «de breva crasa». Es imposible cerrar este libro y no recordar, además de los poemas y canciones de Román Ríos, su nariz; esa nariz que «le enjoyaba la cara como un coágulo grande y vivo». Una nariz de borracho desaparecida por circunstancias tan crueles como absurdas. Una nariz tan política como estética, digo.

09 | Un trabajador nato de la prosa. Espinosa es uno de esos autores consciente de todas las palabras que pone en cada página de su libro. No hay fragmento de Las arañas de Marte que no transmita la sensación de estar ante un orfebre, ante un integrista flaubertiano que entrega pulido y abrillantado cada párrafo, cada oración, cada palabra. De hecho, lo primero que salta a la vista es el estilo: Espinosa es un estilista superlativo. Su prosa posee una factura tan excelente que es capaz de abrirse paso por sí sola en la página en blanco, independientemente de si el lector es capaz de conectar o no el plano discursivo con el estrictamente narrativo. Además, es una prosa de una belleza singular: su lirismo es antipreciosista —y, sin embargo, por momentos, barroco—, extremadamente culto, pleno de autoconciencia narrativa y sabe dejar un exacto rastro de mugre lumpen allí por donde pasa.

10 | El poscoito como estética.  Ese lirismo antipreciosista culto-lumpen podría definirse a partir de un pasaje donde Segovia, encandilado ante el descubrimiento de la «compleja, brillosa, rosada y gigante» concha de Viali Amor, se piensa a sí mismo a través de una enumeración con cierto sabor antiborgeano:
Como nos sucede a todos, yo he sido muchos tipos diferentes desde el incipiente guitarrero de entonces hasta el académico cómodo y mediocre de hoy. He visto el talón tristísimo de un feto en formol, he visto encías de cantante de blues, pulpa de durazno junto al carozo, orejas plegadas de cerdo, heladerías fabulosas, nalgas de ángel en el Museo del Prado, cadillacs de película rock a billy, puntillas de enagua de muñeca antigua, carne de salmón en vitrinas congeladas. Y cada vez he recordado que eso que estoy viendo no es el color rosado que vi aquel anochecer, entre vahos de flit y cigarrillos Kendall, en la vagina humeante de Viali Amor.
A continuación, lejos de contar los pormenores de semejante encuentro sexual de alto voltaje, Segovia se limita a decirnos una frase magistral —esa frase que Borges jamás le habría escrito a Beatriz Viterbo—: «Fue dura la lucha contra la calma lacia del poscoito». No hace falta mucho más para resumir qué clase de narrador es Gustavo Espinosa.

11 | ¿A qué suenan estas arañas uruguayas?
A mí —miope, calvo y bajito, y español—, Espinosa me parece un buena mezcla entre el académico, serio y político Martín Kohan (Dos veces junio, Museo de la Revolución, etc.) y el irreverente y punzante Fogwill (Los pichiciegos, Muchacha punk, etc.). A eso le añadiría un chorro de autoconciencia narrativa al estilo David Foster Wallace y otro de antipoética retranca a lo Nicanor Parra. Por último, lo aromatizaría todo con esa rara esencia narrativa que caracteriza a cierta literatura uruguaya y cuyo ingrediente secreto parece estar relacionado con la inexistencia de un star system en el país; esa literatura capaz de alumbrar a escritores tan genuinos como Mario Levrero, Felipe Polleri, Armonía Somers o Marosa di Giorgio. Y, sobre todo, Las arañas de Marte suena a novela que alguien debería publicar en España por el bien de nuestra salud cultural antitroika... No se me ocurre nadie que sea capaz de escribir una obra similar.

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PD. Algunas reseñas menos erráticas, más clásicas y, sobre todo, más uruguayas pueden leerse aquí, aquí y aquí. Y también es recomendable esta entrevista en El País.