Se supone que yo debería haber entrado en la obra literaria de Lucía Puenzo a través de La maldición de Jacinta Pichimahuida hace 7 u 8 años. Esa fue la recomendación de Juan Martín, un amigo argentino, en su día. Sin embargo, por unas razones o por otras, que ni yo mismo sabría del todo especificar, terminé ingresando en el universo de esta autora —porque yo diría que tiene eso: un universo propio— a través de dos películas estupendas: XXY y... El niño pez.
Sí, cosas raras de mi vida literaria: por una vez, vi la película antes de leer el libro... Y eso a pesar de que esta novela era incluso anterior a la de Pichimahuida. De hecho, El niño pez es la primera novela de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1974), una obra que escribió con 23 años, es decir, a una edad a la que otros ni siquiera sabíamos aún de que iba esto de la vida. El caso es que un día, hace 2 o 3 años, descubrí la peli en la web de TVE y la vi... Y lamenté no haber seguido antes el consejo de mi amigo.
Luego, como tenía demasiada fresco el filme, no quise acercarme a su literatura a través de la única novela que tenía publicada en España.
Luego, como tenía demasiada fresco el filme, no quise acercarme a su literatura a través de la única novela que tenía publicada en España.
En fin, lo sé: historias para no dormir. Pero así de azaroso fue mi encuentro con esta autora.
Ahora que los años han pasado, conseguí la novela y he disfrutado de su lectura tanto como con la película. De hecho, me había olvidado tanto de la historia que si no es por la contratapa no caigo en la cuenta del cambio de punto de vista: en la versión de papel, la voz narrativa recae sobre un perro. Es más, añado yo: un perro que se autodefine en la primera página como «macho, negro y malo», que parece estar a punto de morir y que, como un humano cualquiera, con la luz del más allá en el horizonte, decide contarnos una historia sobre su dueña, Lala, y la chica de la que se enamoró, la Guayi.
Una novela con aristas sociales
De la novela me ha interesado algo que también está en la película de XXY: la mirada sobre la identidad sexual. Las historias de Puenzo te enfrentan con prejuicios socialmente establecidos o te plantean cosas que no se te habían ocurrido (o al menos no planteártelas de ese modo). Yo diría que a esta autora argentina se le da muy bien crear personajes, situaciones y atmósferas que cuestionan, sea de manera sutil o explícita, las convenciones.
Por ejemplo, en El niño pez, Lala y Guayi, dos chicas adolescentes, se enamoran. Es más: se encoñan (sobre todo Lala de la Guayi) y quieren estar todo el tiempo juntas, explorarse y demás previsibles efectos secundarios del amor. Hasta ahí nada que no hayamos leído en otro lado. Sin embargo, el ángulo que elige Puenzo es peculiar: Guayi es la mucama paraguaya que trabaja en la casa donde vive Lala, un típica casa de familia progre y acomodada porteña que reside en San Isidro. Por tanto, la novela da cuenta de una tensión entre clases sociales (en términos madrileños sería algo así como que la hija de alguien que vive en El Viso se enamorara de la chica filipina encargada del servicio doméstico).
Además, la familia de Lala es un desastre. Brontë, el padre, a pesar de ser un intelectual brillante, influyente y exitoso, es un suicida en potencia; tan en potencia que ha fracasado varias veces a la hora de matarse. Su esposa, en cambio, prefiere ir por el lado de las flores de Bach y de los viajes a la India para meditar... Por su parte, Pep, el hermano, es el típico niño bien que ha confundido el sentido de la vida con ingerir todo tipo de drogas, cultivar marihuana o
convertirse en el dealer de sus colegas.
Luego, está la Guayi, que sí, que es una adolescente como Lala... Pero que a su edad tiene ya mucho vivido. Allá en su tierra, en Paraguay, tuvo un embarazo no deseado —y algo más, pero que conviene no desvelar por el bien de la historia— y a su edad vive la sexualidad sin complejos, de manera voluptuosa diría yo: se acuesta con el guardia de la garita, se engancha con Lala, se deja meter mano por Brontë... En la novela empieza estando tres pasos por delante de Lala y termina uno por detrás.
Y por último, está Lala, que es una típica chica de barrio de gente con dinero al norte de la General Paz. Es decir: un chica con poco mundo y que apenas sabe qué hay más allá del portón de su casa o de su barrio. Sin embargo, encuentra en el amor —el deseo— por la Guayi la fuerza a la que aferrarse para vencer esos y cualesquiera otros obstáculos a su paso. De hecho, su perro nos habla en varios pasajes de la función de anestesia que desempeña el amor para ella. Y jugando a psicoanalistas domésticos, podríamos decir que en la angustia vital donde su hermano pone las drogas, ella coloca a la Guayi.
Vivir para transformarse
Vivir para transformarse
Algo interesante del personaje de Lala es que ni es una desclasada que querría ser bohemia ni es una niña bien que quiere aupar a la Guayi hasta el lugar social donde ella habita. Es una chica rara, un puntito especial. Su Weltanschaung, que diría alguno, nos lo da su perro a mitad de novela: «Lo
marginal la aburría tanto como el conchetaje; estaba muy tranquila con
su falta de mundo». Y yo diría que ahí está el gran acierto de la novela, en esa suerte de entre dos aguas en que naufraga este personaje cuya identidad está en permanente construcción, desde la primera página hasta la última.
De hecho, su proceso de transformación a lo largo de la historia es impactante. Aquí es la chica rica quien pelea por tierra, mar y aire para conseguir que la pobre le haga un hueco en su vida. Es Lala quien lo sacrifica todo y quien no para de desprenderse de capas y más capas con tal de estar al lado de su amada. El desprendimiento total lo simboliza un corte de pelo radical, un cambio en su gestualidad y la sensación por parte de los demás de que se ha convertido en un varón (o al menos en un andrógino). Lala consigue transformar su angustia, su soledad y su necesidad de anestesiarse mediante el amor iniciales en una lucidez rabiosa. Una lucidez y una rabia que nos transmiten algo inimaginable en las primeras páginas: la chica que antes no era capaz de cuidarse por sí sola, ahora es capaz de cuidar de ella y de la Guayi.
De hecho, su proceso de transformación a lo largo de la historia es impactante. Aquí es la chica rica quien pelea por tierra, mar y aire para conseguir que la pobre le haga un hueco en su vida. Es Lala quien lo sacrifica todo y quien no para de desprenderse de capas y más capas con tal de estar al lado de su amada. El desprendimiento total lo simboliza un corte de pelo radical, un cambio en su gestualidad y la sensación por parte de los demás de que se ha convertido en un varón (o al menos en un andrógino). Lala consigue transformar su angustia, su soledad y su necesidad de anestesiarse mediante el amor iniciales en una lucidez rabiosa. Una lucidez y una rabia que nos transmiten algo inimaginable en las primeras páginas: la chica que antes no era capaz de cuidarse por sí sola, ahora es capaz de cuidar de ella y de la Guayi.
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PD. Por cuestiones «restricciones de derechos», la web de TVE ya no ofrece la película de El niño pez. A cambio, permite ver este coloquio entre Lucía Puenzo, Javier Montes y Cayetana Guillén Cuervo cuando dieron la película en el programa «Versión española».
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