23 de mayo de 2014

El oficinista, Guillermo Saccomanno

El oficinista (Seix Barral, 2010), de Guillermo Saccomanno me recuerda una frase que canta Nacho Vegas en Por culpa de la humedad: «Esta vida iba a ser otra y algo salió mal».

Juraría que si en algo piensa el anónimo, gris y mediocre oficinista que protagoniza esta novela es en eso, en que su vida iba a ser otra, y no una suerte de ensalada indigesta donde todo sale mal: un matrimonio con una mujer que le pega si no trae dinero a casa, unos hijos con quienes no mantiene vínculo afectivo alguno, un trabajo rutinario donde solo los dóciles, los lameculos y los delatores subsisten... En fin, una perfecta existencia de mierda construida al amparo de la única lógica que él conoce: la de someterse para sobrevivir, la de tener miedo siempre de todo y de todos.

Durante unas 150 páginas, el oficinista aguanta más o menos el vendaval. Y aguanta porque un buen día va y se enamora de la secretaria del jefe. A pesar de que solo un idiota creería que ella podría enamorarse de él y así redimirlo de su vida patética, el oficinista se autoconvence de que su compañera de trabajo, a pesar de tener un lío con el jefe, es el último tren para ser feliz. Lógicamente, una estrategia tan desacertada solo puede lanzarlo a la caída definitiva. Y es que un tipo que jamás había peleado por ser libre, por encontrar su lugar en el mundo, por perseguir un sueño, ¿dónde iba jugándoselo todo a una carta tan mala y tan desesperada?

Al infierno, claro.

Hay un punto de la novela que muestra de manera brillante esa caída en desgracia total. Rechazado por la secretaria en sus impulsos enamoradizos, el oficinista pone sus penas a remojar en mezcal y el narrador, muy afilado él, una vez que llevamos un buen puñado de páginas leyendo cómo el personaje cae un poco más abajo cada vez, nos desliza subrepticiamente que el oficinista «se pregunta si todo lo que hizo para ser feliz no fue demasiada infelicidad».

Touché. 

Unas líneas más adelante, avanza en el escarnio y nos cuenta que se «termina la botella y se traga el gusano». Ironía mediante, además, nos informa de que quizá vio en el gusano un mensaje del destino encerrado en la botella... Lejos de aflojar la presión, y con el protagonista ya perdido irremediablemente, el narrador saca el látigo y comenta:
Todo lo que quería, se dice, era ser otro
Y apuntilla:
Pero no es otro, es el mismo de siempre, entumecido en un asiento del subte vacío y a oscuras, despertando de un sueño cabeceado por la fatiga, con la boca pastosa y la náusea de haber tragado un gusano.
De repente, el personaje cobra una dimensión definitiva e inolvidable: su historia es la del tipo mediocre que, condicionado por la cobardía y por el miedo a todo, solo alcanza a ser la cara más esperpéntica de sí mismo. Es el tipo pusilánime que trata de arreglar las cosas cuando ya es imposible. Y, claro, pierde la partida.
 

Matar o morir: la lógica que nos espera

Al margen de la historia en sí del oficinista, me ha gustado cómo Saccomanno —de quien ya había leído su excelente Lengua del malón—, plantea hacia dónde se dirige nuestro mundo. La acción está ambientada en una suerte de metrópoli con escenario casi apocalíptico, donde hay grupos terroristas que ponen bombas cada dos minutos y policías que los persiguen sin que sepamos muy bien por qué. Entre medias, como las cucarachas, la gente nace, se reproduce y muere. La lógica dominante es la de matar o morir.

El oficinista, de algún modo, nos devuelve a una dialéctica de esclavos y amos en términos laborales. También nos recuerda que acaso ser Espartaco sea una excepción, y que lo normal es ser o comportarse como el esclavo medio, esto eso, como el protagonista de esta novela. Él es el paradigma de aquellos cuya vida gira alrededor de cuidar en la oficina el puesto de trabajo y, fuera de ella, «maquinar cómo esmerarse por cuidarlo». Dicho en otros términos: es un hijo de la precariedad que estamos viviendo ahora en España.

Al hilo de esto, hay una escena estupenda donde Saccomanno retrata fenomenalmente hacia dónde estamos yendo. En mitad del flirteo entre el oficinista y la secretaria, este piensa en qué podría hacer para agradarla y concluye que invitarla al espectáculo de moda: un combate de kickboxing entre niños.

Hay tantos lugares a los que él querría invitarla. Pero ninguno al alcance de su bolsillo. Uno, se dice. Uno debe haber. Entonces le pregunta a la secretaria si a ella le gustan los chicos y ella le contesta que sí. Tener hijos es uno de sus deseos íntimos más profundos, le confiesa. A propósito de los chicos, le pregunta él, si le gustan los chicos le tiene que gustar el kickboxing, esos combates entre pibes. Ella contesta entusiasmada: le apasiona el kickboxing. Varias veces fue a ver kickboxing.

Él evita preguntarle con quién fue. Una de estas noches, promete, la invitará a un torneo de kickboxing. Al principio los campeoncitos eran filipinos, pero con el auge mundial ahora también hay en nuestra ciudad una primera línea de combatientes y una segunda que viene con todo. Lo que son esas peleas, exclama. Los pibes, a pesar de su contextura escasa, son pura garra. Es increíble su agilidad, los reflejos en el ring. Lástima que esa ferocidad, como tantas cosas lindas de la infancia, las pierden al crecer. Con la misma bravura que un combatiente puede romper de una patada la cara de su contrincante, el otro puede arrancarle la oreja de un tarascón y escupirla al público.

Es cierto que muchos piben combaten sin llegar a campeones y quedan en el camino, descerebrados y rotos, inútiles para toda otra actividad, pero quién les quita ese relámpago que los acercó a la gloria enseñandole a los adultos cómo se lucha por la vida. A ella la sangre no le impresiona, dice. Si tuviera un hijo lo mandaría a practicar kickboxing. El porvernir se presencia incierto para las nuevas generaciones. Una formación en management y el dominio de varios idiomas hoy no alcanzan. Hace falta educarse en una mentalidad luchadora. Cuando ella traiga una vida a este mundo procurará que no le falte un entrenamiento para la jungla de asfalto. No quiere que su hijo sea un timorato agarrado a un empleo de oficina. Ningún perdedor de escritorio será su cachorro, dice. No lo educadará para que en una tanda de despidos termine, como estos miserables, durmiendo bajo una vidriera iluminada para ningún consumidor de la noche.

Enternecedor, ¿verdad?

Por último, me ha gustado una cuestión de concepto: en una novela, donde el protagonista habla con frecuencia sobre el amor, enamorarse, etc., lo que falta, precisamente, a lo largo de las casi 200 páginas, es eso: amor. Nadie quiere a nadie, nadie se preocupa por nadie en el futuro. Inmersos como estamos y estaremos en la lucha por la supervivencia, puede que incluso olvidemos uno de los estribillos más famosos de los Beatles...  Es lo que tiene estar todo el día pensando en la excelencia, la competitividad y el liderazgo, en vez de en la cooperación o la cohesión.

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