25 de mayo de 2013

Ghost Road, Fabrice Murgia

 

Arrugas. De Ghoast Road me gustó que hablase de la vejez desde la vejez. En medio de una cultura que festeja y alienta la actual sobredosis de bótox y ácido hialurónico, reconforta ver a una actriz entrada en años que se presenta tal cual es ante el público. Que asume la naturalidad como un valor. Con la piel venida a menos sobre los brazos o el cuello. Con su tejido adiposo indisimulado tras la ropa. Y que habla desde la memoria y el saber acumulado tras sus arrugas, que vuelve verosímil un texto dramático desde ahí, desde la profundidad y la belleza del conocimiento, y no desde el artificio de la epidermis.

Tranquilidad. Esta obra teatral belga se pregunta sobre varias cuestiones vitales, una de ellas es cómo y dónde lograr esa suerte de paz espiritual que todos buscamos. Por ejemplo, se interroga sobre si es factible conseguirla rodeado de gente que urbaniza parajes idílicos como Malibú Beach con casas estupendas que suelen estar la mayor parte del año vacías, sin que nadie las disfrute, y que además son carísimas. Se pregunta también si esa suerte de ataraxia —calma, equilibrio emocional, felicidad o como queramos lo llamar— que buscamos lo seres humanos, es factible en una sociedad donde cada vez más personas mayores terminan viviendo en una autocaravana porque carecen de medios para mantener las casas por las que alguna vez se hipotecaron.

Memoria. Ghost Road habla sobre lo difícil que es llegar a una edad avanzada y encontrarte solo con tus recuerdos. Los amigos mueren, los hijos hacen su vida y, sobre todo, cada vez queda menos gente que recuerde el mundo tal y como lo viviste tú. Uno de los protagonistas pone este ejemplo: entre su infancia y su vejez, Los Ángeles pasó de ser una ciudad con 1,5 millones de habitantes a convertirse en una metrópoli de 17 millones; aunque sea tu ciudad, es complicado no sentirla ajena y querer huir de ella. Por más que guardes recuerdos felices, cada día te resulta más difícil reconocerla... O mejor dicho: reconocerte en su espejo, pues casi nadie conserva recuerdos similares a los tuyos.

Respuestas. Hacia la mitad de la representación, baja una pantalla y la obra de teatro se convierte en una suerte de documental cinematográfico. Allí, la actriz principal aparece viajando por recónditos pueblos de California y entrevistando a personas de unos 70 u 80 años (una de ellas es la que cuenta lo de Los Ángeles). Hablan de tú a tú sobre qué significa llegar a esa edad, a esa sensación de «ya he vivido mi vida» y sobre qué cuestiones consideran importantes. Son gente que viste desaliñada, con la piel curtida por la intemperie y plegada mil veces por los trabajos y los días, personas que se han retirado a vivir en mitad de la nada. Unas disfrutan de estar a solas con su memoria, otras de haber abolido su preocupación por el tiempo y otras de sentirse parte de una comunidad. En cualquier caso, todas parecen haber encontrado por fin su hogar y comportarse como si su destino les perteneciera de nuevo. Unos sentimientos, esos, que la estructura de la gran ciudad, las convenciones sociales o las reglas del juego económico les habían hecho perder.

Futuro. Dentro de 30 o 40 años, y de seguir todo como hasta ahora, me veo alquilando una caravana en un cámping perdido de los Pirineos y enfrascado en monólogos similares a los de Ghost Road. Tiempo al tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario