El domingo, de vuelta de Bilbao hacia Madrid, comencé a leer en el autobús Combates (Candaya, 2009), del escritor venezolano Ednodio Quintero. La dominical Plaza Nueva de Bilbao, siempre tan generosa a la hora de ofrecerme libros baratos que otros descartan (3 € pagué por este), tuvo a bien ponerlo en mis manos. Mientras mi compañero de al lado oscilaba entre devorar cada renglón de la Rock de Lux y sumirse en profundas siestas, yo fui avanzando en los relatos. Casi 5 horas de viaje dan para leer bastante.
Allá por la página 69 di un respingo: había comenzado un relato llamado «Caza» donde el protagonista le quiere azuzar los perros a una gitana. «Coño, qué actual», me dije. Además, en el segundo párrafo, lejos de amainar, el asunto aumentaba en intensidad:
Y ahí, mientras mi compañera de detrás contaba a gritos por teléfono que se «aburría como un hongo» porque no había película y la que estaba al otro lado del pasillo dormía abrazada a un libro de Alain Finkielkraut, me asaltó la idea: la voz de ese cuento podía ser la de Sarkozy, ese señor que está tan obsesionado con expulsar a los gitanos de su terruño. Tanto que incluso dice compartir punto de vista con Angela Merkel (clic aquí), no vaya a quedarse solo en su iluminación.
Sarkozy (y algún otro) me diría: «Si tanto te gustan los gitanos, chaval, te envío de vecinos a los míos». Vale, se veía venir. Lo que digo es que me maravilla el estilo tan avanzado que exhibimos los europeos cuando se trata de resolver determinados asuntos sociales. No sé para qué tanta cultura, historia o dietas a cuenta de los contribuyentes en parlamentos; para tomar medidas así de populistas «no hace ser un ciencia», que diría el castizo. A saber: ¿para qué necesitamos políticos, si resulta que sus ideas parecen sacadas de una conversación de encarajillados borrachos de bar?
Soy un ingenuo, lo sé. Con todo, uno espera de quienes reciben el poder político cierta capacidad para mostrarnos caminos que los ciudadanos, preocupados por pagar el IVA y el IRPF, no atisbamos. Les votamos para que, entre Karate Kid y el Sr. Miyaghi, hagan de lo segundo... No del chico malo de la película que lesiona al protagonista en el combate final. Me parece a mí, digo. Es triste; pero cada vez demostramos mayor incapacidad para dialogar y menor talento para buscar soluciones creativas (Angela Merkel habla ya de «fracaso de la sociedad multicutural»).
En fin, que leí el cuento pensando todo el tiempo en Sarkozy (¿estará resentido el presidente porque los cigarrillos Gitanes dejaron de fabricarse hace unos años en Francia?) Hoy he buscado «Caza» en Internet y, casualidades del duende gitano, lo he encontrado: el propio autor lo ofrece en abierto en su perfil de Facebook. Así que aprovecho para reproducirlo aquí. El presidente francés y Merkel harían bien en leerlo hasta el final... Quizá tenga moraleja.
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CAZA
Ednodio Quintero
A Verónica Jaffé
Ya era la tercera vez que la gitana entraba al prado, y ella sabía que su presencia me irritaba. La amenacé de nuevo con soltarle los perros, pero pareció no darse por enterada y se quedó merodeando por los alrededores del caserón. Yo estaba dispuesto a librarme de la intrusa, mi paciencia tenía límites, y me encaminé en dirección al pabellón de caza en busca de los doce galgos encerrados en jaulas de madera. La gitana me alcanzó y halándome por la manga del jubón me preguntó: «¿De verdad, señor, piensa echarme los perros?». Vi en sus ojos, negrísimos y húmedos, un ramalazo de terror; temblaba de miedo. Peor para ella, pensé. Con voz serena confirmé la sentencia: «Sí, muchacha, los azuzaré contra ti. Así que, puedes comenzar a correr». Luego me escuché diciendo una insensatez: «Pero no te preocupes, es sólo un sueño». «¡Un sueño!», repitió y sus ojos desorbitados brillaron con tonalidades de azabache y carbón.
Cuando todas las jaulas estuvieron abiertas y los perros ladraban y se empujaban inquietos delante del portón, les señalé la presa, una mancha colorida, como una sucia bandera, que se agitaba en la colina. La jauría salió en estampida, y yo, satisfecho, enrumbé mis pasos hacia la caballeriza. El alazán, que permanecía siempre ensillado, golpeaba el piso de piedra con los cascos de las patas delanteras. Pronto partí al galope por el camino de la colina. No quería perderme los detalles de la carnicería. Alcancé la cima y desde aquella posición tuve una visión espléndida del valle. Los perros corrían a saltos rítmicos, como gimnastas en una exhibición, y la gitana, con el cabello al viento, y de tanto en tanto volteándose para atisbar a sus perseguidores, se empeñaba en mantener una ventaja cada vez más precaria. En pocos minutos le darán alcance y la despedazarán, pensé, y clavé las espuelas en los ijares de mi cabalgadura.
Al final del valle se levantaba un bosquecito, y a medida que me acercaba a él, guiándome por las huellas de los perros, me sorprendía de la resistencia de la gitana, pues aún no escuchaba la algarabía de la jauría cobrando la presa. Bueno, me dije, en el bosque tendrá mayores dificultades para correr, los perros saben lo que hacen, la rodearán, no escapará. Y si por un azar logra subirse a un árbol, los galgos montarán guardia hasta que llegue su señor, y aquí está la ballesta. Yo llevaba mi arma favorita en bandolera, y con la mano libre palpé el carcaj lleno de flechas, atado al arzón. Lo lamento, en este juego quien fija las reglas soy yo.
Atravesé el bosque siguiendo un sendero estrecho que no conocía muy bien, y en un paso abrupto y resbaloso tuve que bajarme del caballo y obligarlo a saltar. Se veían por doquier ramas quebradas, rastros de pisadas, y en el aire flotaba el aroma de rabia de aquellas bestias entrenadas para matar. Cuando salí del otro lado, la impaciencia comenzaba a ganarme la partida. Le solté la rienda al caballo y lo animé con gritos e imprecaciones, que parecían más bien dirigidos a la fugitiva. Luego de un largo trecho, a campo traviesa y sin aflojar la marcha, divisé un remolino de polvo en la lejanía: la gitana y sus perseguidores. Aunque la evidencia no dejaba espacio para la duda, yo me negaba a admitir la resistencia inhumana de aquella muchacha, un ser andrajoso y famélico, cuya sola presencia me perturbaba. ¿Y si se tratara de una hechicera? Tonterías, en el tercer siglo del segundo milenio prevalece la razón sobre la superchería. Seguramente, la pícara se crió a la intemperie y le hicieron beber sangre de jabalí. De ahí sus habilidades para la marcha forzada. Pero el tiempo corre también tras ella, sus fuerzas mermarán.
Sin dejar de galopar me di cuenta de que algo no encajaba en mi visión: el panorama que se desplegaba delante de mis ojos me era totalmente desconocido. ¿Acaso nos habíamos salido de mis dominios? Aquello sí era una novedad. Mis posesiones abarcaban centenares de leguas a la redonda del caserón señorial. Es verdad que yo no las había recorrido en su totalidad, pues se trataba de una tarea que ningún humano podría cumplir. Pero todos los terrenos aledaños al caserón me resultaban tan familiares como la palma de mi mano. ¿Cuánto nos habíamos alejado para caer en aquel territorio ignoto? Sin duda estoy dentro de mis predios, lo que sucede es que soy víctima de alguna alucinación. Espejismo, así lo llaman los cruzados que regresan de tierra santa. Sí, no debo buscar otra explicación, pues la perspectiva de cazar a una gitana fuera de mis feudos me produce un cierto malestar. Quiero decir que me podría acarrear algún inconveniente. Mis vecinos —con quienes no me precio de tener buenas relaciones—, influidos por los clérigos, condenan estas prácticas cinegéticas. Que yo aprecio como un ejercicio sano y excitante, propio de señores, eso sí. Mi padre lo consideraba superior a la caza del león, y le atribuía propiedades relacionadas con la potencia y la fertilidad. Con frecuencia le oí contar delante de sus invitados, cuando el vino lo volvía locuaz, que había engendrado a su hijo predilecto (yo) al regreso de una batida. Ah, y ahora vienen los clérigos —que siempre han envidiado mi vasta heredad— con su prédica revoltosa: dicen que también los gitanos tienen alma.
¿Qué pasa? Me he distraído en consideraciones retóricas, que debería reservar para las horas nocturnas, y he perdido el rastro de la jauría. Sigo sin reconocer el paisaje, enfilo mi cabalgadura hacia aquel montículo. Allá los veo, la maldita gitana mantiene la delantera. Avanzan por un camino ancho y trillado, tuercen en una curva, se acercan a una extraña edificación. ¿Extraña? Tal vez inexistente. Nunca había visto nada igual. Galopo, galopo, el suelo truena bajo los cascos del caballo, un presentimiento horrible cruza mi mente, crece como un torrente alimentado por una lluvia tenaz y repentina, aun cuando el caballo se convirtiera en Pegaso sé que no voy a llegar a tiempo para impedir que la gitana guíe los perros hasta la habitación. Sí, porque he reconocido el edificio, que a primera vista me pareció insólito: es un hotel de montaña. Esta misma tarde, vencido por el sueño, estacioné el jeep debajo de aquellos árboles, alquilé una habitación en la planta alta y me quedé dormido. Escucho la risa de la gitana, oigo los ladridos que se acercan a mi puerta, la derribarán antes de que me despierte.
Allá por la página 69 di un respingo: había comenzado un relato llamado «Caza» donde el protagonista le quiere azuzar los perros a una gitana. «Coño, qué actual», me dije. Además, en el segundo párrafo, lejos de amainar, el asunto aumentaba en intensidad:
Cuando todas las jaulas estuvieron abiertas y los perros ladraban y se empujaban inquietos delante del portón, les señalé la presa, una mancha colorida, como una sucia bandera, que se agitaba en la colina. La jauría salió en estampida, y yo, satisfecho, enrumbé mis pasos hacia la caballeriza. El alazán, que permanecía siempre ensillado, golpeaba el piso de piedra con los cascos de las patas delanteras. Pronto partí al galope por el camino de la colina. No quería perderme los detalles de la carnicería. Alcancé la cima y desde aquella posición tuve una visión espléndida del valle. Los perros corrían a saltos rítmicos, como gimnastas en una exhibición, y la gitana, con el cabello al viento, y de tanto en tanto volteándose para atisbar a sus perseguidores, se empeñaba en mantener una ventaja cada vez más precaria. En pocos minutos le darán alcance y la despedazarán, pensé, y clavé las espuelas en los ijares de mi cabalgadura.
Y ahí, mientras mi compañera de detrás contaba a gritos por teléfono que se «aburría como un hongo» porque no había película y la que estaba al otro lado del pasillo dormía abrazada a un libro de Alain Finkielkraut, me asaltó la idea: la voz de ese cuento podía ser la de Sarkozy, ese señor que está tan obsesionado con expulsar a los gitanos de su terruño. Tanto que incluso dice compartir punto de vista con Angela Merkel (clic aquí), no vaya a quedarse solo en su iluminación.
Sarkozy (y algún otro) me diría: «Si tanto te gustan los gitanos, chaval, te envío de vecinos a los míos». Vale, se veía venir. Lo que digo es que me maravilla el estilo tan avanzado que exhibimos los europeos cuando se trata de resolver determinados asuntos sociales. No sé para qué tanta cultura, historia o dietas a cuenta de los contribuyentes en parlamentos; para tomar medidas así de populistas «no hace ser un ciencia», que diría el castizo. A saber: ¿para qué necesitamos políticos, si resulta que sus ideas parecen sacadas de una conversación de encarajillados borrachos de bar?
Soy un ingenuo, lo sé. Con todo, uno espera de quienes reciben el poder político cierta capacidad para mostrarnos caminos que los ciudadanos, preocupados por pagar el IVA y el IRPF, no atisbamos. Les votamos para que, entre Karate Kid y el Sr. Miyaghi, hagan de lo segundo... No del chico malo de la película que lesiona al protagonista en el combate final. Me parece a mí, digo. Es triste; pero cada vez demostramos mayor incapacidad para dialogar y menor talento para buscar soluciones creativas (Angela Merkel habla ya de «fracaso de la sociedad multicutural»).
En fin, que leí el cuento pensando todo el tiempo en Sarkozy (¿estará resentido el presidente porque los cigarrillos Gitanes dejaron de fabricarse hace unos años en Francia?) Hoy he buscado «Caza» en Internet y, casualidades del duende gitano, lo he encontrado: el propio autor lo ofrece en abierto en su perfil de Facebook. Así que aprovecho para reproducirlo aquí. El presidente francés y Merkel harían bien en leerlo hasta el final... Quizá tenga moraleja.
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CAZA
Ednodio Quintero
A Verónica Jaffé
Ya era la tercera vez que la gitana entraba al prado, y ella sabía que su presencia me irritaba. La amenacé de nuevo con soltarle los perros, pero pareció no darse por enterada y se quedó merodeando por los alrededores del caserón. Yo estaba dispuesto a librarme de la intrusa, mi paciencia tenía límites, y me encaminé en dirección al pabellón de caza en busca de los doce galgos encerrados en jaulas de madera. La gitana me alcanzó y halándome por la manga del jubón me preguntó: «¿De verdad, señor, piensa echarme los perros?». Vi en sus ojos, negrísimos y húmedos, un ramalazo de terror; temblaba de miedo. Peor para ella, pensé. Con voz serena confirmé la sentencia: «Sí, muchacha, los azuzaré contra ti. Así que, puedes comenzar a correr». Luego me escuché diciendo una insensatez: «Pero no te preocupes, es sólo un sueño». «¡Un sueño!», repitió y sus ojos desorbitados brillaron con tonalidades de azabache y carbón.
Cuando todas las jaulas estuvieron abiertas y los perros ladraban y se empujaban inquietos delante del portón, les señalé la presa, una mancha colorida, como una sucia bandera, que se agitaba en la colina. La jauría salió en estampida, y yo, satisfecho, enrumbé mis pasos hacia la caballeriza. El alazán, que permanecía siempre ensillado, golpeaba el piso de piedra con los cascos de las patas delanteras. Pronto partí al galope por el camino de la colina. No quería perderme los detalles de la carnicería. Alcancé la cima y desde aquella posición tuve una visión espléndida del valle. Los perros corrían a saltos rítmicos, como gimnastas en una exhibición, y la gitana, con el cabello al viento, y de tanto en tanto volteándose para atisbar a sus perseguidores, se empeñaba en mantener una ventaja cada vez más precaria. En pocos minutos le darán alcance y la despedazarán, pensé, y clavé las espuelas en los ijares de mi cabalgadura.
Al final del valle se levantaba un bosquecito, y a medida que me acercaba a él, guiándome por las huellas de los perros, me sorprendía de la resistencia de la gitana, pues aún no escuchaba la algarabía de la jauría cobrando la presa. Bueno, me dije, en el bosque tendrá mayores dificultades para correr, los perros saben lo que hacen, la rodearán, no escapará. Y si por un azar logra subirse a un árbol, los galgos montarán guardia hasta que llegue su señor, y aquí está la ballesta. Yo llevaba mi arma favorita en bandolera, y con la mano libre palpé el carcaj lleno de flechas, atado al arzón. Lo lamento, en este juego quien fija las reglas soy yo.
Atravesé el bosque siguiendo un sendero estrecho que no conocía muy bien, y en un paso abrupto y resbaloso tuve que bajarme del caballo y obligarlo a saltar. Se veían por doquier ramas quebradas, rastros de pisadas, y en el aire flotaba el aroma de rabia de aquellas bestias entrenadas para matar. Cuando salí del otro lado, la impaciencia comenzaba a ganarme la partida. Le solté la rienda al caballo y lo animé con gritos e imprecaciones, que parecían más bien dirigidos a la fugitiva. Luego de un largo trecho, a campo traviesa y sin aflojar la marcha, divisé un remolino de polvo en la lejanía: la gitana y sus perseguidores. Aunque la evidencia no dejaba espacio para la duda, yo me negaba a admitir la resistencia inhumana de aquella muchacha, un ser andrajoso y famélico, cuya sola presencia me perturbaba. ¿Y si se tratara de una hechicera? Tonterías, en el tercer siglo del segundo milenio prevalece la razón sobre la superchería. Seguramente, la pícara se crió a la intemperie y le hicieron beber sangre de jabalí. De ahí sus habilidades para la marcha forzada. Pero el tiempo corre también tras ella, sus fuerzas mermarán.
Sin dejar de galopar me di cuenta de que algo no encajaba en mi visión: el panorama que se desplegaba delante de mis ojos me era totalmente desconocido. ¿Acaso nos habíamos salido de mis dominios? Aquello sí era una novedad. Mis posesiones abarcaban centenares de leguas a la redonda del caserón señorial. Es verdad que yo no las había recorrido en su totalidad, pues se trataba de una tarea que ningún humano podría cumplir. Pero todos los terrenos aledaños al caserón me resultaban tan familiares como la palma de mi mano. ¿Cuánto nos habíamos alejado para caer en aquel territorio ignoto? Sin duda estoy dentro de mis predios, lo que sucede es que soy víctima de alguna alucinación. Espejismo, así lo llaman los cruzados que regresan de tierra santa. Sí, no debo buscar otra explicación, pues la perspectiva de cazar a una gitana fuera de mis feudos me produce un cierto malestar. Quiero decir que me podría acarrear algún inconveniente. Mis vecinos —con quienes no me precio de tener buenas relaciones—, influidos por los clérigos, condenan estas prácticas cinegéticas. Que yo aprecio como un ejercicio sano y excitante, propio de señores, eso sí. Mi padre lo consideraba superior a la caza del león, y le atribuía propiedades relacionadas con la potencia y la fertilidad. Con frecuencia le oí contar delante de sus invitados, cuando el vino lo volvía locuaz, que había engendrado a su hijo predilecto (yo) al regreso de una batida. Ah, y ahora vienen los clérigos —que siempre han envidiado mi vasta heredad— con su prédica revoltosa: dicen que también los gitanos tienen alma.
¿Qué pasa? Me he distraído en consideraciones retóricas, que debería reservar para las horas nocturnas, y he perdido el rastro de la jauría. Sigo sin reconocer el paisaje, enfilo mi cabalgadura hacia aquel montículo. Allá los veo, la maldita gitana mantiene la delantera. Avanzan por un camino ancho y trillado, tuercen en una curva, se acercan a una extraña edificación. ¿Extraña? Tal vez inexistente. Nunca había visto nada igual. Galopo, galopo, el suelo truena bajo los cascos del caballo, un presentimiento horrible cruza mi mente, crece como un torrente alimentado por una lluvia tenaz y repentina, aun cuando el caballo se convirtiera en Pegaso sé que no voy a llegar a tiempo para impedir que la gitana guíe los perros hasta la habitación. Sí, porque he reconocido el edificio, que a primera vista me pareció insólito: es un hotel de montaña. Esta misma tarde, vencido por el sueño, estacioné el jeep debajo de aquellos árboles, alquilé una habitación en la planta alta y me quedé dormido. Escucho la risa de la gitana, oigo los ladridos que se acercan a mi puerta, la derribarán antes de que me despierte.
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PD. El libro del que procede, como dije más arriba, es Combates.
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