La azotea es una dulce carga de crueldad
. Su autora, la uruguaya
Fernanda Trías, se instala por méritos propios en la estela de la
Trilogía involuntaria de Mario Levrero, esto es, en una relectura rioplatense de la visión kafkiana del mundo. Anclada en la precisión con que dibuja imágenes —su mejor virtud—, describe de manera minuciosa cómo se derrumba la vida familiar de una adolescente y de su padre, quienes practican el incesto de manera voluntaria tras la muerte de la novia del primero. Mediante una narración estática pero llena de contenido emocional, la autora apuesta por escribir en primera persona desde la mirada de la hija y explorar así el nebuloso mundo que encierra la cabeza de esta.
No sé cuándo empezó todo o qué fue lo que desencadenó el final. En algún momento creía que había sido el embarazo. Ahora, que ya no me queda otra cosa que mirar hacia atrás, me parece que, en realidad, nunca hubo un principio; más bien se trató de un largo final.
Si bien el incesto daría para un folletín familiar a lo García Márquez, Trías elige un camino diferente: adentrarse en la empanada mental —¿edipo no resuelto?, ¿delirio paranoide?— que tiene la hija, protagonista absoluta de la novela. Ella es la voz narradora en primera persona, y suyo es el punto de vista sobre cuanto sucede en el texto.
Ahora no le tengo miedo a la oscuridad. Hace muchos años que no le tengo miedo a casi nada dentro de la casa. Por el contrario, le tengo miedo a todo lo que está afuera, mucho más miedo que antes. Todo lo que está afuera significa todo. No hay nada fuera de la casa que no me cause terror.
En esas condiciones resulta lógico que la narradora desarrolle su propia noción de realidad, como ella misma explica a lo largo de la novela. Así lo muestran estos dos fragmentos:
En este momento de total parálisis, el mundo de afuera se confunde por completo con lo que me pasa en la cabeza. Es cómico como, al final, ellos consiguieron invadirme.
Tampoco puedo asegurar cuánto de lo que he estado recordando hasta ahora es del todo real. Igual, a quién le interesa
Por tanto, el asunto del incesto hay que tomarlo de manera simbólica, como un elemento que le permite a la autora reflexionar sobre cuestiones como los lazos de dependencia familiares, el sesgo que introducen en la mirada los miedos personales o el difícil tránsito identitario que supone la adolescencia femenina. Para entendernos, el texto podría asociarse a aquella etiqueta que Levrero terminó por admitir para su obra: «realismo interior».
Así se entienden mejor ciertas situaciones narrativas. Por ejemplo que tras la muerte de la novia, el padre desatienda por completo a la hija y pase meses tumbado en la cama. O que la adolescente quiera ocupar el vacío dejado por su competidora, y termine incluso embarazándose de su padre. O que la narradora nunca aluda a su madre biológica ni recurra a algún familiar cuando a ella y a su padre les cortan el agua o la luz y no tienen qué comer. Es decir: el régimen de verosimilitud corre por los mecanismos interiores, por las emociones, por el ambiente narrativo; ese es el realismo que importa aquí.
Y es que, más que contar una historia, La azotea persigue impregnar al lector de un sensación de ahogo, de asfixia, a través de ciertos detonadores visuales. Algo similar a lo que sucede con las películas de Lucrecia Martel, por ejemplo. De hecho, un aspecto más que destacable es la nitidez con que la autora consigue desde la primera página esa atmósfera opresiva.
El silencio se come las paredes. Es como si el mundo entero lo supiera y quedara agazapado sólo por mí. Esta quietud tiene la presión de un globo a punto de estallar. Las orejas de los vecinos están pegadas a las paredes al otro lado de la puerta, la respiración de toda la ciudad contenida; les palpitan las sienes.
Dos párrafos más adelante, otra imagen apuntala el mismo efecto:
Algunos días abría la ventana para ventilar la pieza, pero era como si el aire se hubiera acostumbrado a quedarse en el mismo lugar, como un remolino de pena.
Son apenas dos pinceladas, pero de una gran plasticidad y equilibrio lírico.
A pesar de su juventud, Trías demuestra una sensorialidad y oficio más propios de una prosista experimentada que de una veinteañera recién llegada a la literatura. Oraciones como «Las pantuflas siguen debajo de la cama y parecen dos gatos disecados», «El aire del verano me penetró como aceite hirviendo» o «Me pregunto si no habrán sido unos pocos encuentros —como luces rojas en una carretera apagada— los que guiaron mi vida» constituyen la prueba de que hay una refinada inteligencia detrás del texto.
Además, maneja con gran libertad la estructura, y salta con fluidez hacia delante y hacia atrás en la narración sin perder por ello el hilo. El artificio que usa para sostener esos malabarismos consiste en que la novela empieza y termina más o menos en el mismo instante narrativo, y todo lo que hay entre ambos forma una larga suspensión del presente para recordar cómo se ha llegado hasta la situación de inicio. El final, además de una perfecta pieza de cierre, funciona como un último y exacto toque imprevisible que acrecienta esa sensación levreriano-kafkiana que recorre el texto.
La azotea es un libro arriesgado en su planteamiento, con más contenido emocional que peripecias, y que disfrutarán quienes aprecian la sutilidad de las atmósferas, los detalles que sugieren historias ambiguas y la narración con imágenes. Y todo ello contado, como subraya Levrero en la contratapa, con una «casi amable crueldad». En fin, hay que ver qué cosas escribe la gente a los 22 años.
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La azotea, Fernanda Trías.
Trilce Ediciones, Montevideo 2000.