El martes pasado entrevisté a Daniel Martínez, editor de Salto de Página, para la revista Vulture y me llevó tres libros como muestra del trabajo editorial que hacen él y sus compañeros (Gonzalo Cabrera, Pablo Mazo y José Esteban): Como una novela de terror, de Jon Bilbao, Matar y guardar la ropa, de Carlos Salem, y Plop, de Rafael Pinedo. Si bien yo había leído ya a Pinedo hacía algunos años —en Teína publicamos en su día una reseña que escribió María Taltavull—, fue el primer libro que abrí cuando llegué a casa.
Esta mañana, mientras desayunaba con él abierto, ya iba por la página 81, de las 151 que tiene. Es la segunda vez que lo leo, pero el texto me sigue absorbiendo como si no conociera de antemano la historia. Es más: aquí estoy escribiendo sobre él, sin importar si estaba leyendo otros libros o si tengo tareas pendientes. Y es que Plop está escrito desde ese lugar inefable —llámese el inconsciente o como se llame— con el que los buenos autores saben conectarse para comunicarle al lector una experiencia que modifique su percepción del mundo. Gran parte de la culpa la tiene esa atmósfera sombría y despiadada que construye Pinedo, y que te acompaña de regreso al mundo real cuando cierras el libro. Es un tópico, lo sé, pero viene al caso: no se es el mismo antes y después de la lectura (o de la relectura) de Plop.
La novela está ambientada en una suerte de era posnuclear donde el texto sagrado es la Teoría del Big Bang y donde la raza humana vuelve a ser nómada y cazadora (ahora de gatos, en vez de mamuts). No se habla de países, sino de asentamientos. Siempre llueve. Todo es barro, alambre, maderas rotas, huesos y óxido. Está prohibido enseñar la lengua o que los demás te vean cómo masticas la comida. Los retrasados mentales, los inválidos, los viejos o los niños albinos son comida para los cerdos. El incesto es legal. Follar con los demás —sean varones o mujeres, indistintamente— es una simple función a la que se denomina «usarse», y conceptos como pareja o familia se consideran muy raros, absurdos, inexplicables, cuando se observan en otros. La endogamia grupal es la única manera de ponerse a salvo de las enfermedades venéreas; así que, si usas o te dejas usar por alguien de otro grupo, tus propios compañeros te matarán. Y si infringes alguna norma o te rebelas contra la autoridad de cualquier imbécil que ocupe un escalafón superior al tuyo, tienes dos posibles finales: que te despellejen para que alguien haga trueque con tus huesos o ser comida para los cerdos. En esencia, ese es el mundo en el que Plop —así se llama el protagonista— debe sobrevivir: un sitio donde «el horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombro y basura».
Y es que ya lo dice justo antes de morir la vieja Goro —quien cuidó de Plop cuando a su madre la carnearon para que así el grupo se desplazase más rápido en una de las migraciones—:
Ahí reside la potencia de Plop, en que es —fue publicado en 2004— y seguirá siendo un texto que invitará a sus lectores a cuestionarse en qué clase de mierda están convirtiendo o dejando que otros conviertan el lugar donde viven. Más que nada porque, de no arreglarlo ya, terminaremos considerando normal estas palabras de la vieja Goro a Plop justo antes de morirse:
Plop, Rafael Pinedo.
Salto de Página, Madrid 2007.
P. D.: en el Cono Sur, la novela puede conseguirse en Interzona.
Esta mañana, mientras desayunaba con él abierto, ya iba por la página 81, de las 151 que tiene. Es la segunda vez que lo leo, pero el texto me sigue absorbiendo como si no conociera de antemano la historia. Es más: aquí estoy escribiendo sobre él, sin importar si estaba leyendo otros libros o si tengo tareas pendientes. Y es que Plop está escrito desde ese lugar inefable —llámese el inconsciente o como se llame— con el que los buenos autores saben conectarse para comunicarle al lector una experiencia que modifique su percepción del mundo. Gran parte de la culpa la tiene esa atmósfera sombría y despiadada que construye Pinedo, y que te acompaña de regreso al mundo real cuando cierras el libro. Es un tópico, lo sé, pero viene al caso: no se es el mismo antes y después de la lectura (o de la relectura) de Plop.
La novela está ambientada en una suerte de era posnuclear donde el texto sagrado es la Teoría del Big Bang y donde la raza humana vuelve a ser nómada y cazadora (ahora de gatos, en vez de mamuts). No se habla de países, sino de asentamientos. Siempre llueve. Todo es barro, alambre, maderas rotas, huesos y óxido. Está prohibido enseñar la lengua o que los demás te vean cómo masticas la comida. Los retrasados mentales, los inválidos, los viejos o los niños albinos son comida para los cerdos. El incesto es legal. Follar con los demás —sean varones o mujeres, indistintamente— es una simple función a la que se denomina «usarse», y conceptos como pareja o familia se consideran muy raros, absurdos, inexplicables, cuando se observan en otros. La endogamia grupal es la única manera de ponerse a salvo de las enfermedades venéreas; así que, si usas o te dejas usar por alguien de otro grupo, tus propios compañeros te matarán. Y si infringes alguna norma o te rebelas contra la autoridad de cualquier imbécil que ocupe un escalafón superior al tuyo, tienes dos posibles finales: que te despellejen para que alguien haga trueque con tus huesos o ser comida para los cerdos. En esencia, ese es el mundo en el que Plop —así se llama el protagonista— debe sobrevivir: un sitio donde «el horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombro y basura».
Y es que ya lo dice justo antes de morir la vieja Goro —quien cuidó de Plop cuando a su madre la carnearon para que así el grupo se desplazase más rápido en una de las migraciones—:
—Hijo de puta —le dijo con una sonrisa parecida a una mueca.Y por si alguien duda de que sea una exageración lo de «lugar de mierda», ahí va otra muestra más:
—¿Te morís? —preguntó [Plop].
—Sí.
—No jodas.
—No jodo, el que se jode sos vos, que te quedás en este lugar de mierda.
Llegó un herido, caminando, arrastrándose.Ese es el concepto de normalidad que debe aprender Plop si quiere sobrevivir: un utilitarismo a ultranza. El clásico sobrevive o muere. En ese sentido, la novela permite establecer una analogía con el eslogan favorito de muchos altos directivos: nadie es imprescindible, todos —menos ellos, claro— somos intercambiables. En vez de una era posnuclear, tenemos una situación de crisis económica de dimensiones históricas; sin embargo, los efectos secundarios se parecen: le interesamos al Sistema mientras generamos utilidad económica a bajo precio; una vez exprimidos-ordeñados-vampirizados, nos dan una patada en el culo y solo servimos de comida para los cerdos. Es más: como Plop con el Comisario General en la novela, sobrevivimos como podemos a las decisiones arbitrarias y absurdas que toman instancias supranacionales como el FMI, la UE o el Banco Central Europeo sobre nuestro destino (so pena de mandarnos al infierno si no seguimos sus recomendaciones). Entre tanto, vemos cómo se diluye nuestra identidad social y hasta nuestro sentido de pertenencia a la única especie capaz de usar la lectura y la escritura para cuestionar ese poder, ese estado de las cosas.
Lo trajeron dos vigilantes. Lo tiraron en la Plaza. Plop pasaba por ahí y le dijeron:
—Ocúpate.
Un Secretario de Brigada que también cruzaba la Plaza repitió:
—Ocúpate.
Plop se alegró. Si se moría, tenía derecho a quedarse con alguna de sus cosas. Si se salvaba y quedaba bien, iba a contraer una deuda con él.
En el Grupo no siempre mataban a los de afuera.
Cuando llegaba un herido que podía salvarse y aportar lo curaban. Lo mantenían atado un tiempo hasta garantizar que no fuera agresivo. Y luego seguía vigilando otro período más. El único tabú era el sexo durante dos solsticios, hasta que se comprobaba que no tenía venéreas.
El Comisario General siempre decía:
—No somos salvajes. Si alguien sirve se lo acepta.
Ahí reside la potencia de Plop, en que es —fue publicado en 2004— y seguirá siendo un texto que invitará a sus lectores a cuestionarse en qué clase de mierda están convirtiendo o dejando que otros conviertan el lugar donde viven. Más que nada porque, de no arreglarlo ya, terminaremos considerando normal estas palabras de la vieja Goro a Plop justo antes de morirse:
Si bien la vieja Goro era formalmente su propietaria, nunca había ejercido mucho sus derechos sobre él. A veces lo ignoraba, de pronto lo buscaba y le daba una orden absurda, raramente le contestaba el saludo apoyándole la palma en la nuca.
Nunca lo usó.
Esa vez lo miró un instante, le apoyó las dos manos sobre la cabeza y empujó violentamente hacia abajo, haciéndolo caer de cara al suelo.
—Salvaje, salvaje —repetía mientras lo levantaba, le quitaba el barro de la nariz y le hacía apoyar la cabeza en su hombro.
Plop estaba desconcertado por este último gesto. Se dio cuenta de que estaba muy borracha.
—Chiquitito, chiquitito, pendejo de mierda —musitaba en letanía—. No, no es así. La vida no es así. No es. No era. Yo sé. Yo sé.
*
Plop, Rafael Pinedo.
Salto de Página, Madrid 2007.
P. D.: en el Cono Sur, la novela puede conseguirse en Interzona.
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