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15 de noviembre de 2009

Risa en la oscuridad, Vladimir Nabokov


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Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.

Sucedió, pues, que [...]
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Risa en la oscuridad, Vladimir Nabokov.
Editorial Círculo de Lectores. El original es de 1932.
Traducción de Javier Calzada.

PD. Hay maneras y maneras de comenzar una novela... Esta es la de Nabokov. Más Nabokov en el blog aquí y aquí.

10 de noviembre de 2008

Vladimir Nabokov y el buen lector

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Es él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes, puritanos, filisteos, moralistas, políticos, policías, administradores de Correos y mojigatos. Permítaseme describir a ese lector admirable. No pertenece a una nación ni a una clase concretas. No hay director de conciencia ni club del libro que mande en su alma. Su actitud ante una narrativa no se rige por esas emociones juveniles que llevan al lector mediocre a identificarse con tal o cual personaje y «saltarse las descripciones». El buen lector, el lector admirable, no se identifica con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso ese libro. El lector admirable no acude a una novela rusa en busca de información sobre Rusia, porque sabe que la Rusia de Tolstoi o de Chéjov no es la Rusia promediada de la historia, sino un mundo concreto, imaginado y creado por el genio personal. Al lector admirable no le preocupan las ideas generales: lo que le interesa es la visión particular. Le gusta la novela, pero no porque le ayude a vivir integrado en el grupo (por emplear un diabólico cliché de la escuela progresista); le gusta porque absorbe y entiende todos los detalles del texto, porque goza con lo que el autor deseó que fuese gozado, porque todo él se ilumina interiormente y vibra con las imagenierías mágicas del falsificador, el forjador de fantasías, el mago, el artista. A decir verdad, de todos los personajes que crea un gran artista, los mejores son sus lectores.

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Del evangelio según san Vladimir Nabokov, también llamado Curso de literatura rusa.



13 de junio de 2008

Vladimir Nabokov habla de Chéjov

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Los críticos rusos han señalado que el estilo de Chéjov, su elección de palabras y demás, no revela ninguna de esas especiales preocupaciones artísticas que obsesionaban, por ejemplo, a un Gógol, un Flaubert o un Henry James. Su léxico es pobre, su combinación de palabras casi trivial; el pasaje artístico, el verbo jugoso, el adjetivo de invernadero, el epíteto de crema de menta servido en bandeja de plata, todo eso le era ajeno. No fue un inventor verbal, como lo había sido Gógol; su estilo literario acude a las fiestas en traje de diario.

Por eso es un buen ejemplo que aducir cuando se intenta explicar que un escritor puede ser un artista perfecto sin ser excepcionalmente brillante en su técnica verbal ni estar excepcionalmente preocupado por la flexión de sus frases. Cuando Turguéniev se pone a examinar un paisaje, nos damos cuenta de que le preocupa la raya del pantalón de la frase; cruza las piernas con la vista puesta en el color de los calcetines. A Chéjov no le importa, no porque esas cuestiones no sean importantes —para algunos escritores lo son, con una hermosa naturalidad cuando se da el temperamento adecuado—, sino porque el temperamento de Chéjov es totalmente extraño a la inventiva verbal.


Hasta una pequeña falta gramatical o una frase desaliñada, periodística, le traían sin cuidado. Lo mágico está en que, a pesar de tolerar fallos que un principiante de talento hubiera evitado, a pesar de quedarse satisfecho con la medianía en lo que a las palabras se refiere, con la palabra de la calle, por así llamarlo, Chéjov conseguía dar una impresión de belleza artística muy superior a la de muchos escritores que creían saber lo que es la prosa rica y bella. Lo hacía manteniendo todas sus palabras a la misma luz moderada y con el mismo tinte exacto de gris, un tinte que está a medio camino entre el color de una empalizada vieja y el de una nube baja.


La variedad de sus atmósferas, el centelleo de su ingenio arrebatador, la economía profundamente artística de sus caracterizaciones, el detalle vívido y el desdibujarse de la vida humana, todos los rasgos chejovianos típicos, ganan con estar saturados y envueltos de una borrosidad verbal levemente iridiscente.
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Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov.
Traducción de María Luisa Balseiro.
Ediciones BSA, Barcelona 1997 (páginas 447 y 448).