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Los críticos rusos han señalado que el estilo de Chéjov, su elección de palabras y demás, no revela ninguna de esas especiales preocupaciones artísticas que obsesionaban, por ejemplo, a un Gógol, un Flaubert o un Henry James. Su léxico es pobre, su combinación de palabras casi trivial; el pasaje artístico, el verbo jugoso, el adjetivo de invernadero, el epíteto de crema de menta servido en bandeja de plata, todo eso le era ajeno. No fue un inventor verbal, como lo había sido Gógol; su estilo literario acude a las fiestas en traje de diario.*
Por eso es un buen ejemplo que aducir cuando se intenta explicar que un escritor puede ser un artista perfecto sin ser excepcionalmente brillante en su técnica verbal ni estar excepcionalmente preocupado por la flexión de sus frases. Cuando Turguéniev se pone a examinar un paisaje, nos damos cuenta de que le preocupa la raya del pantalón de la frase; cruza las piernas con la vista puesta en el color de los calcetines. A Chéjov no le importa, no porque esas cuestiones no sean importantes —para algunos escritores lo son, con una hermosa naturalidad cuando se da el temperamento adecuado—, sino porque el temperamento de Chéjov es totalmente extraño a la inventiva verbal.
Hasta una pequeña falta gramatical o una frase desaliñada, periodística, le traían sin cuidado. Lo mágico está en que, a pesar de tolerar fallos que un principiante de talento hubiera evitado, a pesar de quedarse satisfecho con la medianía en lo que a las palabras se refiere, con la palabra de la calle, por así llamarlo, Chéjov conseguía dar una impresión de belleza artística muy superior a la de muchos escritores que creían saber lo que es la prosa rica y bella. Lo hacía manteniendo todas sus palabras a la misma luz moderada y con el mismo tinte exacto de gris, un tinte que está a medio camino entre el color de una empalizada vieja y el de una nube baja.
La variedad de sus atmósferas, el centelleo de su ingenio arrebatador, la economía profundamente artística de sus caracterizaciones, el detalle vívido y el desdibujarse de la vida humana, todos los rasgos chejovianos típicos, ganan con estar saturados y envueltos de una borrosidad verbal levemente iridiscente.
Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov.
Traducción de María Luisa Balseiro.
Ediciones BSA, Barcelona 1997 (páginas 447 y 448).