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24 de marzo de 2017

Letra rebelde, Natalia Carrero

Natalia Carrero parece haberse tomado muy en serio lo de emprender un camino creativo propio, singular, sin más paseantes que ella misma y quien quiera seguirla. Algo podía entreverse en sus dos primeras novelas, Soy una caja, deudora de Clarice Lispector, y Una habitación impropia, deudora de Virgina Woolf; sin embargo, nada hacia presagiar —miope que es uno— que el sendero continuaría por esa fusión de escritura y dibujo que ella llama «trazo libre». Sus dos últimas publicaciones, dejan constancia de esa evolución: la novela Yo misma, supongo (Rata, 2016) y el cómic Letra rebelde (Belleza Infinita, 2016).

He utilizado las categorías novela y cómic guiándome por una regla tonta y simple: en la primera, pesa más lo escrito que lo dibujado; en el segundo, el contenido está organizado, sobre todo, alrededor del elemento gráfico. Ahora bien, honestamente, desconozco si empleo esas categorías con acierto... Por un lado, cada vez tengo menos clara la distinción entre los géneros literarios; por otro, juraría que a Natalia Carrero, a la vista de sus libros, tampoco parece quitarle el sueño. De hecho, diría que lo relevante para ella es crear un artefacto artístico que experimente con las formas y que le permita encontrar una manera genuina de expresarse.

Tanto es así que sus dos últimos libros transmiten la sana sensación de que está haciendo lo que le da la gana. Es más: ambos tienen la cualidad de dejar descolocado al lector; en particular, si este confunde la lectura con el mero devorar libros, consumir tendencias o pedir auxilio a un canon que lo exima de construirse un gusto propio (¿y si dedicas 6 u 8 horas a un libro que muy pocos van a leer y para el que no faltará el prescriptor de opinión de turno que diga que es una mierda?). En fin, Natalia Carrero tiene otra sana costumbre con la que me siento afín: lo canónico le parece limitante; lo comercial, aburrido; y lo que está de moda, pues eso, de moda. Se equivoque mucho o poco, ella al menos apuesta por hacer algo diferente y arriesgado.

Su propuesta apela al trazo bruto, al poder expresivo de lo inacabado, es decir, de aquello que se niega a estructurarse según las convenciones estéticas al uso y que posibilita que la obra germine en direcciones inesperadas. También apela a una falsa espontaneidad pulida al calor de una máxima de Yeats, que puede leerse en Letra rebelde: «Un verso quizás nos lleve horas, más si no parece un pensamiento de un instante, nuestro coser y descoser habrá sido en vano». Por eso, bajo la apariencia de lo sencillo y de lo ingenuo, el trazo libre de Natalia Carrero es una tentativa de lo más seria a la hora de probar «nuevas formas solitarias y aventureras» que permitan «trastocar las estructuras del poder dominante».

Como sucediera con Yo misma, supongo, Letra rebelde es, en el fondo, una invitación al bricolaje literario. O dicho de otro modo: estimula a componer tu propio cómic (o novela), a que coloques juntos todos esos papelotes o dibujos catárticos que guardas por casa y, en mitad de ese caos creativo, intentes buscar algún hilo conductor con que enhebrarlos y construirte tu propia novela (a la Carrero). De hecho, La Lectora Común —la narradora de Letra rebelde— lo dice en algún momento: el libro, en apariencia, es tan caótico como su vida; sin embargo, en el propio proceso de escritura, va encontrando cuál es su orden, qué tiene que decir.

Una puerta de salida (o de entrada)

En Letra rebelde reaparece la obsesión letraherida: ¿en qué transformamos todo eso que leemos con tanto tesón y deleite?, ¿qué clase de fotosíntesis hacemos con el llamado alimento intelectual? ¿Es solo un entretenimiento para pasar el tiempo? ¿Una nube de letras que nos encadena al solipsismo, nos separa de los demás y nos impide pasar a la acción política? ¿Cómo dialogan esas voces de los muchos libros leídos —desde Anne Sexton a Adrienne Rich, desde Vila Matas a Tolstói— con las de los hijos, esas voces que nos reclaman atención, lentejas o dinero para comprar algo azucarado con lo que provocarse una caries tamaño XL?

Al respecto, tengo la sensación de que Natalia Carrero se ha tomado al pie de la letra la frase de la penúltima página de Letra rebelde, un dibujo donde hay una puerta y la frase «una puerta para salir del arte y entrar en la vida». Esa idea ya aparecía en Yo misma, supongo y alude, creo, al ensayo «Salir del arte», donde Belén Gopegui acomete preguntas que le parecen básicas a la hora de pensarse como autora: para quién escribir, desde dónde y para qué.

En ese contexto, parece bastante lógico que la narradora de Letra rebelde lance mensajes como este:
No quiero dirigirme a la gente que le gusta leer, sino a la gente que quiera pararse a pensar.
O este otro:
No quiero más ficciones, sino destruir algunas: no quiero extender valores irresponsables y egoístas. ¿Escribo también para que los demás se sientan menos solos?

Más allá del santuario y de las nieblas del tedio

Las costuras del discurso dominante —el capitalismo heteropatriarcal— son difíciles de romper. Sin embargo, si las obras que creamos o leemos consolidan esos valores, este difícilmente cambiará. En el caso de La Lectora Común, esos valores están relacionados con la autorreferencialidad del arte, la insustancialidad de lo narrado, el inmovilismo creativo, la invasión del consumismo o la confusión entre literatura y lista de los más vendidos. También con la exclusión por parte del canon de valores que constituyen su vida cotidiana como mujer, escritora y madre de tres hijos, esto es, aquellos que sobrevuelan el noble arte de confeccionar un menú familiar, esperar a Godot mientras centrifuga una lavadora o despachar con paciencia y sabiduría rilkeana las demandas afectivas filiales. Ya lo dice ella: «Me encantaría desenvolverme siempre entre líneas de áurea belleza, pero...».

Y esa es una pregunta que nos plantea el libro: ¿qué diablos es la belleza áurea?, ¿de qué debe hablar la literatura? Si los libros desprecian o no hablan de valores como el cuidado, el afecto o la cooperación, ¿cómo —sobre qué bases— imaginar o construir un mundo mejor que este? ¿Qué tiene que decir la literatura en, como diría Zygmunt Bauman, una «sociedad rebosante de riesgos, pero vacía de certezas y garantías»? ¿Es que aún no hemos caído en la cuenta de que, como sugiere La Lectora Común, vivimos en la era del Trankimazín?

De acuerdo con su lectura de María Zambrano, Letra rebelde nos ofrece una respuesta: lo que se publica es para algo y para que alguien —sea una persona o muchas—, al saberlo, viva sabiéndolo y así viva de otro modo; también para librar a ese alguien «de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital». Acaso así, como nos recuerda La Lectora Común hablando de Virginia Woolf, logremos «ir más allá del santuario» y arrancar por mano propia «los extraños y brillantes frutos del arte y del conocimiento».

8 de diciembre de 2016

Yo misma, supongo, Natalia Carrero


Tengo que escribirlo. Mi amargura procede de mi relación no resuelta entre estos dos términos en tiempos del imperialismo del hombre y del capital: mujer y dinero. Y cada noticia del mundo de más allá de nuestro ombligo que se relaciona, aunque sea de forma clandestina, con este par desquiciante mujer-dinero añade otra pizca de sal.

Ahí está expuesta, en palabras de Valentina Cruz, su gran herida, el conflicto que atraviesa su vida y condiciona su identidad desde niña, y del que da cuenta a través de las páginas de Yo misma supongo (:Rata_, 2016), de Natalia Carrero. Valentina se topó con él por primera vez cuando quiso emanciparse de la casa familiar allá por 1993 y, desde entonces, ha debido enfrentarlo cada vez que este se manifestaba con mayor o menor intensidad en su esfera afectiva, laboral, social o creativa. Dado que lleva buena parte de su vida intentado ser escritora, esta madre, esposa y escritora sin obra ha llegado a los 40 escribiendo textos de todo tipo donde ha dejado constancia de la evolución de esa amargura, de ese conflicto no resuelto.

El fragmento citado más arriba pertenece a 2008, año en que escribió la historia corta «Cabeza rodadora» a propósito de una noche en la ópera con su marido y una pareja amiga para ver un montaje inspirado en Salomé, de Oscar Wilde. A la salida, mientras acontece una clásica cena de parejas, Valentina constata por enésima vez que su intento por dedicarse profesionalmente a la literatura parece destinado a rimar siempre con la incomprensión ajena y la precariedad propia, es decir, con el desequilibrio. Y, a diferencia de otros momentos de su vida, logra conceptualizar qué le pasa y por qué le pasa.

El libro no gira —o no gira solo— alrededor de «Cabeza rodadora» y de su continuación, «El móvil del Juan», una historia escrita en 2016. Sin embargo, esas dos secciones me han gustado particularmente y por eso voy a extenderme sobre ellas: Valentina Cruz y yo compartimos edad —los dos nacimos en 1975—, así que me resulta bastante familiar lo que cuenta. El diálogo con el libro es casi generacional, digo.

La crisis de la institución familiar capitalista

Según nos explica Valentina, la estabilidad económica del hogar descansa sobre Juan, el ingeniero de caminos que tiene por marido. Él aporta unos 3000 euros mensuales a la causa amorosa, un dinero que lo convierte en el accionista mayoritario de esa microempresa que es toda familia. Si bien Juan es un cuarentón abierto, igualitario y buen rollista, ella se siente en una situación de inferioridad: ingresa mucho menos y de manera más irregular. En términos de Valentina, si en algún momento la pareja deriva hacia el juego del control y del poder, Juan puede más. O dicho de otro modo:
La estructura que sostiene la macroeconomía de nuestra institución familiar es claramente más fuerte que la infraestructura del yo que Valentina representa.
Sin embargo, a Juan, esa responsabilidad de proveedor preferente le resulta una carga difícil de soportar. Bajo su envoltura de cuarentón guapo, con una exitosa trayectoria académica y un acomodado estatus social, laten tensiones psicológicas —la adicción al sexo o a la pornografía, entre otras— que cada tanto amenazan con llevarlo al colapso a través de una crisis de ansiedad. Si bien Juan es un buen tipo y es feliz con su familia —tienen dos hijas—, Valentina nos da a entender que él no está exento del asedio que ejerce el capitalismo farmacopornográfico sobre cualquier varón.

De ahí que ella, de algún modo, se sienta a expensas de la pelea que Juan y su deseo deben emprender a diario contra un mensaje casi hegemónico: el del sexo a todas horas en las posiciones más acrobáticas con cuerpos acordes con el canon de belleza imperante y cuyo placer pasa por dejarse usar y consumir de manera incondicional. Es decir: una oferta con publicidad engañosa, sí, pero difícil de rechazar porque es omnipresente, invasiva y está al alcance de la mano (o, mejor dicho, del bolsillo). Una oferta que añade desequilibrio afectivo donde ya había desequilibrio económico.

La diferencia de clase

Asimismo, Valentina vive en tensión con su estatus social. Si ella solo mira sus ingresos, forma parte de esa nueva clase social que Guy Standing llama «precariado»; si se mira junto a su marido, es una esposa y madre más de las que habitan ese paraíso social llamado «clase media», cuyo discreto y mediocre encanto tanto sigue ensalzando la literatura actual. La oferta es tentadora, muy tentadora. Y la dificultad de resistir el embate de quienes consideran que ceder es lo normal —lo inteligente—, enorme.

Valentina trata de sostener su proyecto de escritura rodeada de gente —amigos de su marido, claro— que gozan de estabilidad económica y laboral. Personas que, como en la historia de «Cabeza rodadora» no entienden por qué se dedica a «algo tan inútil e improductivo como la escritura» y que tampoco comprenden por qué escribe novelas complicadas, tan alejadas de un formato comercial que quizá le haría encontrar una editorial y ganar más dinero. A gente así le da igual si ella trabaja en algo que no le gusta, si pone tu talento al servicio del Mal o si se traiciona a sí misma; lo importante —lo que legitima aquello que se hace— es el dinero.

Para gente así, la literatura —como la ópera que han visto esa noche— es solo un producto más de ocio. Uno más de los muchos que ofrece el mercado. Algo que compite con los restaurantes, los coches, la informática o las drogas en proveer instantes «calculadamente desprovistos de conciencia». La literatura, así entendida, es un espejo donde mirarse y practicar el narcisismo de gustarse, de sentirse más refinado y sofisticado que los demás. Lo último que le pide a la literatura alguien que gana 3 o 4 veces más que tú es una experiencia estética que le haga regresar al mundo real con una imagen crítica de sí mismo.


Ese jarrón chino (roto) que somos

Valentina Cruz escribe de manera autobiográfica «porque es la materia que más ha frecuentado». También porque la escritura es el arma que ha encontrado para defenderse de las consecuencias de que «el mayor error es haber nacido», como decía Segismundo en La vida es sueño. Valentina lo parafrasea en un texto que precede al inicio de la novela y, de algún modo, su escritura pelea por transformar la sensación de error en el gozo de convertirse en acierto.

Nacida en una típica familia burguesa de Barcelona, Valentina recibió una educación de lo más castradora en su infancia y adolescencia. Los ingredientes de esta son de sobra conocidos: grandes dosis de autoritarismo y de sumisión al padre, aderezado todo ello con buenos chorretones de machismo, humillaciones verbales como remedo del diálogo padre-hija, anulación de la figura materna o esa variante de la hipocresía que consiste en guardar las apariencias sociales. ¿El resultado? Una mujer con un desgarro primordial al que debe regresar cada vez que se le abre la herida y ve ante sí misma la imagen de mujer rota, débil e inconexa sobre la que se ha construido.

De hecho, la identidad de Valentina puede verse como un jarrón estampado contra el suelo que ella intenta reconstruir a través de la escritura. Entre los fragmentos que debe ensamblar destacan dos: haberse prostituido para salir de casa de sus padres y un intento de suicidio. Un tercero en discordia podría ser la marca que su educación familiar le ha dejado en herencia: «... la tradición de no pensar» y de preferir «disolverse en alcohol, drogas o en la sumisión a otro» como solución a sus problemas. Sobre esa «infraestructura del yo» tan endeble, ha ido recolocando el resto de fragmentos, unos más desportillados que otros: trabajo, maternidad, construcción de una familia propia, vida en comunidad, autorrealización personal, etcétera.


Un pizca de vida bruta, por favor

Sobre el papel, el plan de reconstruirse a través de la escritura suena muy bien. Sin embargo, en la realidad, Valentina se topa con un problema: su identidad voluble, resquebrajada y algo líquida no admite un relato sólido y rotundo, uno de esos estilo gran novelón donde todo está atado y explicado hasta el último detalle. En todo caso, ese jarrón roto que es ella admite un texto agrietado, deshilvanadamente hilvanado; un texto capaz de captar lo esencial, sí, pero a la vez lleno de puntos de fuga.

Por eso, en vez de proponerse una escritura lineal, selecciona textos y dibujos, y los reúne alrededor de una intención: componer un mapa de sentimientos (o preocupaciones). También un mapa capaz de contener una topografía aproximada de quién es ella y ayudarla a la hora de tomar decisiones sobre cómo orientar su vida en el futuro. De ahí que el libro de Valentina esté compuesto de material de lo más variopinto: desde un currículum textual sobre su pasado como escritora inédita a una carta de motivación laboral reconvertida en mensaje de amor para Juan y desde tiques de la compra grafiteados a una reflexión gráfica sobre el tipo de libro que quiere hacer. Todo cabe en su antinovela, todo le confiere personalidad al artefacto literario y ayuda a abrir los planos de lectura.

Y digo «antinovela» porque Valentina quiere escribir a contracorriente de lo comercial. Cuanto más alejada esté la novela de lo canónico —sea comercial o literariamente—, más cerca estará ella de conseguir uno de sus objetivos: desintoxicarse de su condición de letraherida, de escritora frustrada. Al margen de que nadie la publique, ella parece reconocer un error en su punto de partida literario: quiso formar parte de una literatura —aquella que funciona como sinónimo de 'acto cultural que la clase media celebra para el engrandecimiento y autopromoción de sí misma'— que ahora aborrece.

Aguijoneada por su propia realidad, Valentina se da cuenta de que está rodeada de discursos —literarios o no— donde prima lo cosmético y lo epidérmico... Y, claro, en ninguno de ellos encuentra lo que ella está buscando:
... lo feo y doloroso que exhala la belleza en estado puro, vida tan bruta que estremece.
Quiero decir: Valentina escribe —hace literatura— para intentar cambiar su vida y construir algo edificante con cada negación, obstáculo y resistencia que ha ido encontrando, no para convertirla en un relato sensiblero o de paisajismo psicologicista susceptible de ser explotado por el mercado editorial con etiquetas como rica vida interior, exquisito diálogo de intimidades o refinada sensibilidad. Valentina escribe «buscando un sentido que compartir» y apostándolo todo por intentar capturar al menos un instante genuino de vida bruta.

Salirse del arte (o para quién se escribe)

En ese sentido, diría que la novela nos muestra a una Valentina que intenta ensamblar un último fragmento en su jarrón: la identidad política. Ella se ve a sí misma como un proyecto de escritora rebelde, capaz de intervenir en la realidad a través de sus letras y grafitis. Como ella misma reconoce, si bien la marca de su escritura es la cobardía y quizá su actitud tenga algo de punk blando —no es Beatriz Preciado, para entendernos—, su apuesta es clara: ser una escritora, madre y mujer «capaz de ocultar pinchos en el coño».

De hecho —leyendo a la luz del ensayo «Salir del arte», incluido en Rompiendo algo, de Belén Gopegui—, diría que esos pinchos —estos ya de la autora, no del personaje— tienen que ver con replantearse para quién escribimos y quiénes son esas personas que podemos considerar los nuestros (y las nuestras). También con asumir que ha llegado la hora de «salirse del arte», y por tanto novelar, en palabras de Gopegui, contra ese canon de belleza artística que es solo «la complacencia con que la burguesía mira el mundo que le da de comer».

Es decir: Yo misma, supongo puede leerse como una novela escrita al menos contra dos literaturas. Una, aquella que se ofrece como arte sofisticado en forma de metaliteratura y cuyo máximo valor es la perfección estilística; otra, la comercial, esto es, aquella que entiende que el lector es, sobre todo, un cliente y que la misión del producto literatura es halagarlo (ya saben, la filosofía de Mercadona —traducible como 'Mercamujer'—: el cliente es el jefe...). Ambas literaturas, distintas entre sí, coinciden en evitar algo que resulta central en esta novela: escribir siendo consciente de que el dinero condiciona el discurso, el punto de vista, las relaciones entre las personas. Escribimos, como suele decir Constantino Bértolo, con un pie puesto en nuestra cuenta bancaria.

En el caso de Natalia Carrero, el otro lo tiene colocado sobre la identidad y esa «gran trampa mental» que se esconde tras el concepto de lo normal. En particular, sobre la intensidad con que nos asedian discursos como el machismo, el autoritarismo, la indiferencia por el otro o el consumismo, siempre tan comprometidos ellos con ocupar nuestra mente —nuestro lenguaje— y hacernos «pasar por el tubo de la normalidad». Es más: en el fondo, Yo misma, supongo puede leerse como una novela sobre la dificultad de encontrar una voz propia y construir con ella un proyecto viable de vida buena en un mundo como este. También como una novela digna de integrar ese batallón de contrahistorias, contrarrelatos y signos de la contradicción con que Belén Gopegui pide intervenir «en el espacio de la tradición literaria».

*

P. D.: también está disponible la versión en catalán, escrita también por Natalia Carrero. Hasta donde sé, las versiones en catalán y en español difieren en algunos aspectos. La presentación madrileña del libro será el 18 de diciembre a las 18 h en la librería Nakama (calle Pelayo, 32, Chueca).

Actualización: en marzó de 2017, publiqué la reseña de Letra rebelde (Belleza Infinita, 2016), el cómic-novela de Natalia Carrero.