Natalia Carrero parece haberse tomado muy en serio lo de emprender un camino creativo propio, singular, sin más paseantes que ella misma y quien quiera seguirla. Algo podía entreverse en sus dos primeras novelas, Soy una caja, deudora de Clarice Lispector, y Una habitación impropia, deudora de Virgina Woolf; sin embargo, nada hacia presagiar —miope que es uno— que el sendero continuaría por esa fusión de escritura y dibujo que ella llama «trazo libre». Sus dos últimas publicaciones, dejan constancia de esa evolución: la novela Yo misma, supongo (Rata, 2016) y el cómic Letra rebelde (Belleza Infinita, 2016).
He utilizado las categorías novela y cómic guiándome por una regla tonta y simple: en la primera, pesa más lo escrito que lo dibujado; en el segundo, el contenido está organizado, sobre todo, alrededor del elemento gráfico. Ahora bien, honestamente, desconozco si empleo esas categorías con acierto... Por un lado, cada vez tengo menos clara la distinción entre los géneros literarios; por otro, juraría que a Natalia Carrero, a la vista de sus libros, tampoco parece quitarle el sueño. De hecho, diría que lo relevante para ella es crear un artefacto artístico que experimente con las formas y que le permita encontrar una manera genuina de expresarse.
Tanto es así que sus dos últimos libros transmiten la sana sensación de que está haciendo lo que le da la gana. Es más: ambos tienen la cualidad de dejar descolocado al lector; en particular, si este confunde la lectura con el mero devorar libros, consumir tendencias o pedir auxilio a un canon que lo exima de construirse un gusto propio (¿y si dedicas 6 u 8 horas a un libro que muy pocos van a leer y para el que no faltará el prescriptor de opinión de turno que diga que es una mierda?). En fin, Natalia Carrero tiene otra sana costumbre con la que me siento afín: lo canónico le parece limitante; lo comercial, aburrido; y lo que está de moda, pues eso, de moda. Se equivoque mucho o poco, ella al menos apuesta por hacer algo diferente y arriesgado.
Su propuesta apela al trazo bruto, al poder expresivo de lo inacabado, es decir, de aquello que se niega a estructurarse según las convenciones estéticas al uso y que posibilita que la obra germine en direcciones inesperadas. También apela a una falsa espontaneidad pulida al calor de una máxima de Yeats, que puede leerse en Letra rebelde: «Un verso quizás nos lleve horas, más si no parece un pensamiento de un instante, nuestro coser y descoser habrá sido en vano». Por eso, bajo la apariencia de lo sencillo y de lo ingenuo, el trazo libre de Natalia Carrero es una tentativa de lo más seria a la hora de probar «nuevas formas solitarias y aventureras» que permitan «trastocar las estructuras del poder dominante».
Como sucediera con Yo misma, supongo, Letra rebelde es, en el fondo, una invitación al bricolaje literario. O dicho de otro modo: estimula a componer tu propio cómic (o novela), a que coloques juntos todos esos papelotes o dibujos catárticos que guardas por casa y, en mitad de ese caos creativo, intentes buscar algún hilo conductor con que enhebrarlos y construirte tu propia novela (a la Carrero). De hecho, La Lectora Común —la narradora de Letra rebelde— lo dice en algún momento: el libro, en apariencia, es tan caótico como su vida; sin embargo, en el propio proceso de escritura, va encontrando cuál es su orden, qué tiene que decir.
Una puerta de salida (o de entrada)
He utilizado las categorías novela y cómic guiándome por una regla tonta y simple: en la primera, pesa más lo escrito que lo dibujado; en el segundo, el contenido está organizado, sobre todo, alrededor del elemento gráfico. Ahora bien, honestamente, desconozco si empleo esas categorías con acierto... Por un lado, cada vez tengo menos clara la distinción entre los géneros literarios; por otro, juraría que a Natalia Carrero, a la vista de sus libros, tampoco parece quitarle el sueño. De hecho, diría que lo relevante para ella es crear un artefacto artístico que experimente con las formas y que le permita encontrar una manera genuina de expresarse.
Tanto es así que sus dos últimos libros transmiten la sana sensación de que está haciendo lo que le da la gana. Es más: ambos tienen la cualidad de dejar descolocado al lector; en particular, si este confunde la lectura con el mero devorar libros, consumir tendencias o pedir auxilio a un canon que lo exima de construirse un gusto propio (¿y si dedicas 6 u 8 horas a un libro que muy pocos van a leer y para el que no faltará el prescriptor de opinión de turno que diga que es una mierda?). En fin, Natalia Carrero tiene otra sana costumbre con la que me siento afín: lo canónico le parece limitante; lo comercial, aburrido; y lo que está de moda, pues eso, de moda. Se equivoque mucho o poco, ella al menos apuesta por hacer algo diferente y arriesgado.
Su propuesta apela al trazo bruto, al poder expresivo de lo inacabado, es decir, de aquello que se niega a estructurarse según las convenciones estéticas al uso y que posibilita que la obra germine en direcciones inesperadas. También apela a una falsa espontaneidad pulida al calor de una máxima de Yeats, que puede leerse en Letra rebelde: «Un verso quizás nos lleve horas, más si no parece un pensamiento de un instante, nuestro coser y descoser habrá sido en vano». Por eso, bajo la apariencia de lo sencillo y de lo ingenuo, el trazo libre de Natalia Carrero es una tentativa de lo más seria a la hora de probar «nuevas formas solitarias y aventureras» que permitan «trastocar las estructuras del poder dominante».
Como sucediera con Yo misma, supongo, Letra rebelde es, en el fondo, una invitación al bricolaje literario. O dicho de otro modo: estimula a componer tu propio cómic (o novela), a que coloques juntos todos esos papelotes o dibujos catárticos que guardas por casa y, en mitad de ese caos creativo, intentes buscar algún hilo conductor con que enhebrarlos y construirte tu propia novela (a la Carrero). De hecho, La Lectora Común —la narradora de Letra rebelde— lo dice en algún momento: el libro, en apariencia, es tan caótico como su vida; sin embargo, en el propio proceso de escritura, va encontrando cuál es su orden, qué tiene que decir.
Una puerta de salida (o de entrada)
En Letra rebelde reaparece la obsesión letraherida: ¿en qué transformamos todo eso que leemos con tanto tesón y deleite?, ¿qué clase de fotosíntesis hacemos con el llamado alimento intelectual? ¿Es solo un entretenimiento para pasar el tiempo? ¿Una nube de
letras que nos encadena al solipsismo, nos separa de los demás y nos impide pasar a la acción política? ¿Cómo dialogan esas voces de los muchos libros leídos —desde Anne Sexton a Adrienne
Rich, desde Vila Matas a Tolstói— con las de los hijos, esas voces que nos reclaman atención, lentejas o dinero para comprar algo azucarado con lo que provocarse una caries tamaño XL?
Al respecto, tengo la sensación de que Natalia Carrero se ha tomado al pie de la letra la frase de la penúltima página de Letra rebelde, un dibujo donde hay una puerta y la frase «una puerta para salir del arte y entrar en la vida». Esa idea ya aparecía en Yo misma, supongo y alude, creo, al ensayo «Salir del arte», donde Belén Gopegui acomete preguntas que le parecen básicas a la hora de pensarse como autora: para quién escribir, desde dónde y para qué.
Al respecto, tengo la sensación de que Natalia Carrero se ha tomado al pie de la letra la frase de la penúltima página de Letra rebelde, un dibujo donde hay una puerta y la frase «una puerta para salir del arte y entrar en la vida». Esa idea ya aparecía en Yo misma, supongo y alude, creo, al ensayo «Salir del arte», donde Belén Gopegui acomete preguntas que le parecen básicas a la hora de pensarse como autora: para quién escribir, desde dónde y para qué.
En ese contexto, parece bastante lógico que la narradora de Letra rebelde lance mensajes como este:
No quiero dirigirme a la gente que le gusta leer, sino a la gente que quiera pararse a pensar.
O este otro:
No quiero más ficciones, sino destruir algunas: no quiero extender valores irresponsables y egoístas. ¿Escribo también para que los demás se sientan menos solos?
Más allá del santuario y de las nieblas del tedio
Las costuras del discurso dominante —el capitalismo heteropatriarcal— son difíciles de romper. Sin embargo, si las obras que creamos o leemos consolidan esos valores, este difícilmente cambiará. En el caso de La Lectora Común, esos valores están relacionados con la autorreferencialidad del arte, la insustancialidad de lo narrado, el inmovilismo creativo, la invasión del consumismo o la confusión entre literatura y lista de los más vendidos. También con la exclusión por parte del canon de valores que constituyen su vida cotidiana como mujer, escritora y madre de tres hijos, esto es, aquellos que sobrevuelan el noble arte de confeccionar un menú familiar, esperar a Godot mientras centrifuga una lavadora o despachar con paciencia y sabiduría rilkeana las demandas afectivas filiales. Ya lo dice ella: «Me encantaría desenvolverme siempre entre líneas de áurea belleza, pero...».
Y esa es una pregunta que nos plantea el libro: ¿qué diablos es la belleza áurea?, ¿de qué debe hablar la literatura? Si los libros desprecian o no hablan de valores como el cuidado, el afecto o la cooperación, ¿cómo —sobre qué bases— imaginar o construir un mundo mejor que este? ¿Qué tiene que decir la literatura en, como diría Zygmunt Bauman, una «sociedad rebosante de riesgos, pero vacía de certezas y garantías»? ¿Es que aún no hemos caído en la cuenta de que, como sugiere La Lectora Común, vivimos en la era del Trankimazín?
De acuerdo con su lectura de María Zambrano, Letra rebelde nos ofrece una respuesta: lo que se publica es para algo y para que alguien —sea una persona o muchas—, al saberlo, viva sabiéndolo y así viva de otro modo; también para librar a ese alguien «de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital». Acaso así, como nos recuerda La Lectora Común hablando de Virginia Woolf, logremos «ir más allá del santuario» y arrancar por mano propia «los extraños y brillantes frutos del arte y del conocimiento».
Sinceramente hacía tiempo que no leía un pregunta tan propia de lo que debería ser la crítica marxista como la que Usted propone: y si dedicas 6 u 8 horas a un libro que muy pocos van a leer. Si el trabajo como señala Marx, es gasto de tiempo, leer supone un intercambio de tiempo entre el tiempo del escritor al escribir y el tiempo del lector al leer, En teoría marxista el valor de un libro vendría determinado por el valor del tiempo dedicado a la lectura. Pero ahí intervendría el valor que cada lector conceda a su tiempo.
ResponderEliminarImagino que la pregunta también es extensible a quien escribe: ¿por qué dedicarle horas y esmero a un texto que quizá casi nadie lea? Por tanto, en primer lugar, le agradezco este intercambio de tiempos, don Constantino.
ResponderEliminarEn segundo lugar, como bien dice usted, diría que la clave reside en saber cómo construye cada lector esa noción de valor y obtener de ahí un elemento cualitativo sobre sus decisiones de lectura. El mero cómputo de horas —el elemento cuantitativo—, en todo caso, puede ser un dato indicativo (pero no siempre concluyente, digo).
O dicho de otro modo: dadas dos novelas sobre un tema similar, con una extensión parecida y escritas por autores de valía contrastada pero diferente repercusión social, ¿qué intercambio de tiempos imagina el lector como más beneficioso y por qué: uno con la omnipresente Patria, de Fernando Aramburu, u otro con la semidesconocida Martutene, de Ramon Saizarbitoria (de cuya valía tengo noticia por un ensayo de Iban Zaldua que he leído hace poco)?
Contestar a eso con cierta precisión, daría para hablar largo y tendido (sobre todo a usted, que sabe más que yo de la materia...). En cualquier caso, y dado que la lectura precisa de ese bien tan escaso que es el tiempo libre, en líneas generales, se lo veo crudo a Saizarbitoria para que los potenciales lectores sientan la necesidad de leer y opinar sobre su novela antes que sobre la de Aramburu. Por desgracia, claro.