Tengo que escribirlo. Mi amargura procede de mi relación no resuelta entre estos dos términos en tiempos del imperialismo del hombre y del capital: mujer y dinero. Y cada noticia del mundo de más allá de nuestro ombligo que se relaciona, aunque sea de forma clandestina, con este par desquiciante mujer-dinero añade otra pizca de sal.
Ahí está expuesta, en palabras de
Valentina Cruz, su gran herida, el conflicto que atraviesa su vida y condiciona su identidad desde niña, y del que da cuenta a través de las páginas de Yo misma supongo (:Rata_, 2016), de Natalia Carrero. Valentina se topó con él por primera vez cuando quiso emanciparse de la casa familiar allá por 1993 y, desde entonces, ha debido enfrentarlo cada vez que este se manifestaba con mayor o menor intensidad en su esfera afectiva, laboral, social o creativa. Dado que lleva buena parte de su vida intentado ser escritora, esta madre, esposa y escritora sin obra ha llegado a los 40 escribiendo textos de todo tipo donde ha dejado constancia de la evolución de esa amargura, de ese conflicto no resuelto.
El fragmento citado más arriba pertenece a 2008, año en que escribió la historia corta «Cabeza rodadora» a propósito de una noche en la ópera con su marido y una pareja amiga para ver un montaje inspirado en Salomé, de Oscar Wilde. A la salida, mientras acontece una clásica cena de parejas, Valentina constata por enésima vez que su intento por dedicarse profesionalmente a la literatura parece destinado a rimar siempre con la incomprensión ajena y la precariedad propia, es decir, con el desequilibrio. Y, a diferencia de otros momentos de su vida, logra conceptualizar qué le pasa y por qué le pasa.
El libro no gira —o no gira solo— alrededor de «Cabeza rodadora» y de su continuación, «El móvil del Juan», una historia escrita en 2016. Sin embargo, esas dos secciones me han gustado particularmente y por eso voy a extenderme sobre ellas: Valentina Cruz y yo compartimos edad —los dos nacimos en 1975—, así que me resulta bastante familiar lo que cuenta. El diálogo con el libro es casi generacional, digo.
La crisis de la institución familiar capitalista
Según nos explica Valentina, la estabilidad económica del hogar descansa sobre Juan, el ingeniero de caminos que tiene por marido. Él aporta unos 3000 euros mensuales a la causa amorosa, un dinero que lo convierte en el accionista mayoritario de esa microempresa que es toda familia. Si bien Juan es un cuarentón abierto, igualitario y buen rollista, ella se siente en una situación de inferioridad: ingresa mucho menos y de manera más irregular. En términos de Valentina, si en algún momento la pareja deriva hacia el juego del control y del poder, Juan puede más. O dicho de otro modo:
El fragmento citado más arriba pertenece a 2008, año en que escribió la historia corta «Cabeza rodadora» a propósito de una noche en la ópera con su marido y una pareja amiga para ver un montaje inspirado en Salomé, de Oscar Wilde. A la salida, mientras acontece una clásica cena de parejas, Valentina constata por enésima vez que su intento por dedicarse profesionalmente a la literatura parece destinado a rimar siempre con la incomprensión ajena y la precariedad propia, es decir, con el desequilibrio. Y, a diferencia de otros momentos de su vida, logra conceptualizar qué le pasa y por qué le pasa.
El libro no gira —o no gira solo— alrededor de «Cabeza rodadora» y de su continuación, «El móvil del Juan», una historia escrita en 2016. Sin embargo, esas dos secciones me han gustado particularmente y por eso voy a extenderme sobre ellas: Valentina Cruz y yo compartimos edad —los dos nacimos en 1975—, así que me resulta bastante familiar lo que cuenta. El diálogo con el libro es casi generacional, digo.
La crisis de la institución familiar capitalista
Según nos explica Valentina, la estabilidad económica del hogar descansa sobre Juan, el ingeniero de caminos que tiene por marido. Él aporta unos 3000 euros mensuales a la causa amorosa, un dinero que lo convierte en el accionista mayoritario de esa microempresa que es toda familia. Si bien Juan es un cuarentón abierto, igualitario y buen rollista, ella se siente en una situación de inferioridad: ingresa mucho menos y de manera más irregular. En términos de Valentina, si en algún momento la pareja deriva hacia el juego del control y del poder, Juan puede más. O dicho de otro modo:
La estructura que sostiene la macroeconomía de nuestra institución familiar es claramente más fuerte que la infraestructura del yo que Valentina representa.Sin embargo, a Juan, esa responsabilidad de proveedor preferente le resulta una carga difícil de soportar. Bajo su envoltura de cuarentón guapo, con una exitosa trayectoria académica y un acomodado estatus social, laten tensiones psicológicas —la adicción al sexo o a la pornografía, entre otras— que cada tanto amenazan con llevarlo al colapso a través de una crisis de ansiedad. Si bien Juan es un buen tipo y es feliz con su familia —tienen dos hijas—, Valentina nos da a entender que él no está exento del asedio que ejerce el capitalismo farmacopornográfico sobre cualquier varón.
De ahí que ella, de algún modo, se sienta a expensas de la pelea que Juan y su deseo deben emprender a diario contra un mensaje casi hegemónico: el del sexo a todas horas en las posiciones más acrobáticas con cuerpos acordes con el canon de belleza imperante y cuyo placer pasa por dejarse usar y consumir de manera incondicional. Es decir: una oferta con publicidad engañosa, sí, pero difícil de rechazar porque es omnipresente, invasiva y está al alcance de la mano (o, mejor dicho, del bolsillo). Una oferta que añade desequilibrio afectivo donde ya había desequilibrio económico.
La diferencia de clase
Asimismo, Valentina vive en tensión con su estatus social. Si ella solo mira sus ingresos, forma parte de esa nueva clase social que Guy Standing llama «precariado»; si se mira junto a su marido, es una esposa y madre más de las que habitan ese paraíso social llamado «clase media», cuyo discreto y mediocre encanto tanto sigue ensalzando la literatura actual. La oferta es tentadora, muy tentadora. Y la dificultad de resistir el embate de quienes consideran que ceder es lo normal —lo inteligente—, enorme.
Valentina trata de sostener su proyecto de escritura rodeada de gente —amigos de su marido, claro— que gozan de estabilidad económica y laboral. Personas que, como en la historia de «Cabeza rodadora» no entienden por qué se dedica a «algo tan inútil e improductivo como la escritura» y que tampoco comprenden por qué escribe novelas complicadas, tan alejadas de un formato comercial que quizá le haría encontrar una editorial y ganar más dinero. A gente así le da igual si ella trabaja en algo que no le gusta, si pone tu talento al servicio del Mal o si se traiciona a sí misma; lo importante —lo que legitima aquello que se hace— es el dinero.
Para gente así, la literatura —como la ópera que han visto esa noche— es solo un producto más de ocio. Uno más de los muchos que ofrece el mercado. Algo que compite con los restaurantes, los coches, la informática o las drogas en proveer instantes «calculadamente desprovistos de conciencia». La literatura, así entendida, es un espejo donde mirarse y practicar el narcisismo de gustarse, de sentirse más refinado y sofisticado que los demás. Lo último que le pide a la literatura alguien que gana 3 o 4 veces más que tú es una experiencia estética que le haga regresar al mundo real con una imagen crítica de sí mismo.
Ese jarrón chino (roto) que somos
Valentina Cruz escribe de manera autobiográfica «porque es la materia que más
ha frecuentado». También porque la escritura es el arma que ha encontrado para defenderse de las consecuencias de que «el mayor error es haber nacido», como decía Segismundo en La vida es sueño. Valentina lo parafrasea en un texto que precede al inicio de la novela y, de algún modo, su escritura pelea por transformar la sensación de error en el gozo de convertirse en acierto.
Nacida en una típica familia burguesa de Barcelona, Valentina recibió una educación de lo más castradora en su infancia y adolescencia. Los ingredientes de esta son de sobra conocidos: grandes dosis de autoritarismo y de sumisión al padre, aderezado todo ello con buenos chorretones de machismo, humillaciones verbales como remedo del diálogo padre-hija, anulación de la figura materna o esa variante de la hipocresía que consiste en guardar las apariencias sociales. ¿El resultado? Una mujer con un desgarro primordial al que debe regresar cada vez que se le abre la herida y ve ante sí misma la imagen de mujer rota, débil e inconexa sobre la que se ha construido.
De hecho, la identidad de Valentina puede verse como un jarrón estampado contra el suelo que ella intenta reconstruir a través de la escritura. Entre los fragmentos que debe ensamblar destacan dos: haberse prostituido para salir de casa de sus padres y un intento de suicidio. Un tercero en discordia podría ser la marca que su educación familiar le ha dejado en herencia: «... la tradición de no pensar» y de preferir «disolverse en alcohol, drogas o en la sumisión a otro» como solución a sus problemas. Sobre esa «infraestructura del yo» tan endeble, ha ido recolocando el resto de fragmentos, unos más desportillados que otros: trabajo, maternidad, construcción de una familia propia, vida en comunidad, autorrealización personal, etcétera.
Un pizca de vida bruta, por favor
Sobre el papel, el plan de reconstruirse a través de la escritura suena muy bien. Sin embargo, en la realidad, Valentina se topa con un problema: su identidad voluble, resquebrajada y algo líquida no admite un relato sólido y rotundo, uno de esos estilo gran novelón donde todo está atado y explicado hasta el último detalle. En todo caso, ese jarrón roto que es ella admite un texto agrietado, deshilvanadamente hilvanado; un texto capaz de captar lo esencial, sí, pero a la vez lleno de puntos de fuga.
Por eso, en vez de proponerse una escritura lineal, selecciona textos y dibujos, y los reúne alrededor de una intención: componer un mapa de sentimientos (o preocupaciones). También un mapa capaz de contener una topografía aproximada de quién es ella y ayudarla a la hora de tomar decisiones sobre cómo orientar su vida en el futuro. De ahí que el libro de Valentina esté compuesto de material de lo más variopinto: desde un currículum textual sobre su pasado como escritora inédita a una carta de motivación laboral reconvertida en mensaje de amor para Juan y desde tiques de la compra grafiteados a una reflexión gráfica sobre el tipo de libro que quiere hacer. Todo cabe en su antinovela, todo le confiere personalidad al artefacto literario y ayuda a abrir los planos de lectura.
Y digo «antinovela» porque Valentina quiere escribir a contracorriente de lo comercial. Cuanto más alejada esté la novela de lo canónico —sea comercial o literariamente—, más cerca estará ella de conseguir uno de sus objetivos: desintoxicarse de su condición de letraherida, de escritora frustrada. Al margen de que nadie la publique, ella parece reconocer un error en su punto de partida literario: quiso formar parte de una literatura —aquella que funciona como sinónimo de 'acto cultural que la clase media celebra para el engrandecimiento y autopromoción de sí misma'— que ahora aborrece.
Aguijoneada por su propia realidad, Valentina se da cuenta de que está rodeada de discursos —literarios o no— donde prima lo cosmético y lo epidérmico... Y, claro, en ninguno de ellos encuentra lo que ella está buscando:
Salirse del arte (o para quién se escribe)
En ese sentido, diría que la novela nos muestra a una Valentina que intenta ensamblar un último fragmento en su jarrón: la identidad política. Ella se ve a sí misma como un proyecto de escritora rebelde, capaz de intervenir en la realidad a través de sus letras y grafitis. Como ella misma reconoce, si bien la marca de su escritura es la cobardía y quizá su actitud tenga algo de punk blando —no es Beatriz Preciado, para entendernos—, su apuesta es clara: ser una escritora, madre y mujer «capaz de ocultar pinchos en el coño».
De hecho —leyendo a la luz del ensayo «Salir del arte», incluido en Rompiendo algo, de Belén Gopegui—, diría que esos pinchos —estos ya de la autora, no del personaje— tienen que ver con replantearse para quién escribimos y quiénes son esas personas que podemos considerar los nuestros (y las nuestras). También con asumir que ha llegado la hora de «salirse del arte», y por tanto novelar, en palabras de Gopegui, contra ese canon de belleza artística que es solo «la complacencia con que la burguesía mira el mundo que le da de comer».
Es decir: Yo misma, supongo puede leerse como una novela escrita al menos contra dos literaturas. Una, aquella que se ofrece como arte sofisticado en forma de metaliteratura y cuyo máximo valor es la perfección estilística; otra, la comercial, esto es, aquella que entiende que el lector es, sobre todo, un cliente y que la misión del producto literatura es halagarlo (ya saben, la filosofía de Mercadona —traducible como 'Mercamujer'—: el cliente es el jefe...). Ambas literaturas, distintas entre sí, coinciden en evitar algo que resulta central en esta novela: escribir siendo consciente de que el dinero condiciona el discurso, el punto de vista, las relaciones entre las personas. Escribimos, como suele decir Constantino Bértolo, con un pie puesto en nuestra cuenta bancaria.
En el caso de Natalia Carrero, el otro lo tiene colocado sobre la identidad y esa «gran trampa mental» que se esconde tras el concepto de lo normal. En particular, sobre la intensidad con que nos asedian discursos como el machismo, el autoritarismo, la indiferencia por el otro o el consumismo, siempre tan comprometidos ellos con ocupar nuestra mente —nuestro lenguaje— y hacernos «pasar por el tubo de la normalidad». Es más: en el fondo, Yo misma, supongo puede leerse como una novela sobre la dificultad de encontrar una voz propia y construir con ella un proyecto viable de vida buena en un mundo como este. También como una novela digna de integrar ese batallón de contrahistorias, contrarrelatos y signos de la contradicción con que Belén Gopegui pide intervenir «en el espacio de la tradición literaria».
Nacida en una típica familia burguesa de Barcelona, Valentina recibió una educación de lo más castradora en su infancia y adolescencia. Los ingredientes de esta son de sobra conocidos: grandes dosis de autoritarismo y de sumisión al padre, aderezado todo ello con buenos chorretones de machismo, humillaciones verbales como remedo del diálogo padre-hija, anulación de la figura materna o esa variante de la hipocresía que consiste en guardar las apariencias sociales. ¿El resultado? Una mujer con un desgarro primordial al que debe regresar cada vez que se le abre la herida y ve ante sí misma la imagen de mujer rota, débil e inconexa sobre la que se ha construido.
De hecho, la identidad de Valentina puede verse como un jarrón estampado contra el suelo que ella intenta reconstruir a través de la escritura. Entre los fragmentos que debe ensamblar destacan dos: haberse prostituido para salir de casa de sus padres y un intento de suicidio. Un tercero en discordia podría ser la marca que su educación familiar le ha dejado en herencia: «... la tradición de no pensar» y de preferir «disolverse en alcohol, drogas o en la sumisión a otro» como solución a sus problemas. Sobre esa «infraestructura del yo» tan endeble, ha ido recolocando el resto de fragmentos, unos más desportillados que otros: trabajo, maternidad, construcción de una familia propia, vida en comunidad, autorrealización personal, etcétera.
Un pizca de vida bruta, por favor
Sobre el papel, el plan de reconstruirse a través de la escritura suena muy bien. Sin embargo, en la realidad, Valentina se topa con un problema: su identidad voluble, resquebrajada y algo líquida no admite un relato sólido y rotundo, uno de esos estilo gran novelón donde todo está atado y explicado hasta el último detalle. En todo caso, ese jarrón roto que es ella admite un texto agrietado, deshilvanadamente hilvanado; un texto capaz de captar lo esencial, sí, pero a la vez lleno de puntos de fuga.
Por eso, en vez de proponerse una escritura lineal, selecciona textos y dibujos, y los reúne alrededor de una intención: componer un mapa de sentimientos (o preocupaciones). También un mapa capaz de contener una topografía aproximada de quién es ella y ayudarla a la hora de tomar decisiones sobre cómo orientar su vida en el futuro. De ahí que el libro de Valentina esté compuesto de material de lo más variopinto: desde un currículum textual sobre su pasado como escritora inédita a una carta de motivación laboral reconvertida en mensaje de amor para Juan y desde tiques de la compra grafiteados a una reflexión gráfica sobre el tipo de libro que quiere hacer. Todo cabe en su antinovela, todo le confiere personalidad al artefacto literario y ayuda a abrir los planos de lectura.
Y digo «antinovela» porque Valentina quiere escribir a contracorriente de lo comercial. Cuanto más alejada esté la novela de lo canónico —sea comercial o literariamente—, más cerca estará ella de conseguir uno de sus objetivos: desintoxicarse de su condición de letraherida, de escritora frustrada. Al margen de que nadie la publique, ella parece reconocer un error en su punto de partida literario: quiso formar parte de una literatura —aquella que funciona como sinónimo de 'acto cultural que la clase media celebra para el engrandecimiento y autopromoción de sí misma'— que ahora aborrece.
Aguijoneada por su propia realidad, Valentina se da cuenta de que está rodeada de discursos —literarios o no— donde prima lo cosmético y lo epidérmico... Y, claro, en ninguno de ellos encuentra lo que ella está buscando:
... lo feo y doloroso que exhala la belleza en estado puro, vida tan bruta que estremece.Quiero decir: Valentina escribe —hace literatura— para intentar cambiar su vida y construir algo edificante con cada negación, obstáculo y resistencia que ha ido encontrando, no para convertirla en un relato sensiblero o de paisajismo psicologicista susceptible de ser explotado por el mercado editorial con etiquetas como rica vida interior, exquisito diálogo de intimidades o refinada sensibilidad. Valentina escribe «buscando un sentido que compartir» y apostándolo todo por intentar capturar al menos un instante genuino de vida bruta.
Salirse del arte (o para quién se escribe)
En ese sentido, diría que la novela nos muestra a una Valentina que intenta ensamblar un último fragmento en su jarrón: la identidad política. Ella se ve a sí misma como un proyecto de escritora rebelde, capaz de intervenir en la realidad a través de sus letras y grafitis. Como ella misma reconoce, si bien la marca de su escritura es la cobardía y quizá su actitud tenga algo de punk blando —no es Beatriz Preciado, para entendernos—, su apuesta es clara: ser una escritora, madre y mujer «capaz de ocultar pinchos en el coño».
De hecho —leyendo a la luz del ensayo «Salir del arte», incluido en Rompiendo algo, de Belén Gopegui—, diría que esos pinchos —estos ya de la autora, no del personaje— tienen que ver con replantearse para quién escribimos y quiénes son esas personas que podemos considerar los nuestros (y las nuestras). También con asumir que ha llegado la hora de «salirse del arte», y por tanto novelar, en palabras de Gopegui, contra ese canon de belleza artística que es solo «la complacencia con que la burguesía mira el mundo que le da de comer».
Es decir: Yo misma, supongo puede leerse como una novela escrita al menos contra dos literaturas. Una, aquella que se ofrece como arte sofisticado en forma de metaliteratura y cuyo máximo valor es la perfección estilística; otra, la comercial, esto es, aquella que entiende que el lector es, sobre todo, un cliente y que la misión del producto literatura es halagarlo (ya saben, la filosofía de Mercadona —traducible como 'Mercamujer'—: el cliente es el jefe...). Ambas literaturas, distintas entre sí, coinciden en evitar algo que resulta central en esta novela: escribir siendo consciente de que el dinero condiciona el discurso, el punto de vista, las relaciones entre las personas. Escribimos, como suele decir Constantino Bértolo, con un pie puesto en nuestra cuenta bancaria.
En el caso de Natalia Carrero, el otro lo tiene colocado sobre la identidad y esa «gran trampa mental» que se esconde tras el concepto de lo normal. En particular, sobre la intensidad con que nos asedian discursos como el machismo, el autoritarismo, la indiferencia por el otro o el consumismo, siempre tan comprometidos ellos con ocupar nuestra mente —nuestro lenguaje— y hacernos «pasar por el tubo de la normalidad». Es más: en el fondo, Yo misma, supongo puede leerse como una novela sobre la dificultad de encontrar una voz propia y construir con ella un proyecto viable de vida buena en un mundo como este. También como una novela digna de integrar ese batallón de contrahistorias, contrarrelatos y signos de la contradicción con que Belén Gopegui pide intervenir «en el espacio de la tradición literaria».
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P. D.: también está disponible la versión en catalán, escrita también por Natalia Carrero. Hasta donde sé, las versiones en catalán y en español difieren en algunos aspectos. La presentación madrileña del libro será el 18 de diciembre a las 18 h en la librería Nakama (calle Pelayo, 32, Chueca).
Actualización: en marzó de 2017, publiqué la reseña de Letra rebelde (Belleza Infinita, 2016), el cómic-novela de Natalia Carrero.
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