En el ensayo «Blues de la alta cultura», contenido en Metáfora y memoria (Mardulce, 2016), Cynthia Ozick da cuenta de un fenómeno global: en la era de la publicidad y el mercantilismo, el silencio de los medios de comunicación equivale casi a la defunción de quienes escriben. Ozick nos lo explica desde la perspectiva de quien ha nacido en 1929 y ha visto pasar más de 80 años de agua por debajo de los puentes literarios. Y lo hace a partir de dos noticias, una relativa a Jonathan Franzen y otra a Philip Roth. Los ejemplos son estadounidenses, pero trasladables a cualquier país del ámbito hispanoamericano.
En resumidas cuentas, lo que sucedió con Franzen es que este se negó a asistir al programa de la todopoderosa celebridad mediática Oprah Winfrey. ¿La razón? Según explicó el autor de Las correcciones, lo que él escribía pertenecía a «la gran tradición literaria» y, por tanto, no quería participar en un programa de televisión que recomendaba libros sensibleros, unidimensionales y «que le daban vergüenza ajena». Entre convertirse en una celebridad y ser aceptado por la alta cultura, de algún modo, él prefería lo segundo. A continuación, como no podía ser de otro modo, se organizó un guirigay colosal, y a Franzen le llovieron palos de todo el mundo, hasta de Harold Bloom.
Tiempo después, Philip Roth, uno de los escritores más icónicos y multipremiados de la literatura estadounidense, publicó El oficio, un libro que incluye «entrevistas, reflexiones, intercambios» con «diez de las figuras más significativas del siglo XXI» y un «notable ensayo de homenaje» que se llama Releyendo a Saul Below. Sorprendentemente, casi nadie le hizo caso. Y casi nadie es... casi nadie. Ozick lo relata en su ensayo con detalle en este párrafo tan demoledor como clarificador sobre en qué consiste el ostracismo en estos tiempos tan posmodernos:
Tiempo después, Philip Roth, uno de los escritores más icónicos y multipremiados de la literatura estadounidense, publicó El oficio, un libro que incluye «entrevistas, reflexiones, intercambios» con «diez de las figuras más significativas del siglo XXI» y un «notable ensayo de homenaje» que se llama Releyendo a Saul Below. Sorprendentemente, casi nadie le hizo caso. Y casi nadie es... casi nadie. Ozick lo relata en su ensayo con detalle en este párrafo tan demoledor como clarificador sobre en qué consiste el ostracismo en estos tiempos tan posmodernos:
Por el contrario, cuando El oficio apareció en el primer año del siglo XXI, fue recibido con un silencio casi total. Publishers Weekly, al dar cuenta obligada de su publicación, denigró esta generosa, iluminadora y desinteresada obra de indagación cultural y de admiración feroz como una prueba del egoísmo de Roth; un punto de vista falso, rancio e impertinente en ambos sentidos. Quizá hubo otras reseñas, quizá no. Lo notable es que El oficio no resultó notable. Nació en el silencio. No atrajo demasiada atención, o más bien ninguna, ni siquiera entre los editores de revistas intelectuales. Nadie lo elogió, nadie lo condenó. Ninguna criatura literaria se movió para responderle, ni siquiera un piojo.
Previamente, Ozick —admirada por David Foster Wallace y que en algún momento fue joven escritora antes que futurible para el Nobel—, había dicho:
Hace cincuenta años, no me cabe duda de ello, esta publicación habría sido un Acontecimiento, un hito cultural, una ocasión para calentar el caldero literario de Nueva York, tanto como el explosivo —y efímero— anhelo de Franzen, o incluso más. Hace cincuenta años, la publicación de El oficio habría sido el tema de conversación en cientos de madrigueras de estudiantes universitarios y en cenas clasemedieras, en columnas sobre libros y chismes culturales, en indignados cenáculos de jóvenes lectores rebosantes de envidia y ambición.
Y, sin embargo, ya no lo es... Un libro de Roth ya no calienta casi nada —ni a favor ni en contra—; una frase desafortunada y rechazar una invitación de una celebridad que puede hacerte millonario a tu editorial y a ti, en cambio, puede originar un fuego difícil de apagar. Así están las cosas, digo, en el país que coloniza culturalmente buena parte del planeta (y así estamos probablemente también nosotros, que reproducimos sus mecanismos y tics uno por uno).
Todo ha cambiado mucho desde la década del 60 y del 70, y sería largo analizar los factores que han influido en que eso sea así. Por mi parte, quiero rescatar un par de conclusiones de Ozick sobre la dirección en que ha cambiado la sociedad estadounidense. Una es que hace 50 años nadie habría hablado con «tanta jactancia, ni con tanta vaguedad, de la tradición de la alta cultura», como hizo Franzen. Eso la lleva a concluir que hoy parece que nos hemos acostumbrado a que para producir alta cultura alcanza con una simple ironía publicitaria, con una frase como la de Franzen. También que defender un mínimo de jerarquía intelectual termina siempre en acusaciones de esnobismo y discriminación.
La otra es que hubo un momento en que debatir sobre libros en la tele no estuvo en manos de gente «voluntariosa y bienintencionada» como Oprah Winfrey (que es como decir que en España tarde o temprano terminará en manos de Bertín Osborne, Ana Rosa Quintana o Anne Igartiburu...). Es más: la discusión sobre autores y autoras intelectualmente competentes formaba parte de
las reuniones de amigos, de los temas habituales de conversación. O dicho de otro modo:
hubo un tiempo en que la publicidad y el ruido mediático no eran lo
bastante potentes para neutralizar los discursos relevantes. Hoy, como señala Ozick hablando de ese libro de Philip Roth, lo normal es que los libros nazcan en el silencio. La superficialidad del márketing —premeditado o no— desplaza con una facilidad pasmosa a otros discursos más elaborados en su intento por ocupar e influir en la plaza pública. «Todo es mercado», como afirma Constantino Bértolo, en La cena de los notables.
Quizá eso explique las mil y una maniobras de las nuevas generaciones literarias por hacer ruido, el que sea, pero ruido. Y es que el dicho uruguayo parece más revelador que nunca: «¿Quién sos vos que la radio no te nombra». Incluso Franzen parece más y mejor escritor —más relevante— que Roth por efecto de su incidente. De hecho, rechazar la invitación no fue una operación tan beneficiosa comercialmente como haberla aceptado; sin embargo, que le zurraran un poco en los medios también lo ayudó a vender montones de libros (¿ha dejado de vender alguna traducción en España, por ejemplo?). También le sirvió para posicionarse como escritor: ahora muchos se sienten obligados a tener una opinión formada sobre Franzen, y no tanto sobre Roth.
Quizá eso explique las mil y una maniobras de las nuevas generaciones literarias por hacer ruido, el que sea, pero ruido. Y es que el dicho uruguayo parece más revelador que nunca: «¿Quién sos vos que la radio no te nombra». Incluso Franzen parece más y mejor escritor —más relevante— que Roth por efecto de su incidente. De hecho, rechazar la invitación no fue una operación tan beneficiosa comercialmente como haberla aceptado; sin embargo, que le zurraran un poco en los medios también lo ayudó a vender montones de libros (¿ha dejado de vender alguna traducción en España, por ejemplo?). También le sirvió para posicionarse como escritor: ahora muchos se sienten obligados a tener una opinión formada sobre Franzen, y no tanto sobre Roth.
Por cierto, Oprah Winfrey nunca criticó a Franzen por su desplante. Es más: su digestión de todo aquello terminó en forma de un programa a Anna Karenina y otro para Faulkner. Cada quien que saque sus conclusiones de este complejo entramado multivariable en que unos publican libros y otros los leemos.
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P.D.: Rescato un par de entrevistas que le hicieron a Cynthia Ozick en España: esta de El Cultural y esta otra de El País.