Esta novela, La conquista del Oeste (o la muerte de Ulises Zuma) (Malatesta Records, 2014), nace de un doble viaje a causa de una obsesión. También de la necesidad de extirpar en algún momento un fantasma que se había instalado en la vida de este escritor y músico valenciano, Néstor Mir, desde mediados de 2007, cuando tomó la decisión de viajar ese mismo verano junto con unos amigos a Uruguay y Argentina para grabar un documental sobre una enigmática banda prepunk llamada Los Suicidas.
El documental —por causas que explicaré más abajo— nunca llegó a rodarse, así que el único registro con que contamos de aquel viaje rioplatense está en el blog de Néstor. Allí, en la entrada Tras la pista de Los Suicidas, están los 8 capítulos que la revista uruguaya Freeway le publicó entre 2008 y 2009 sobre el asunto. Asimismo, el periodista Gabriel Peveroni, editor en aquella revista, publicó posteriormente este bolañesco artículo en el diario argentino Página/12 que resumía la investigación de Néstor y daba cuenta de algunas teorías detectivesco-salvajes al respecto.
La conquista del Oeste es posterior a la crónica y relata, en clave de autoficción, el segundo viaje que Néstor y sus amigos emprendieron tras Los Suicidas. Esta segunda expedición fue en el verano de 2008 —un año después de la pesquisa rioplatense— y debería haber sido la definitiva para cerrar el documental, montarlo y que cada quien siguiera con su vida. Sin embargo, como se leerá más abajo, el resultado del proyecto distó de ser satisfactorio... Y no solo en términos de rodar el documental o no, sino de salud mental para algún miembro del equipo de rodaje.
Por último, y antes de pasar a reseñar tanto la crónica como la novela, dos aclaraciones. La primera: Tras la pista de Los Suicidas y La conquista del Oeste pueden leerse de manera independiente y en orden en inverso, como cada lector quiera... Se empiece por un lado o por otro, la sensación es la misma: querer saber más sobre la banda, su leyenda o por qué diablos resulta tan complicado reunir información sobre ella. Y la segunda: el sábado 6 de junio, Néstor Mir y quien esto escribe presentaremos en amor y compañía —esperamos— La conquista del Oeste en la madrileña librería Burma (Lavapiés, 19:30 h).
Una banda protopunk argentina aparece en Valencia
El documental —por causas que explicaré más abajo— nunca llegó a rodarse, así que el único registro con que contamos de aquel viaje rioplatense está en el blog de Néstor. Allí, en la entrada Tras la pista de Los Suicidas, están los 8 capítulos que la revista uruguaya Freeway le publicó entre 2008 y 2009 sobre el asunto. Asimismo, el periodista Gabriel Peveroni, editor en aquella revista, publicó posteriormente este bolañesco artículo en el diario argentino Página/12 que resumía la investigación de Néstor y daba cuenta de algunas teorías detectivesco-salvajes al respecto.
La conquista del Oeste es posterior a la crónica y relata, en clave de autoficción, el segundo viaje que Néstor y sus amigos emprendieron tras Los Suicidas. Esta segunda expedición fue en el verano de 2008 —un año después de la pesquisa rioplatense— y debería haber sido la definitiva para cerrar el documental, montarlo y que cada quien siguiera con su vida. Sin embargo, como se leerá más abajo, el resultado del proyecto distó de ser satisfactorio... Y no solo en términos de rodar el documental o no, sino de salud mental para algún miembro del equipo de rodaje.
Por último, y antes de pasar a reseñar tanto la crónica como la novela, dos aclaraciones. La primera: Tras la pista de Los Suicidas y La conquista del Oeste pueden leerse de manera independiente y en orden en inverso, como cada lector quiera... Se empiece por un lado o por otro, la sensación es la misma: querer saber más sobre la banda, su leyenda o por qué diablos resulta tan complicado reunir información sobre ella. Y la segunda: el sábado 6 de junio, Néstor Mir y quien esto escribe presentaremos en amor y compañía —esperamos— La conquista del Oeste en la madrileña librería Burma (Lavapiés, 19:30 h).
Una banda protopunk argentina aparece en Valencia
Todo comenzó con una vieja cinta pirata de casete olvidada por una chica uruguaya en la casa de un músico valenciano. Era por la mañana, era mayo, era 2007 cuando la vida de Néstor Mir cambió de la manera más tonta y, hasta hoy, sigue signada por lo que sucedió aquel día. Néstor puso la cinta en su equipo de música, le dio volumen y quedó deslumbrado con lo que salió por los altavoces. De hecho, quedó tan fascinado que a continuación llamó por teléfono a dos colegas músicos y les hizo escuchar cómo sonaba aquella música endemoniada. Todos fliparon en colores, como suele decirse... Era una especie de banda protopunk, entre prerramoniana y pre-Stooges, que cantaba en español y cuya música emitía una energía tan brutal que daban ganas de romper los muebles. Con la chica en paradero desconocido, el único dato para saber algo más de la banda estaba escrito a rotulador sobre la cinta: Los Suicidas.
Néstor y sus amigos desconocían casi por completo la escena musical rioplatense. De ahí que el hallazgo de Los Suicidas les pareció una buena oportunidad de matar al menos dos pájaros de un tiro: por un lado, darse el gusto de grabar un documental —camára al hombro y en tiempo real— sobre la búsqueda de una ignota banda punk; por otro, aprovechar la investigación para ampliar sus horizontes musicales y conectarse con la escena underground del otro hemisferio. A través de sus contactos en Valencia —Eduardo Guillot, Rafa Cervera, Esteban Leivas y otros—, empezaron a moverse y fueron construyendo una nutrida agenda de posibles contactos con músicos, críticos, actores y gentes bohemias varias que podrían aportarles datos para su investigación en Montevideo y Buenos Aires. Contactos reunieron muchos en aquellas primeras semanas...; datos sobre Los Suicidas, ninguno.
Cuando Néstor y los suyos comenzaban a dudar de la existencia de la banda, la casualidad se alió con ellos. Un buen día, coincidieron con los Mégaphone ou la Mort, un grupo donde tocaban un par de guitarristas argentinos... Ellos sí habían oído hablar de Los Suicidas, y les contaron lo que sabían de su leyenda: años 70, estilo muy punk cuando el punk aún no existía, banda de culto capaz de vender unos 1000 discos en aquella escena under y conciertos donde el público entraba en éxtasis total, se subía al escenario y arrasaba a la banda mientras esta, sepultada por la gente, seguía tocando a toda pastilla sin que nadie supiera muy bien cómo. Era una leyenda que hablaba de una comunión casi religiosa entre banda y público.
Néstor y sus amigos desconocían casi por completo la escena musical rioplatense. De ahí que el hallazgo de Los Suicidas les pareció una buena oportunidad de matar al menos dos pájaros de un tiro: por un lado, darse el gusto de grabar un documental —camára al hombro y en tiempo real— sobre la búsqueda de una ignota banda punk; por otro, aprovechar la investigación para ampliar sus horizontes musicales y conectarse con la escena underground del otro hemisferio. A través de sus contactos en Valencia —Eduardo Guillot, Rafa Cervera, Esteban Leivas y otros—, empezaron a moverse y fueron construyendo una nutrida agenda de posibles contactos con músicos, críticos, actores y gentes bohemias varias que podrían aportarles datos para su investigación en Montevideo y Buenos Aires. Contactos reunieron muchos en aquellas primeras semanas...; datos sobre Los Suicidas, ninguno.
Cuando Néstor y los suyos comenzaban a dudar de la existencia de la banda, la casualidad se alió con ellos. Un buen día, coincidieron con los Mégaphone ou la Mort, un grupo donde tocaban un par de guitarristas argentinos... Ellos sí habían oído hablar de Los Suicidas, y les contaron lo que sabían de su leyenda: años 70, estilo muy punk cuando el punk aún no existía, banda de culto capaz de vender unos 1000 discos en aquella escena under y conciertos donde el público entraba en éxtasis total, se subía al escenario y arrasaba a la banda mientras esta, sepultada por la gente, seguía tocando a toda pastilla sin que nadie supiera muy bien cómo. Era una leyenda que hablaba de una comunión casi religiosa entre banda y público.
La propietaria de la cinta seguía sin aparecer, así que la única punta del ovillo de la que disponían Néstor y sus amigos era la historia referida por los Mégaphone. Una historia que, bien pensado, podía ser una mera leyenda urbana o parte de ese gusto por exagerar todo hasta el melodrama o lo épico que tienen los rioplatenses. Sin embargo, envalentonados, seducidos por la propia inercia de la búsqueda, los valencianos compraron unos billetes de avión para el 10 de agosto: aterrizarían en Buenos Aires a las 18:30 h. Si la historia era cierta, pensaron, sobre el terreno les sería relativamente sencillo contrastarla y entrevistar a algún miembro de Los Suicidas.
Conviene recordarlo ahora, por si ha pasado inadvertido antes: la expedición valenciana voló al hemisferio sur sin ni siquiera saber el nombre de los componentes de la banda. ¿La razón? Ni pensaron que la cosa fuera a ser tan —pero tan— complicada ni querían hacer una superinvestigación; tan solo pensaron que aquella era una manera divertida de pasar el verano, poner en práctica sus conocimientos sobre montaje de documentales —reclutaron a un cineasta— y conectarse con otros músicos. Tampoco cayeron en la cuenta de que los 70 fueron un momento singular en el Cono Sur. Ni se les pasó por la cabeza que perseguir a una banda protopunk pudiera convertirse en una monomanía digna del capitán Ahab.
4 valencianos buscan oculta banda de culto por el Río de la Plata...
En el verano —boreal— de 2007, aún no existía ese maravilloso documental que es Searching for Sugar Man. Así que cualquier conexión con la cinta sueco-británica donde unos fans sudafricanos buscan a un misterioso cantante llamado Rodríguez es pura coincidencia, sincronía o monomanía ahabiana de la que aqueja a otros músicos en otros lugares del planeta. Lamentablemente, y pese a contar con montones de horas de grabación y material en abundancia, Néstor y los suyos no consiguieron grabar su particular Buscando a Los Suicidas. Las razones son dos; una, la sempiterna falta de apoyo económico para proyectos así; otra, que Los Suicidas resultaron ser una enigmática banda aún más esquiva que Sixto Rodríguez. Es difícil conseguir financiación para rodar una investigación fracasada, digo.
Eso sí, la falta de resultados concretos no fue porque los músicos valencianos no pusieran empeño... Se entrevistaron con todas aquellas bandas que les recomendaron o se les ocurrió que podrían haber crecido bajo la influencia de Los Suicidas; a saber: Astroboy, Terapeutas, Motosierra, La Hermana
Menor, Nico Molina —su anfitrión y guía en Montevideo—, Valle de Muñecas y su productor Manza... Pero también con periodistas musicales como Gabriel Peveroni o Fernando Peláez, gente del cine como Ezequiel Acuña, Juancho Sarabi o Santiago Pedrero, y hasta con una rutilante estrella de la música de vanguardia uruguaya: Réneé Pietrafesa. Durante 3 semanas recabaron información, persiguieron contactos, grabaron a destajo, fueron y vinieron de Buenos Aires a Montevideo para al final terminar perdidos en la nieve de Ushuaia... Y el resultado fue desesperanzador: nadie sabía —o les quiso decir— dónde localizar a Los Suicidas.
Unos les inventaron historias. Otros, como Réneé Pietrafesa o Andy Adler, les escamotearon información por razones que en aquel momento les resultaron incomprensibles, y que favorecieron que Los Suicidas se convirtieran en una esquiva Moby Dick para la expedición valenciana. Y algunos entrevistados, como Ángelo Mastrangelo, Juancho Sarabi o Santiago Pedrero, estos sí, les inyectaron dosis de información de una pureza tan elevada que, como la heroína, los dejó prendados para siempre de la historia que habían encontrado.
A veces, las obsesiones surgen de una manera tan simple como esa: uno se enamora o se engancha hasta las trancas de alguien que le resulta esquivo en la medida. Y Los Suicidas supieron rechazar y dejarse ver en la medida justa para enloquecer a sus perseguidores valencianos.
De hecho, Néstor y los suyos ni siquiera pudieron comprar por unos escalofriantes 2000 € un ejemplar del único disco, Ganancias y pérdidas (Sondor, ¿1972?), que grabó la banda. Uno de los dueños de la disquería, integrante de la banda uruguaya Motosierra, se arrepintió en el último momento cuando sus entregados compradores estaban dispuestos a pasarse el resto del año comiendo arroz y pan duro con tal de volver con el único objeto que demostraba que no estaban locos, que esa endiablada banda había existido. Pero, como en tantos otros lances de su investigación, también ahí los valencianos debieron aceptar su derrota.
Los Suicidas
A tenor de lo averiguado por Néstor y compañía, Los Suicidas fueron una banda argentina —o al menos con sede en Buenos Aires— formada por Roque Celaya, Rigoberto Mendetti, Nelson Shenker y Ulises Luna. Lo normal es que fueran argentinos, si bien algunas teorías apuntan a que quizá alguno o algunos de los componentes fueran uruguayos, puede que incluso hubiera un mexicano. Los cuatro tocaban bien; pero, en vez de decantarse por una música tranquila, les dio por ser melenudos, desbarrar con las drogas y erigirse en una suerte de sacerdotes sonoros que oficiaban largos conciertos que terminaban en bacanal. Y ya se sabe: los 70 no fueron buenos tiempos para esa clase de lírica greñuda en el Cono Sur.
De hecho, las drogas y la dictadura argentina parecen explicar el segundo y definitivo viaje de Los Suicidas a Montevideo. El primero, en teoría, lo habían hecho por una mera cuestión económica: grabar en un buen estudio uruguayo les salía mucho más barato que en uno porteño de calidad similar (imperdible, por cierto, la historia de cómo llegaron a grabar en los afamados estudios Sondor...). Ese segundo viaje, decía, fue, en principio, para desintoxicarse de la vida de excesos alcohólico-lisérgicos que Los Suicidas llevaban en Buenos Aires. Además, al sucederse los Gobiernos militares en la Argentina, es probable que decidieran quedarse en Montevideo y no volver a cruzar el río. Eso sí, la solución solo pudo ser temporal: el 27 de junio de 1973 llegaba también la dictadura a Uruguay.
Por tanto, como sostiene el actor Juancho Sarabi, la historia de Los Suicidas —si algún día lográramos recomponerla del todo— habla, además de sobre música y desenfreno, sobre unas personas a quienes «la llegada de las dictaduras a Latinoamérica les obligó a cambiar de vida, o a perderla». Los españoles hoy, como entonces aquellos cuatro ingenuos y voluntariosos músicos valencianos convertidos en bolañescos detectives salvajes tras una ignota banda punk, sabemos muy poco o nada de cómo fue aquella época en Argentina y Uruguay. A fin de empezar a paliar esa ignorancia, basta leer el siguiente párrafo de la wikientrada sobre Eduardo Mateo —otro personaje enigmático, raro, dado a los excesos y que influyó a generaciones de músicos uruguayos—:
[...] Con el inicio de la dictadura, Mateo perdió a varios de sus colegas, excompañeros y compañeros potenciales, que se fueron del país: Diane Denoir se exilió en Venezuela durante 1974, ante amenaza de secuestro; Horacio Buscaglia vivió durante todo ese año en Buenos Aires; Vera Sienra se mudó a dicha ciudad en 1973 y vivió allí hasta 1980; Rubén Rada se fue a Europa en diciembre de 1975, luego a Estados Unidos y finalmente se radicó en Argentina; Carlos Canzani se fue del país ese mismo año; Luis Sosa lo hizo en 1978; Jaime Roos se fue a Europa el mismo año que Rada; Urbano Moraes se mudó a Argentina durante 1974, y más tade a España, en 1976, donde viviría y se desempeñaría como músico hasta 1982.60
Dentro de la oscuridad que envuelve la historia de Los Suicidas, y hasta donde averiguaron Néstor y su equipo, la desintegración de la banda pudo estar relacionada con el contexto histórico. De hecho, en Uruguay solo permaneció Nelson Shenker, cuyo bajo Hofner 62 los valencianos salvajes descubrieron en la tienda de un lutier de Ciudad Vieja. Al parecer, Shenker se significó políticamente y pudo haberse convertido en un desaparecido de la dictadura... Puede que la clave la tenga el músico Andy Adler, quien rehuyó comentar la cuestión durante su entrevista porque le resultaba muy doloroso recordarlo.
Los otros tres componentes —Celaya, Mendetti y Luna— huyeron de Montevideo. El guitarrista Ulises Luna, quien frecuentó la casa de Rénée Pietrafesa, desapareció del país... y, según la pianista, que se mostró de lo más críptica, este se fue «hacia el asteroide». (Spoiler: meses después, Pietrafesa contactó de nuevo con Néstor para contarle dónde quedaba exactamente el asteroide..., y ahí empieza la novela La conquista del Oeste). Por su parte, Roque Celaya —el batería— regresó a Buenos Aires, dejó embarazada a una actriz, la abandonó y, según conjetura su hijo, continuó su camino de autodestrucción hasta extinguirse. Por último, el guitarrista Rigoberto Mendetti, tras pensarlo mucho y debatirlo con Shenker, huyó hacia la lejana Ushuaia; allí cambió de nombre, abrió en algún momento un bar musical y, tiempo después, se retiró junto con su pareja a una granja. Cuando su compañera murió, él se borró del mapa. Néstor y compañía solo encontraron la tumba de ella.
Derrotados por su Moby Dick particular, los perseguidores se batieron en retirada hacia Valencia. Eso sí, antes de regresar, en pleno invierno austral, Néstor se rapó el pelo al cero. Fue un gesto simbólico que venía a expresar que aquella persecución a ritmo de vértigo lo había transformado en el plano personal. No era la misma persona que se había ido de Valencia que la que regresaba. Al margen de la siempre frustrante experiencia del fracaso, aquellos meses tan intensos lo habían enfrentado a preguntas algo trascendentes relacionadas con su oficio: ¿por qué tocar?, ¿para quién hacerlo?, ¿qué esperaba conseguir a través de la música?
Searching for Ulises Luna (o Zuma)
Al no encontrar a ningún miembro de Los Suicidas, el documental no pudo salir adelante. Sin embargo, Gabriel Peveroni le propuso a Néstor que escribiera una crónica de aquel viaje para publicarla en la revista Freeway. Con el documental aparcado, a Néstor le pareció una buena idea contar aquella búsqueda alocada y estresante; de algún modo, publicarla en internet sería como lanzar una última botella al mar: alguien podría recogerla y aporta el dato preciso tras el que seguir la persecución de su cetáceo musical. Y así sucedió.
Lo curioso es que esa botella la recogió alguien a quien habían entrevistado durante su estancia en Uruguay: Rénée Pietrafesa, quien tras leer el corazón que Néstor y los suyos habían puesto en localizar a Los Suicidas, se sintió conmovida y cambió de opinión sobre aquellos músicos valencianos que le habían parecido... poco serios. De repente, recordó que Ulises Luna no se había ido «hacia el asteroide», sino hacia Cork (Irlanda). Es más: ella había mantenido contacto con él durante algunos años y les enviaba la última dirección postal que le había conocido.
Con ese dato en la mano, Néstor y sus compañeros montaron a toda prisa un viaje para ir a Irlanda en el verano de 2008. Sin embargo, a última hora, cuando ya lo tenían todo listo para irse a Cork, recibieron una pista contundente que afirmaba que Ulises Luna residía en los Estados Unidos: existía un disco de un grupo llamado de The Muum o The Moon o algo así, producido en Boston y cuyo productor era... Ulises Luna. Visto y no visto, los investigadores cambiaron sus billetes y salieron rumbo a Estados Unidos.
La primera pista, la pista por la que habían viajado y que les habían jurado como cierta, resultó ser falsa... Y, claro está, eso casi derrumba el proyecto y puso al borde del colapso nervioso a la expedición, en particular a Néstor. Sin embargo, gracias a que tenían un amigo en Boston comprometido con la causa suicida, a que nadie regresa a Valencia a los dos días de haber aterrizado en otro continente o a que Estados Unidos no es mal sitio para darse un paseo, se quedaron y prosiguieron con la investigación. Es más: llenaron las redes sociales de mensajes contando de su búsqueda y tratando de contactar con gente. Así, entre unas cosas y otras, fueron reuniendo información y, en plan beatnik, empezaron a devorar kilómetros tras Ulises Luna: Boston, Greenland, Nueva York, Louisville, Nashville, Denver, Fortland, Las Vegas, Los Ángeles, San Francisco...
Y todo por ir detrás de cada pista que encontraban: un misterioso e inexplicable cambio de nombre de Ulises Luna a Ulises Zuma; una confusa orientación sexual; un estudio en Nashville donde el músico trabajó como productor y dejó deslumbrada a la gente con su talento; una disquería en Nueva York donde aparece el famoso disco que supuso la cancelación del viaje a Cork; un músico estadounidense que conocían porque había tocado varias veces en Valencia y que resultó haber sido fan y vecino de Ulises Luna; una señora millonaria cuya diversión era el mecenazgo musical, y quien se enamoró de cómo tocaba Luna/Zuma y le puso un estudio de grabación en su pueblo; un fallido intento del músico por incursionar en Los Ángeles en la composición de bandas sonoras para el cine... Todo. Lo rastrearon todo. Néstor y los suyos persiguieron hasta el último indicio sólido que encontraron, incluida la bolañesca última pista: el ingreso de Ulises Luna en una comuna jipi de San Francisco.
Lo rastrearon todo y, como en Argentina y en Uruguay, siguieron sin encontrar a nadie. Y todo porque ese guitarrista argentino —o uruguayo o mexicano, vaya usted a saber— prefirió siempre mantenerse «detrás de un halo de anonimato» y fiel a una filosofía de vida que «nunca había traspasado la barrera que separa lo privado de lo público». Era un tipo brillante, un «músico y productor de culto de bandas poco o nada conocidas» que parecía encarnar a la perfección la nula aspiración por ser famoso, reconocido. Como si él mismo borrara «cualquier tipo de indicación clara» sobre su paradero y quisiera para sí la metáfora de quien está a un paso de la celebridad, goza del talento necesario para merecerla y, sin embargo, a última hora retrocede, se esconde. Como si no estuviera dispuesto a sacrificar un ápice de su independencia creativa. Como si solo le importara conservar su libertad y disfrutarla.
Ulises Luna encarna el arquetipo romántico del músico que lanza la casa por la ventana y, si hace falta, se va detrás de ella —de la casa, de la ventana— en caída libre. Es el tipo de persona que te diría con un mezcal o una ginebra en la mano: «... cuando uno decide ser músico, decide serlo hasta la muerte». Y, además, es consecuente con eso, a pesar de todo y de todos.
¿Se entiende ahora mejor lo de la monomanía del capitán Ahab?
El Oeste y lo que allí se conquistó
Explicado lo anterior, resulta más sencillo comprender por qué La conquista del Oeste es una novela construida alrededor de una obsesión casi enfermiza: encontrar a Ulises Luna. El narrador se llama Nel Rim, es el alter ego de Néstor Mir en aquella segunda expedición y, salvo por las lógicas licencias narrativas para conectar mejor con ciertos sentimientos personales, el libro da cuenta de manera fidedigna de lo desesperante, atribulada y agotadora que resultó aquella prolongación de la pesquisa rioplatense. Jamás pensó, nos cuenta Nel Rim, que aquella ingenua idea que sus amigos y él tuvieron en mayo de 2007 de hacer un documental, viajar un poco y conocer gente, se iba a convertir en el punto de inflexión de su vida. En una mudanza de piel que le vampirizaría sus energías hasta bien entrado 2014.
En La conquista del Oeste, a diferencia de en Tras la pista de Los Suicidas, accedemos a un registro más íntimo de la investigación. Así, vemos a Nel Rim darse cuenta de que si está persiguiendo como un poseso a una desconocida banda punk de la que hasta hace poco no sabía nada, es porque está en mitad de un atasco existencial del tamaño de un estadio de fútbol. Sin embargo, y pese a que en cierto momento del viaje vislumbra que esta segunda expedición también terminará en fracaso, Nel siente con total nitidez que hay algo irracional que lo empuja a seguir hacia delante.
¿Qué fuerza es esa? La necesidad de encontrarse a sí mismo. Su obsesión por rodar el documental está estrechamente relacionada con su estancamiento creativo y con su particular extravío personal. Conocido músico del under valenciano, Nel está en el umbral de los treinta y largos, las cosas no le van como el soñaba que le deberían haber ido y se siente ante la última oportunidad para abandonar la bohemia mediocridad en que está instalado desde hace tiempo. Quizá él no encuentre nunca a Ulises Luna, piensa un buen día; sin embargo, esa búsqueda ha sido la enrevesada manera que ha encontrado su cerebro para urdir un plan salvador y romper con su particular etapa de perdición.
Así se lo dice Nel Rim en la novela a Paco, un interlocutor ficticio que hace las veces de lector y que, de algún modo, la coprotagoniza:
Lo curioso es que esa botella la recogió alguien a quien habían entrevistado durante su estancia en Uruguay: Rénée Pietrafesa, quien tras leer el corazón que Néstor y los suyos habían puesto en localizar a Los Suicidas, se sintió conmovida y cambió de opinión sobre aquellos músicos valencianos que le habían parecido... poco serios. De repente, recordó que Ulises Luna no se había ido «hacia el asteroide», sino hacia Cork (Irlanda). Es más: ella había mantenido contacto con él durante algunos años y les enviaba la última dirección postal que le había conocido.
Con ese dato en la mano, Néstor y sus compañeros montaron a toda prisa un viaje para ir a Irlanda en el verano de 2008. Sin embargo, a última hora, cuando ya lo tenían todo listo para irse a Cork, recibieron una pista contundente que afirmaba que Ulises Luna residía en los Estados Unidos: existía un disco de un grupo llamado de The Muum o The Moon o algo así, producido en Boston y cuyo productor era... Ulises Luna. Visto y no visto, los investigadores cambiaron sus billetes y salieron rumbo a Estados Unidos.
La primera pista, la pista por la que habían viajado y que les habían jurado como cierta, resultó ser falsa... Y, claro está, eso casi derrumba el proyecto y puso al borde del colapso nervioso a la expedición, en particular a Néstor. Sin embargo, gracias a que tenían un amigo en Boston comprometido con la causa suicida, a que nadie regresa a Valencia a los dos días de haber aterrizado en otro continente o a que Estados Unidos no es mal sitio para darse un paseo, se quedaron y prosiguieron con la investigación. Es más: llenaron las redes sociales de mensajes contando de su búsqueda y tratando de contactar con gente. Así, entre unas cosas y otras, fueron reuniendo información y, en plan beatnik, empezaron a devorar kilómetros tras Ulises Luna: Boston, Greenland, Nueva York, Louisville, Nashville, Denver, Fortland, Las Vegas, Los Ángeles, San Francisco...
Y todo por ir detrás de cada pista que encontraban: un misterioso e inexplicable cambio de nombre de Ulises Luna a Ulises Zuma; una confusa orientación sexual; un estudio en Nashville donde el músico trabajó como productor y dejó deslumbrada a la gente con su talento; una disquería en Nueva York donde aparece el famoso disco que supuso la cancelación del viaje a Cork; un músico estadounidense que conocían porque había tocado varias veces en Valencia y que resultó haber sido fan y vecino de Ulises Luna; una señora millonaria cuya diversión era el mecenazgo musical, y quien se enamoró de cómo tocaba Luna/Zuma y le puso un estudio de grabación en su pueblo; un fallido intento del músico por incursionar en Los Ángeles en la composición de bandas sonoras para el cine... Todo. Lo rastrearon todo. Néstor y los suyos persiguieron hasta el último indicio sólido que encontraron, incluida la bolañesca última pista: el ingreso de Ulises Luna en una comuna jipi de San Francisco.
Lo rastrearon todo y, como en Argentina y en Uruguay, siguieron sin encontrar a nadie. Y todo porque ese guitarrista argentino —o uruguayo o mexicano, vaya usted a saber— prefirió siempre mantenerse «detrás de un halo de anonimato» y fiel a una filosofía de vida que «nunca había traspasado la barrera que separa lo privado de lo público». Era un tipo brillante, un «músico y productor de culto de bandas poco o nada conocidas» que parecía encarnar a la perfección la nula aspiración por ser famoso, reconocido. Como si él mismo borrara «cualquier tipo de indicación clara» sobre su paradero y quisiera para sí la metáfora de quien está a un paso de la celebridad, goza del talento necesario para merecerla y, sin embargo, a última hora retrocede, se esconde. Como si no estuviera dispuesto a sacrificar un ápice de su independencia creativa. Como si solo le importara conservar su libertad y disfrutarla.
Ulises Luna encarna el arquetipo romántico del músico que lanza la casa por la ventana y, si hace falta, se va detrás de ella —de la casa, de la ventana— en caída libre. Es el tipo de persona que te diría con un mezcal o una ginebra en la mano: «... cuando uno decide ser músico, decide serlo hasta la muerte». Y, además, es consecuente con eso, a pesar de todo y de todos.
¿Se entiende ahora mejor lo de la monomanía del capitán Ahab?
El Oeste y lo que allí se conquistó
Explicado lo anterior, resulta más sencillo comprender por qué La conquista del Oeste es una novela construida alrededor de una obsesión casi enfermiza: encontrar a Ulises Luna. El narrador se llama Nel Rim, es el alter ego de Néstor Mir en aquella segunda expedición y, salvo por las lógicas licencias narrativas para conectar mejor con ciertos sentimientos personales, el libro da cuenta de manera fidedigna de lo desesperante, atribulada y agotadora que resultó aquella prolongación de la pesquisa rioplatense. Jamás pensó, nos cuenta Nel Rim, que aquella ingenua idea que sus amigos y él tuvieron en mayo de 2007 de hacer un documental, viajar un poco y conocer gente, se iba a convertir en el punto de inflexión de su vida. En una mudanza de piel que le vampirizaría sus energías hasta bien entrado 2014.
En La conquista del Oeste, a diferencia de en Tras la pista de Los Suicidas, accedemos a un registro más íntimo de la investigación. Así, vemos a Nel Rim darse cuenta de que si está persiguiendo como un poseso a una desconocida banda punk de la que hasta hace poco no sabía nada, es porque está en mitad de un atasco existencial del tamaño de un estadio de fútbol. Sin embargo, y pese a que en cierto momento del viaje vislumbra que esta segunda expedición también terminará en fracaso, Nel siente con total nitidez que hay algo irracional que lo empuja a seguir hacia delante.
¿Qué fuerza es esa? La necesidad de encontrarse a sí mismo. Su obsesión por rodar el documental está estrechamente relacionada con su estancamiento creativo y con su particular extravío personal. Conocido músico del under valenciano, Nel está en el umbral de los treinta y largos, las cosas no le van como el soñaba que le deberían haber ido y se siente ante la última oportunidad para abandonar la bohemia mediocridad en que está instalado desde hace tiempo. Quizá él no encuentre nunca a Ulises Luna, piensa un buen día; sin embargo, esa búsqueda ha sido la enrevesada manera que ha encontrado su cerebro para urdir un plan salvador y romper con su particular etapa de perdición.
Así se lo dice Nel Rim en la novela a Paco, un interlocutor ficticio que hace las veces de lector y que, de algún modo, la coprotagoniza:
La conquista del Oeste, Paco, ¿el último gran movimiento con el que pretender evitar lo inevitable?
*
PD 01. Para quienes quieran hacer boca para la presentación, enlazo este docutráiler musical de unos 35 minutos. Asimismo, les aviso que la presentación será doble: presentaremos La conquista del Oeste y Eso fue lo que pasó, de Mr. Perfúmme, también publicado por Malatesta Records. Como los autores son músicos, además de hablar de sus obras, tocarán algunas canciones.
Actualización: enlazo también la entrevista que publiqué ayer, 21 de junio, con Néstor sobre su novela y su búsqueda de Los Suicidas.
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