28 de diciembre de 2014

Indies, hípsters y gafapastas (I), Víctor Lenore

Ya lo he contado en alguna ocasión: empiezo reseñas que nunca termino... Ante la posibilidad de que me suceda eso con este ensayo de Víctor Lenore, he decidido salvar al menos un par de cosas que en algún momento había pensado incluir en la (potencial) reseña y que, al final, se habían quedado sin hueco.

Lo primero es la transcripción de un pasaje del libro que funciona como una suerte de parábola exprés para entender la esencia de la filosofía hípster, esto es, algo que el sociólogo Pierre Bourdieu usaría para explicarnos aquello de el «mecanismo de la distinción». Lo segunda es una lista de 11 mandamientos hispterianos que he elaborado yo a la vista de lo que cuenta Víctor Lenore.

Lo dicho, mientras llega la reseña —si es que llega—, ahí va algo de material de un libro muy recomendable para repensar la yunta música y política en los 90.


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Parábaola exprés para entender la filosofía hípster

[...] si un universitario de clase media escucha techno en un club caro de diseño, estamos ante un acto cultural, pero si un reponedor de Ahorramás se acerca a un polígono a bailar algo parecido solamente es diversión descerebrada. Igual los dos chicos del ejemplo han ido a escuchar al mismo discjockey, pogamos Jeff Mills, Laurent Garnier o Dave Clarke. Pero no es lo mismo: nos negamos a admitir que una sesión rodeado de albañiles tenga el mismo valor cultural que otra donde bailas entre estilistas, diseñadores gráficos y community managers. La creación de la cultura pop premium (más cara, estirada y con los medios de comunicación de su parte) funciona como herramienta para legitimar el clasismo. El Sónar es un festival pijo de Barcelona, lo cual siempre da derecho al triple de atención mediática que a Monegros, que se celebra en Huesca y suele atraer a público de la clase trabajadora.

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11 mandamientos para ser un buen hípster
  1. Lo político es panfletario. Repítelo hasta la saciedad: esta debe ser una de las piedras angulares de tu sofisticado, avanzado y exquito pensamiento artístico.
  2. Si no te convence (1), prueba a reformularlo así: «Hablar de política o dinero no es estético». Es decir: lo político es feo; no es digno de alguien que se cuenta a sí mismo a través de las marcas que consume, el cine tan raro que ve o la literatura minoritaria que engulle.
  3. La palabra estética, vaciada cualquier reminiscencia filosófica y tomada como mero sinónimo de aspecto, debe impregnar tu cháchara cotidiana. Esa palabra y otras como sofisticado, avanzado o exquisito deben ser a tu discurso hípster lo que excelencia, proactividad o win-win a la retórica empresarial (esa que te prefiere como trabajador autónomo —dependiente o no— a contratado para evitar pagar tus seguros sociales y prescindir de tus servicios sin indemnizarte).
  4. Ser pobre o ganar una mierda no es una excusa para no profesar el hipsterismo. Si no puedes diferenciarte de chonis, canis, panchitos, currelas y demás tropa por lo que ganas —es lo que tiene el precariado—, al menos hazlo por la estética.
  5. Muéstrate siempre —aunque no lo seas— más inteligente que el resto: ironiza sin pudor ante todos y de todo. Presume de tu cinismo y, si te sale, de misantropía. A tus hermanos y semejantes —cita de manera encubierta, que siempre te hace quedar bien—, dales la ración de sociofobia que merecen.
  6. Un buen hípster puede afirmar a la vez el punto 4 y, en paralelo, adorar —los hípsters son muy de adorar y de ser adorados— a David Foster Wallace. Tranqui, la posmodernidad es eso: incoherencia entre lo que hablas y lo que haces, falta de compresión lectora, etcétera. What the hell is water?
  7. El hípster defiende el individualismo a full (y anglófilo, claro). Así que, nada, tú por un lado y la masa, por otro... Ya sabes: los borregos son siempre los otros. Tú no. Tú, ante todo, eres un refinado consumidor; un consumidor con criterio —Apple, Carhartt, Fred Perry, buscas caras B de los Stone Roses, alcanzas el éxtasis con las amanzanadas canciones de Smog, ves Mad Men o incluso sabes la biografía de los actores de IT Crowd...—; en definitiva, tú eres un consumidor que gasta mucho dinero para que su identidad emane de sus gustos. Lo dicho: tú vives al margen del capitalismo, tú no eres masa.
  8. Que sí, que sí, tranquilas todas las agencias de publicidad, gerencias de márketing, empresas y medios de comunicación que viven de esto: hiperconsumismo, sí, pero cool... Ah, y con orgullo de pertenencia, que el remordimiento es cosa de feos, cutres y perroflautas.
  9. Píldora intelectual: «Las modas son la vacuna contra el aburrimiento», dijo Carlos Berlanga (un chico cool de clase alta y con una «tremenda clase» que no supo muy bien qué hacer con su vida).
  10. Recuerda: el záping estético —constante— es un arma cargada de futuro. Puedes ser posrock, afterpop, neocountry... Lo que quieras, menos posmitómano, posindividualista o posesnob.
  11. Y, si en algún momento te asola la duda existencial, recuerda: Morrisey apoyó hace poco al UKIP, Bob Dylan flirteó con Juan Pablo II, el beat William Burroghs colaboró con Nike, Keith Richards apoyó a Tony Blair en la invasión de Irak y hasta Josep Guardiola, que iba de poeta del fútbol y de comprometido políticamente, terminó prestando su imagen para el Banco Sabadell (avalista hoy, por ejemplo, de Rodrigo Rato). Lo dicho: la incoherencia entre lo que dices y lo que haces es cool.

    Be cool, be hipster!

21 de diciembre de 2014

Rompiendo algo (IV), Belén Gopegui

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Leer no es lo mismo que devorar libros. Yo he devorado muchos libros. Tenía que hacerlo. Cualquier adolescente que no entienda por qué no siempre la vida sale bien, por qué no todos partimos en igualdad de condiciones, por qué siente celos, rabia, soledad, tiene que devorar libros. También puede ir a fiestas o hacer deporte. No tengo la menor intención de defender el placer de la lectura. Si el adolescente elige devorar libros, si yo lo elegí, si di el salto de los libros de cuentos infantiles a determinadas novelas para adultos que, sin embargo, suelen inaugurar la adolescencia (El extranjero, Nada, El idiota), no lo hice por placer.

La lectura, en ese momento, es poder. Las novelas eran poder porque me daban conocimiento. Pronto empecé a saber más que otros. Quizá no más latín ni más química inorgánica: empecé a saber más sobre las pasiones, sobre el orgullo, la envidia, la venganza, la seducción, la lealtad. Empecé a conocer la mecánica de los pensamientos, a darme cuenta de cómo se juzga a una persona y cómo se justifica una acción. Y empecé a adueñarme del valor de las palabras. Decir no era lo mismo que callar. Si en el colegio conocías el valor de las palabras, podías aprobar un examen de historia sin haber estudiado demasiada historia.

Pero además la lectura era un reino, un imperio, nadie iba a sublevarse, yo era su emperador y ni siquiera tenía la obligación de conformarme, por ser chica, con ser emperatriz. El emperador no está sometido a la crítica de sus súbditos ni tampoco a sus exigencias. Un partido de balonmano puede salir mal; si vas a un concierto es el grupo musical quien te elige a ti, y decide qué día actúa, a qué hora, y son otros quienes deciden con quién puedes o no puedes ir; una película exige que aceptes su velocidad, su prisa; una fiesta también puede salir mal. En cambio, una tarde de lectura la decides tú. Eres el emperador, tus deseos son órdenes y ahora ordenas a los personajes que se aparezcan ante ti. Y ahora les expulsas. Aunque a veces se resistan.

Esta posibilidad de expulsión distingue la lectura de los discos. También he devorado muchos discos. Pero es difícil expulsar una canción. No quieres hacerlo. Quieres escucharla diecisiete veces, y ya tu furia o tu alegría obedecen a la música de esa canción. Los discos, además, no dan poder sino consignas. Durante un abandono amoroso, después de una pelea con tus padres, durante la fiebre y el deseo oyes un disco y te cargas de consignas, de banderas. Las consignas a veces son necesarias, te unen a los que son como tú, pero al hacerlo limitan tu mirada. Los libros la abren. Puedes mirar hacia el exterior con el orgullo indigente de Mersault y, algunas semanas después, averiguar cómo es posible ser firme en la incertidumbre a través de Andrea, y contemplar al mismo tiempo manifestaciones de la bondad con la experiencia de quien ha conocido la vida del príncipe León Nicolaievich Muichkine, el idiota.

Sí, yo he devorado libros, libros que eran poder. Pero un día se hace tarde y el poder ya no te sirve. Has conseguido la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros. Dispones, asimismo, de una residencia fuera del mundo. Como los zares, mandaste construir un palacio para tu invierno y te retiras allí cuando quieres: cierras la puerta de tu cuarto, convocas a los personajes, pones cuanto la vida tiene de incomprensible en manos de la imaginación. Ves el mal, y es una ballena perseverante e informe; ves los imprecisos movimientos del alma. Ves el adulterio, el aire enrarecido de un jardín, una generación sojuzgada, un acto de entusiasmo, una batalla, todo lo tienes en ti. Y no te sirve. Has crecido contra los otros —quién no crece contra los otros—, pero hasta cuándo, piensas, vas a seguir así. Igual que una botella lanzada al mar que hubiera devorado su mensaje, tú has ido devorando los libros que calmaron tu soledad, tu miedo. Ellos te han hecho fuerte, sutil, aguzado tu ingenio. ¿Y bien?

No sabría decir exactamente cuándo ocurre. Si intento pensar durante qué libro quizá deba elegir Job, de Joseph Roth, o la segunda lectura de Ana Karenina. Durante esas dos novelas —podrían haber sido otras—, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él. Leías buceando y un día adviertes que en todas las buenas novelas el fondo del mar, la roca cubierta de algas, los terrores, los últimos monstruos, los pensamientos están puestos en los personajes y los personajes son públicos: necesitan la acción para existir, la procedencia y el nombre. Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre.

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Este artículo, «El otro lado de este mundo», fue publicado en El País el 27 de mayo de 1995. Y me tomado el trabajo de transcribirlo para poder subrayar aquí una frase; esa que habla del día en que descubrimos que ya no leemos para aislarnos del mundo, sino para estar con él... Y que, por tanto, comenzamos a pedirles a los libros y a quienes los escriben algo diferente. ¿Por ejemplo? Ideas para construir un mundo posible mejor que este.

Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora en el blog: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más sobre la autora, en Rebelion.org.


«Rompiendo algo (I)», «Rompiendo algo (II)» y «Rompiendo algo (III)».

14 de diciembre de 2014

Cámara Gesell, Guillermo Saccomanno

Cámara Gesell aborda uno de esos temas que, si te pillan en frío, te da la risa (o al menos te suena a que te hablan de un cómic de superhéroes): el Mal.

Así, con mayúscula: el Mal.

Eso sí, Dante, el narrador de esta novela, no tiene claro hasta muy avanzada la historia —página 465— si la acumulación de crímenes, violaciones, abusos de niños, tratos mafiosos, atentados contra la naturaleza, etc., que ocurren en su pueblo, La Villa, lo legitiman para escribir la palabra con mayúscula y concederle así «ese carácter de absoluto típico de la concepción de un devoto poseído». Duda y una línea después, mientras revisa el archivo del periódico donde escribe desde hace muchos años, El Vocero, se contesta a sí mismo con rotundidad: «... el Mal está aquí».

Hasta ese momento, y a pesar de todas las atrocidades tan familiares a las que asistimos, es como si los lectores hubiéramos firmado un pacto con Dante para mentirnos a nosotros mismos y decirnos que La Villa no existe: pertenece a la ficción. Es más: es solo otro pueblo devenido en infierno narrativo, como el New Jersey de Los Soprano, el Lexington de Justified o el Bemidji de Fargo. Sin embargo, a partir de esa mención tan explícita ya resulta imposible leer Cámara Gesell sin asociar su atmósfera de histeria colectiva en torno a la violencia con nuestra experiencia real, en particular con la de bastantes urbes latinoamericanas.

El asunto del Mal, además, la hermana con otra gran novela —en número de páginas y alcance—: 2666, de Roberto Bolaño. Al menos en parte —atmósfera, contenido o estilo fragmentado—, La Villa que construye Guillermo Saccomanno  recuerda a esa Santa Teresa sangrienta y diabólica que nos mostró Bolaño en «La parte de los crímenes», donde se suceden los asesinatos de mujeres y más mujeres hasta componer un conmovedor réquiem por el feminicidio de Ciudad Juárez. Eso sí, si bien Saccomanno comparte algunos elementos con Bolaño, en realidad, su intención es más amplia; él se propuso, como explica en esta entrevista de Página 12, narrar un pueblo entero, a lo Faulkner o Sherwood Anderson.

Es curioso, pero tanto la muy mexicana «La parte de los crímenes» y la muy argentina Cámara Gesell me hicieron sentir con igual intensidad que, en efecto, el Mal hace tiempo que se hizo carne y que habitó entre nosotros. En la primera, Bolaño nos habla de los hombres que no quieren a las mujeres y las matan —en España, por cierto, llevamos unos 50 asesinatos machistas en 2014—; en la segunda, Saccomanno, nos habla del resultado de tantísima violencia —estructural y no estructural—: un montón de hijos echados a perder por culpa de adultos inmaduros, histéricos, corruptos, pederastas, criminales... Y, en conjunto, ambos autores nos transmiten que vivimos rodeados de psicópatas (unos en acto; otros, en potencia).

En el caso de Saccomanno en particular, su novela nos muestra aquello de que el infierno son —somos— los demás... Especialmente cuando vamos armados, drogados, somos incapaces de hacernos cargo de nuestra neurosis o favorecemos las asimetrías de poder, y con esos mimbres construimos sociedades, pueblos, naciones. Como cantaban Barón Rojo, tratamos de «ignorar que existen las flores del mal, pero lo cierto es que se multiplican en los campos de metal».

La importancia de las cloacas

Seres infernales con sus semejantes y un Sistema maléfico, vaya combo...

Quizá por es razón el título de la novela, amén de referirme al instrumento policial —literal y metafóricamente—, me remite a la ciudad como cámara de gas moderna (un hilo conductor es si La Villa fue fundada por alemanes huidos tras la derrota de Hitler). De hecho, me hace pensar en otra mítica canción de los Barón Rojo que habla de la ciudad como un campo de concentración. Por eso, parafraseando a Moni, la poeta de La Villa, diría que Cámara Gesell narra que la muerte está viva y es quien cuenta el cuento del mundo en que vivimos, pese a que quienes estamos vivos no podamos terminar de creérnoslo porque... también estamos muertos.

Acaso por eso, la gran obsesión del corrupto intendente Cachito —en perfecta sintonía con cualquier alcalde español detenido en la Operación Púnica— sea arreglar o instalar una nueva red cloacal de una vez por todas y evitar que, cuando llegue la sudestada —una especie de gota fría costera nuestra—, salten las tapas de las alcantarillas, aflore la mierda en la casa de los vecinos y la ciudad parezca un enorme estercolero mediático. Esa es su gran baza política. Se pasa páginas y páginas aludiendo a ella, como si pudiera tener efectos mágicos. Y, sin embargo, por unas causas u otras, esa red cloacal que tanto beneficio traería a la comunidad, nunca llega. Y lo que llega, es más mierda, y hasta un feto que alguien echó váter abajo.

En fin, gran novela... O mejor dicho: novelón social del carajo, pero que no va a leer casi nadie en España porque tiene 621 muy argentinas páginas donde unos 250 personajes hablan en vesre o dicen cosas tan fascinantes como esta:
Si ahora te llevo a la yuta, los ratis te van a dejar mormoso. Usá el marulo. Con el achaco no vas a ir muy lejos. Con el box, quién te dice, al Luna.
Ya se sabe: al muy refinado lector ibérico medio —tan cosmopolita cuando se trata del inglés, el francés o el alemán—, ni le tira lo social ni suele disfrutar de enriquecerse con otras variedades del español, y menos si estas profundizan en cuestiones coloquiales... Más se pierde esa casta lectora. Y más nos ganamos quienes disfrutamos de un autor y, por extensión, de una literatura que nos ayuda a poner en perspectiva si la narrativa de nuestros Molina, Marías, Chirbes, Cercas y demás tropa es tan buena como nos la pintan.

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P.D.: por aquí, una reseña que escribí sobre El oficinista, también de Saccomanno, y por acá esta otra sobre 77.