11 de junio de 2013

Noche de reyes, William Shakespeare



Hace unas semanas vi La noche toledana, de Lope de Vega, montada por la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y el miércoles pasado, Noche de reyes, de Shakespeare, montada por Propeller, una compañía especializada en obras del autor inglés. La experiencia ha sido como comparar la Liga con la Premier: mucho más entretenida y trepidante la segunda que la primera. Qué diferencia en todo. Empezando por los autores de las obras —me sorprendió Shakespeare como comediógrafo—, siguiendo por la puesta en escena y terminando por los actores (tan jóvenes los españoles como los ingleses, por cierto).

Yo sé lo justito de teatro; así que estas son opiniones de espectador más o menos frecuente, lector ocasional del género y exalumno del típico curso de iniciación teatral. Hace muchos años —¿unos 15?—, recuerdo una intervención de Albert Boadella donde explicaba que los actores españoles solían carecer de formación en los clásicos. O dicho de otro modo —y con mis palabras—: los actores se parecían bastante al lector medio español:, es decir, poca idea de Calderón de la Barca, algo más de Lope de Vega, Tirso de Molina es una plaza de Madrid... Y así.

Boadella, en ese momento director de Els Joglars, sostenía que en Inglaterra las cosas eran distintas. Si no recuerdo mal, venía a decir que allí los actores jóvenes se formaban en teatro clásico, este formaba parte del primer repertorio que representaban y ese bagaje les acompañaba de por vida. Su crítica de fondo consistía en que, antes de derribar la cuarta pared e ir de moderno, independiente, alternativo o lo que fuera, convenía conocer y entender la tradición sobre la que el actor o la actriz trataba de alzarse. Cuando veo algún clásico español y me aburro porque los actores suenan impostados, me pregunto si Boadella estaba en lo cierto. Eso sí, como hace poco leí las memorias de Fernando Fernán-Gómez, he encontrado algo de material para completar ese punto de vista (más abajo reproduzo un pasaje del libro).

De todo modos, las cosas han debido de mejorar bastante desde aquel lejano recuerdo mío. O si no no existirían festivales como el de Almagro, que gira alrededor del teatro del barroco español (y al que le debo una visita). Ni habría obras tan divertidas —y recomendables— como Siglo de oro, siglo de ahora, de Ron Lalá, que se apropian de esa herencia. Ni la Unión de Actores habría premiado a Blanca Portillo por su papel en La vida es sueño. Pero, bueno, ese es un tema que excede mis competencias como espectador y sobre el que debería opinar alguien que siga la actualidad teatral con más ahínco

Vuelvo ahora a  Propeller, a Inglaterra. Y lo hago porque mientras veía Noche de reyes recordé una historia que quizá influyó en mi percepción de la obra.

En el 2002 visité a un amigo que vive en Wolverhampton, cerca de Birmingham. Una típica excursión de día consiste en acercarse hasta Stradford-upon-Avon, el pintoresco pueblito donde nació Shakespeare. Al margen de la mercadotecnia alrededor del dramaturgo, me llamaron la atención dos cosas: la primera, lo barato que pude comprarme un libro de tapas duras y con ilustraciones que recoge todos los sonetos de Shakespeare; la segunda, que a ese señor le habían dedicado un teatro en el pueblo donde representaban de manera permanente sus obras, el Royal Shakespeare Teather.

Como tenía que volver en tren, me quedé con las ganas de asistir al teatro. Aunque mi nivel de inglés no daba para enterarme más allá del 50%, eso me importaba poco: como suele decirse, el «marco era incomparable» y, además, yo estaba en modo turista. El miércoles pasado, la suerte me fue propicia: Edwar Hall, el director de la compañía Propeller, es hijo de sir Peter Hall, fundador de la Royal Shakespeare Company, cuya sede es el teatro que vi en Stradford-upon-Avon. Así que, de algún modo, asistir al estreno de Noche de Reyes en Madrid fue como ver aquella obra que no pude. De paso, entendí por qué no suele entusiasmarme el teatro clásico español: estoy esperando algo tan brutal como lo que hacen los ingleses con Shakespeare.

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PD. En El tiempo amarillo (1921-1943), Fernando Fernán-Gómez dice lo siguiente:
El inconveniente fundamental con que tropieza el actor que se enfrenta al problema de tener que decir versos de nuestro Siglo de Oro es el de tener que hacer una cosa que no se sabe cómo se hace. Cuando dice versos líricos en una reunión, o a su presunta novia o a su criada, se coloca en la situación de un señor que dice versos. Pero en la obra teatral el que dice versos es un militar enfadado, o un mercader temeroso, o una niña boba, o un criado zafio o pícaro, o un bandolero disfrazado de fraile. No puede casi nunca comportarse como un recitador.

Otro inconveniente es la gran diferencia de calidad que existe entre la poesía dramática del Siglo de Oro y la poesía lírica castellana. Llena de bellezas la segunda y ramplona casi siempre la primera. Si se exceptúan las tiradas en las que el personaje se olvida de su psicología para asumir la del poeta y se pasa de la dramática a la lírica, el resto es versificación frecuentemente prosaica, pero casi nunca poesía. Cómo conseguir que eso parezca poesía sin serlo o, por lo menos, que parezca verso, sin que se pierda la claridad del concepto, es una labor que se acerca a lo imposible; y no por culpa de los actores, sino de la prisa y el desprecio con que aquellos gloriosos poetas escribieron la mayor parte de los renglones.

Los críticos sí saben cómo deben decirse los versos en el escenario, y por eso llevan muchos años advirtiendo que cuando se representa teatro clásico español, el teatro del barroco, los actores solemos decirlos bastante mal. Pero, desdichadamente, los críticos, que sí saben cómo deben decirse los versos y por ello perciben cuándo se dicen mal, no están capacitados —ni es su obligación— para enseñarnos a los actores a decirlos bien.

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