24 de marzo de 2013

Un montón de gatos, Eider Rodríguez


De un tiempo para acá, le doy vueltas a una idea: jamás he viajado a EE.UU. y nunca he tenido especial interés por su cultura; sin embargo, lo sé casi todo sobre la ascesión, clímax y decadencia de su clase media. Me pones una película o me das un libro estadounidense y te adivino el 65% de lo que pasará. Y eso, sin que yo haya puesto siquiera un pie en Nueva York.

Supongo que en esto consiste la colonización cultural, ¿no? Aun sin quererlo, como en mi caso, sabes más sobre cómo viven los personajes en Boston, California o San Francisco que en Toledo, Benidorm o San Sebastián. Al cerrar este libro de Eider Rodríguez (Rentería, 1979), he pensado en esa cuestión; en que este libro habla de las miserias de gente que me resulta cercana, no de lejanos sueños de clase media estadounidense... Y que eso está bien.

Vamos, que me gusta que los personajes sean tan poco cool que viajen con maletas de propaganda del Banco Guipuzcoano o que se llamen Jon, escuchen Rick Astley, conduzcan un Audi y se despidan de un examor platónico en plan Chiquito de la Calzada: «Hasta luego, Lucas». Puestos a conocer la casposidad o la decadencia de algo, prefiero ahondar en el conocimiento de la mediocridad que me rodea.

Y eso hace Eider Rodríguez: contarnos asuntos muy de estar por casa. Por ejemplo, nos transcribe el monólogo de una madre que fuma mirando por la ventana y que reflexiona sobre su cambio de estatus: de mujer a madre. O, como dice ella: en cómo se ha devaluado como mercancía social ahora que los amigos ya no le proponen proyectos y que su círculo de amistades se reduce a otras madres, a otros hijos o a un marido que trabaja fuera de casa.

Entre calada y calada, la protagonista reflexiona sobre el deseo, uno de los hilos conductores del libro:
El problema no es la belleza. El problema es que yo ya no soy alguien que pueda causar una riña entre cazadores. ¿Quién es el estúpido que desea matar de un tiro a una liebre enjaulada?
Y agrega:
No es un mero asunto de fornicio. El sexo no es el objetivo, al igual que en la compra de una vivienda el objetivo no es ni la robustez de las paredes ni el sistema de cierre de las ventanas. La clave está en la cotización, en cuánto valgo, dónde estoy situada, qué tipo de gente vive en el barrio y quién me quiere comprar. Conforme a eso nos asigna un baremo, en contraste con el deseo del otro. Y todo lo demás es mentira. O al menos, no es verdad.
Juraría que los personajes de Eider Rodríguez parten de una verdad: en la sociedad actual, las personas nos hemos convertido en una mercancía más. La retórica comercial ha calado tan hondo que incluso los afectos son permeables a ella... ¿Cuánto valemos? ¿En cuánto nos valora el mercado, es decir, las personas que nos rodean? ¿Hasta qué punto ofrecemos algo que desean esos clientes nuestros? Y el libro viene a decirnos algo así como que vamos de modernos, de gente nuestro tiempo y todo eso, pero que estamos perdiendo el anclaje en cuestiones esenciales, en especial en las afectivas y emocionales.

O así me parece verlo a mí también en «Sed», un cuento donde la típica parejita joven, progre, posmoderna, muy leída —él periodista, ella traductora—, etc. discute sobre qué tipo de pareja son. Además de pasar por las consabidas cuestiones de celos, la pelea aborda un punto muy interesante: las ficciones —a veces tan refinadas— que nos contamos a nosotros mismos y que, por extensión, les contamos a los demás para construir el personaje con que actuamos en el mundo real:

Apoyado contra la mesa, XY se suelta el cinturón. Queda en calzoncillos.

—Tú no estás preparada para saber toda la verdad... Ni tú, ni yo, ni nadie. La verdad es insoportable. Quieres jugar a tener una relación de pareja complicada..., a decirnos la verdad, y eso está bien...; pero realmente, lo que de verdad tú quieres es tener hijos y un monovolumen brillante, y las mentiras que hagan falta para sacar eso adelante...

—No has entendido nada. Eres un puto imbécil —XX se desviste.

—Lorea... ¡ja!

—Hoy Lorea, sí, ¡ja! Y si tienes huevos, quítate la máscara y muéstrate tal y como eres. Quizá tu verdad sea más soportable que tu mentira.

En conjunto, diría que Un montón de gatos habla de que el dinero salva de muchas cosas, menos de una: las carencias emocionales. Los afectos, la sensación genuina de ser querido por los demás, ni se compra ni se vende: se construye. Y esa construcción, por mucho siglo XXI con que nos llenemos la boca, sigue siendo un proceso artesanal, díficil, esforzado. El dinero, como muestra «En el verano de Omar»,  te permite alcanzar una posición acomodada y convertirte en familia de interés turístico para un niño saharui, y hasta lavar tu ignorancia política o tu sentimiento de culpa de progre preocupado por los problemas del mundo comprándole ropa a su familia en Zara; sin embargo, no te libra de tus limitaciones como dador o receptor de afecto. En todo caso, las potencia.

De ahí que como debaten XX y XY quizá sea momento de narrar más verdades sobre destinos y cosmovisiones mediocres de poca monta, y menos mentiras de elevado humanismo bienqueda literario. Eider Rodríguez, desde luego, está en ello. Y por tanto, su cotización está al alza en este blog.


PD. Hay que agradecerle a la autora que se haya autotraducido desde el euskera, que es su lengua materna y en la que parió este libro de cuentos. Se ve que para ella, a diferencia de lo que predican Wert y sus secuaces, ser bilingüe es una ventaja, no un inconveniente. Y, como vive en Hendaya, hasta será trilingüe... En fin. Aquí está la moza leyendo en euskera y traducida, parece, al holandés.

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