12 de noviembre de 2010

Ya no pisa la tierra tu rey, Cristina Sánchez-Andrade



—Madrecita —dijimos al final del día, al encontrar a la abadesa cosiendo en la sala de estudio, inexplicablemente lúcida y tranquila para lo que había ocurrido aquel día. Acaba de enhebrar la aguja para coser el luto—, ¿por qué es el sexo una cosquilla?

La abadesa contuvo el aire contuvo el aire. Clavó la aguja en el paño y se puso a dar puntadas sin contestar.

—¿Y esa cosquilla... —preguntamos entonces— tiene algo que ver con el abismo oscuro de la libertad?

Dejó de coser. Nos miró fijamente a través de sus lentes. Dijo:

—La libertad, niñas mías, también es una cosquilla.

Sexo, libertad y monjas. He ahí el trío de argumentos que ha usado Cristina Sánchez-Andrade para perpetrar una novela espléndida. Una lírica bomba contra la mojigatería y la represión sexual, a la par que un delicioso ejercicio narrativo capaz de satisfacer las pasiones literarias más altas. Una novela que debería figurar en todos los conventos y demás casas de clausura en que se marchitan tantas mujeres de este país.

En Ya no pisa la tierra tu rey, la voz narradora recae sobre una peculiar «congregación de monjitas». En concreto sobre un anónimo grupo de «veintitantas monjas asomadas» que cuentan a su manera los azares de su vida. Hablan desde esa especie anonimato porque con el tiempo las duras exigencias conventuales han diluido su identidad individual en una colectiva. Salvo la abadesa, que siempre es la abadesa, todas las demás cenobitas responden más al nombre de monja que al propio.

Además, todas ellas viven las consecuencias de esa enfermiza creencia de que el pecado anida tras el placer, sobre todo si este es sexual. Como suele suceder, ninguna inferiora pone en duda la iluminada palabra de la superiora hasta que prueba las mieles del orgasmo. La marquesa de Grandes y Ribadavía y Gato, financista y mecenas del convento, tiene un hijo cuya afición consiste en trepar el muro de la casa de dios y descargar el semen de su juventud entre las piernas de las monjas. El éxtasis místico de estas religiosas tiene bastante de carnal, vaya.

El joven marqués no es un Casanova; según su madre, sencillamente es un «putero asaltaconventos». También un vago y un eterno adolescente incapaz de asumir responsabilidad alguna. El relato de su vida es el de un señor que abusa de su sexo y condición social para procurarse placer cuando le da la gana. Como buen varón, el máximo castigo al que está sujeto es el tibio enojo de una madre. Ya se sabe: una travesura es una travesura; cualquier día uno se casará y sentará la cabeza. Para el placer masculino, ni siquiera el muro de un convento es un límite.

Sin embargo, el relato de la parte femenina de esta historia (la abadesa, las monjas, la marquesa o Hilda, una futurible esposa del joven picaflor) es otro. Muy otro. Para ellas los muros que levantan la sociedad o la Iglesia son infranqueables, y burlarlos va acompañado de un castigo duro. El relato de esta congregación de voces cuya identidad se ha diluido por obra y gracia de la negación de todo cosquilleo consiste en el descubrimiento del placer. También en que existe vida extramuros de las convenciones sociales y de la obediencia que exigen quienes te dominan.
Obedecer supone no pensar, flotar en las delicias del abandono. Obedecer es fácil: tan fácil como acumular rencor contra la persona que ordena ser obedecida, tan sencillo y natural como odiar.
Lejos de ser una novela sobre monjas y conventos, Ya no pisa la tierra tu rey puede leerse como una alegoría de cierta generación de mujeres. Sobre todo de aquellas que nacieron y se educaron bajo la alargada sombra del nacionalcatolicismo franquista. Tras el despersonalizado narrador grupal laten voces femeninas reconocibles, por ejemplo, en la obra de Carmen Martín Gaite. Esas mujeres cuyas manos, como sugiere un pasaje de la novela, fueron «ágiles para freír filloas y torpes para el amor». En fin, las madres, abuelas y bisabuelas de muchos de nosotros.

Quiero decir: en España, para ser monja, hace 20 ó 30 años sólo hacía falta casarse.

Antes ya se sabe: ni educación ni juventud ni independencia económica o ideológica ni libertad sexual. La verdad era una y trina: Kinder, Küche, Kirchen, como se dice niños, cocina e iglesia en benedictino alemán.

Vuelvo a la novela. Vuelvo al asunto del relato sobre el placer. Y dejo a las monjas de intramuros para fijarme en un monja de extramuros, Hilda, que es quien habilita esa alegoría que comento. Hilda es una campesina que la marquesa hace pasar por noble con un único objetivo: casarla con el picaflor de su hijo y hacer que este abandone su adicción a frecuentar los misterios que la fe clausura bajo los hábitos de algunas religiosas. A través de ella, Sánchez-Andrade nos muestra una tipología femenina familiar donde las haya:
Realmente, el único que conocía la verdad sobre doña Hilda era el lacayo, porque un día la descubrió sin capuchón. Fue justo antes de la boda, la época en que ella espiaba a su prometido tras la puerta para salir como una cabritilla a ayudarle con el afeitado, la época en que le rascaba la espalda y le limaba las asperezas de los pies con piedra pómez. La época en que el marqués actuaba como un viejito chocho.

La época en que, muchas veces, la vida era el relato de una monja. Una monja tuerta que, subida en la última de las ollas amontonadas junto a la ventana del sobrado, nos iba dando cuenta de lo que pasaba por su ojo vivo.
Si Faulkner sintetizó su obra magna parafraseando a Shakespeare, «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia», Sánchez-Andrade parece hacer lo propio aquí con su novela: hay muchas mujeres cuya vida es el mero relato de una monja. Y no sólo eso, es el relato de una monja tuerta subida a la última de las ollas amontonadas junto a la ventana desde donde ve escaparse todos y cada uno de los vagones de un tranvía llamado deseo.

Quizá ese sea el modelo de «familia tradicional» que defiende tanto cruzado monoteísta: idiotas llenos de ruido y furia que desposan a monjas tuertas, ellos puteros asaltaconventos y ellas, con buenas manos para las filloas y torpes para el placer. Al final va a ser cierto que el Apocalipsis está a punto de llegar. Eso sí, mientras recibo mi citación para el Juicio Final, echaré mano de otra novela de Cristina Sánchez-Andrade que tengo por casa: Las lagartijas huelen a hierba. Es por lo del cosquilleo...

2 comentarios:

  1. No conocía a la autora ni, por descontado, la novela. Ambas muy sugerentes, al menos en lo literario. Me las apunto.

    Tampoco conocía este blog; también muy interesante; también en lo literario. Tambien me lo apunto.

    Un saludo,

    ResponderEliminar
  2. Pues muchas gracias, Carlos, por tanta palabra amable y ojalá que te guste Cristina Sánchez-Andrade (sus novelas, vaya).

    Un saludo y nos leemos.

    ResponderEliminar