«No sirve de nada todo lo que sabéis, vuestra cultura literaria, si no sabéis vender...». Decir unas cuantas verdades del barquero respecto del «estado real del sector del libro» es el propósito de Curso de Librería. Su autor, Fernando San Basilio, no pretende mucho más que eso con esta novela: poner en circulación una historia que denuncia cómo el marketing se ha convertido en la poética literaria imperante. Leído así, San Basilio consigue lo que se propone, esto es, suministrar datos, ideas y argumentos para que cualquiera caiga en la cuenta de que el mercado editorial español rezuma mediocridad.
Para demostrar su tesis, el autor toma a unos cuantos desempleados que están apuntados al Servicio Regional de Empleo de Madrid y los manda a la Academia Diderot, a un curso ocupacional de nombre homólogo al título de la novela. Allí un par de profesores, tan fracasados y mediocres como ellos, les hablarán de conceptos como precio fijo, multiproducto o rotación de un título, y les enseñarán cómo montar una mesa de novedades o los acompañarán a visitar librerías. La gloriosa intención de este emprendimiento educacional es instruir a la primera hornada de libreros del país (con formación profesional y especializados en técnicas de venta, se entiende). Como no podía ser menos, el resultado es desastroso académica y laboralmente.
La novela cuenta los tres meses que dura el curso. El narrador es un periodista de unos 27 años al que lo han echado de su periódico —¿El País?— por inventarse y exagerar las historias de vida del lumpen madrileño al que entrevistaba. Como actores de reparto lo acompañan, además de un hatajo de gandules de toda laya, otros compañeros de pupitre algo más presentables; a saber: un padre de familia que no encuentra trabajo, una ingeniera que fantasea con dedicarse a un oficio más cultural o un anarquista que quiere mejorar sus técnicas para expandir la revolución en su librería autogestionada. Junto a este elenco de gente gris actúan Salcedo y Alfonsina, dos profesores que tienen más hambre y deudas que vocación pedagógica, y cuyo convencimiento sobre la utilidad del curso parte de que deben mantener engañado al Estado para conservar la subvención sea como sea. Como se ve, el cuadro social resulta idílico.
Frente al refinamiento que suele asociarse a quienes frecuentan los libros y la literatura, San Basilio opone el lado más casposo del asunto. Esto es: rompe con esa aspiración casi litúrgica que dimana del ampuloso discurso del letraherido de turno y pone sobre la mesa la vulgaridad que reina alrededor del negocio editorial. Santificado y hasta endiosado como está socialmente el libro, nadie parece querer darse cuenta de la mezquindad de tanto industrial y feligrés aliterario que vive de él. Y es que una cosa es adorar a la Virgen y otra, montar un puesto donde vender el merchandising de esa señorita (como sucede en cualquier catedral que se precie, por cierto). En la cultura española, muchos se vanaglorian de lo primero, y resulta que sólo hacen lo segundo.
Al margen del narrador, hay un personaje que sobresale: Alfonsina. Ella, la flamante directora de la Academia Diderot, marca cuál es el nivel de imbecilidad que impera en la cultura española. En sus quince warholianos minutos de gloria, entre cóctel y cóctel, le confesará al lector que el Curso de Librería, en efecto, es un engaño para subsistir y que todo tiempo pasado fue mejor... Porque antes ella sí que era alguien: ¡ella fue jefa de prensa de la Casa Libro y compartió mesa incluso con Mario Vargas Llosa! Pedirá comprensión por su dolor, que es inmenso, claro, pues fue desalojada del mundo cultural mediante un despido tan proletario como el de un albañil o un fontanero. El narrador, inteligente él, subrayará entonces el patetismo de la escena diciendo que Alfonsina vive del «recuerdo de sus años espléndidos, cuando llenaba vasos de agua de los escritores».
Clap, clap, clap.
Curso de librería es una novela ligera que apreciarán los interesados en saber sobre los intríngulis del mundillo editorial... y que no engullan sólo obras maestras, autores consagrados y grandes talentos por descubrir. Es decir, aquellos que también incluyen en su dieta libros menores donde explorar qué se cuece por ahí.
Esta es una novela de ideas que, con un lenguaje sobrio y una prosa ágil, busca hacer cuña entre tanto ruido mediático y abrirle los ojos a algún alma cándida que todavía no se haya dado cuenta de que las grandes superficies como FNAC, El Corte Inglés o La Casa del Libro han mandado casi a la extinción el oficio de librero. Le falta temperatura a la prosa —demasiado enunciativa, muy periodística por momentos— y dinamismo a la estructura; pero las 247 páginas se leen en dos o tres sentadas. Eso sí, ese lenguaje más neutro que colorido se nota que es una decisión consciente del autor: tiene oficio como amanuense y quiere que el peso de la lectura recaiga única y exclusivamente sobre las ideas (no sobre los personajes, no sobre la estructura, no sobre procedimiento alguno). En fin, novela no apta para adictos a los manierismos de Francisco Umbral o ávidos de vanguardismos. Pero libro necesario para abrir hueco a que vengan otros en esta línea temática.
*
Curso de librería, Fernando San Basilio.
Caballo de Troya, Madrid 2006.
Para demostrar su tesis, el autor toma a unos cuantos desempleados que están apuntados al Servicio Regional de Empleo de Madrid y los manda a la Academia Diderot, a un curso ocupacional de nombre homólogo al título de la novela. Allí un par de profesores, tan fracasados y mediocres como ellos, les hablarán de conceptos como precio fijo, multiproducto o rotación de un título, y les enseñarán cómo montar una mesa de novedades o los acompañarán a visitar librerías. La gloriosa intención de este emprendimiento educacional es instruir a la primera hornada de libreros del país (con formación profesional y especializados en técnicas de venta, se entiende). Como no podía ser menos, el resultado es desastroso académica y laboralmente.
La novela cuenta los tres meses que dura el curso. El narrador es un periodista de unos 27 años al que lo han echado de su periódico —¿El País?— por inventarse y exagerar las historias de vida del lumpen madrileño al que entrevistaba. Como actores de reparto lo acompañan, además de un hatajo de gandules de toda laya, otros compañeros de pupitre algo más presentables; a saber: un padre de familia que no encuentra trabajo, una ingeniera que fantasea con dedicarse a un oficio más cultural o un anarquista que quiere mejorar sus técnicas para expandir la revolución en su librería autogestionada. Junto a este elenco de gente gris actúan Salcedo y Alfonsina, dos profesores que tienen más hambre y deudas que vocación pedagógica, y cuyo convencimiento sobre la utilidad del curso parte de que deben mantener engañado al Estado para conservar la subvención sea como sea. Como se ve, el cuadro social resulta idílico.
Frente al refinamiento que suele asociarse a quienes frecuentan los libros y la literatura, San Basilio opone el lado más casposo del asunto. Esto es: rompe con esa aspiración casi litúrgica que dimana del ampuloso discurso del letraherido de turno y pone sobre la mesa la vulgaridad que reina alrededor del negocio editorial. Santificado y hasta endiosado como está socialmente el libro, nadie parece querer darse cuenta de la mezquindad de tanto industrial y feligrés aliterario que vive de él. Y es que una cosa es adorar a la Virgen y otra, montar un puesto donde vender el merchandising de esa señorita (como sucede en cualquier catedral que se precie, por cierto). En la cultura española, muchos se vanaglorian de lo primero, y resulta que sólo hacen lo segundo.
Al margen del narrador, hay un personaje que sobresale: Alfonsina. Ella, la flamante directora de la Academia Diderot, marca cuál es el nivel de imbecilidad que impera en la cultura española. En sus quince warholianos minutos de gloria, entre cóctel y cóctel, le confesará al lector que el Curso de Librería, en efecto, es un engaño para subsistir y que todo tiempo pasado fue mejor... Porque antes ella sí que era alguien: ¡ella fue jefa de prensa de la Casa Libro y compartió mesa incluso con Mario Vargas Llosa! Pedirá comprensión por su dolor, que es inmenso, claro, pues fue desalojada del mundo cultural mediante un despido tan proletario como el de un albañil o un fontanero. El narrador, inteligente él, subrayará entonces el patetismo de la escena diciendo que Alfonsina vive del «recuerdo de sus años espléndidos, cuando llenaba vasos de agua de los escritores».
Clap, clap, clap.
Curso de librería es una novela ligera que apreciarán los interesados en saber sobre los intríngulis del mundillo editorial... y que no engullan sólo obras maestras, autores consagrados y grandes talentos por descubrir. Es decir, aquellos que también incluyen en su dieta libros menores donde explorar qué se cuece por ahí.
Esta es una novela de ideas que, con un lenguaje sobrio y una prosa ágil, busca hacer cuña entre tanto ruido mediático y abrirle los ojos a algún alma cándida que todavía no se haya dado cuenta de que las grandes superficies como FNAC, El Corte Inglés o La Casa del Libro han mandado casi a la extinción el oficio de librero. Le falta temperatura a la prosa —demasiado enunciativa, muy periodística por momentos— y dinamismo a la estructura; pero las 247 páginas se leen en dos o tres sentadas. Eso sí, ese lenguaje más neutro que colorido se nota que es una decisión consciente del autor: tiene oficio como amanuense y quiere que el peso de la lectura recaiga única y exclusivamente sobre las ideas (no sobre los personajes, no sobre la estructura, no sobre procedimiento alguno). En fin, novela no apta para adictos a los manierismos de Francisco Umbral o ávidos de vanguardismos. Pero libro necesario para abrir hueco a que vengan otros en esta línea temática.
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Curso de librería, Fernando San Basilio.
Caballo de Troya, Madrid 2006.
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