6 de marzo de 2016

Ser como ellos y otros artículos, Eduardo Galeano


En Ser como ellos y otros artículos (Siglo XXI, 1993), de Eduardo Galeano, lo que más me ha sorprendido ha sido la fecha de los textos: todos fueron publicados entre 1990 y 1991. Por aquel entonces, yo todavía estaba en el instituto y mis conocimientos sobre Uruguay se reducían al nombre de dos futbolistas, Enzo Francescoli y Rubén Sosa, y el de un presidente de Gobierno, Julio María Sanguinetti (de imberbe, sí, además de leer los periódicos deportivos, leía los otros, los serios). Y mi universo de lecturas no iba mucho más allá de John Le Carré, A. J. Cronin, Alberto Vázquez Figueroa o cualquier otro best-seller que tuvieran mis padres por casa. En fin, no estaba en condiciones de ser un lector de Galeano.

De ahí que, mientras leía esta colección de artículos periodísticos, dediqué un rato a pensar en los lazos afectivos que uno establece a lo largo del tiempo con determinados ciudades o países, y que tanto lo ayudan a construir una caja de resonancia para lo que lee. Por ejemplo, hace 25 años, el párrafo que Galeano dedicó a imaginar un Montevideo con bicicletas en «El derecho a la alegría» no me hubiera dicho casi nada (ni siquiera tenía una). Hoy, sin embargo, me sorprende que ese Montevideo soñado suyo se parece al Madrid por el que me gustaría pedalear con mi Giant:
Yo me imagino a Montevideo llena de bicicletas. ¿Por qué no ponen los carriles de una buena vez? Carriles en la rambla, en las avenidas, en las calles anchas. La bicicleta se usa poco, por el peligro de que te rompan el cráneo. Montevideo podría ser, debería ser, la primera ciudad latinoamericana capaz de reaccionar contra la religión norteamericana del automóvil. ¿Por qué no? ¿Por colonialismo mental? La bicicleta es el medio de transporte más barato, sin contar las piernas, y no envenena el aire, ni contamina el silencio, ni tapona las calles. Si hubiera carriles, el país ahorraría petróleo y mucha gente ahorraría pasajes y se liberaría del tormento de los ómnibus repletos.
Por desgracia, y hasta donde he visto las 4 veces que he estado en Montevideo, el sueño de Galeano cada vez está más lejos de cumplirse. De hecho, como Madrid, Buenos Aires y tantas otras ciudades, la capital uruguaya se ha llenado de coches —también de conductores que hacen maniobras calificables entre incívicas y delictivas—, y no de bicicletas. Esa es la dirección del progreso en nuestros países: decir a todas horas que queremos parecernos a Alemania, Holanda o los países escandinavos, y 25 años después estar más cerca de ser México DF, Santiago de Chile o Nueva Delhi.

De la calidad del aire que respiramos, digo, mejor ni hablamos.


La dialéctica oprimido-opresor

Otro de esos hallazgos del libro es el pasaje dedicado a Ignacio Ellacuría, el jesuita —profesor y rector de la Universidad Centroamericana— que fue asesinado en El Salvador en 1989. Al menos en el País Vasco, este sacerdote es alguien lo bastante relevante como para darle nombre a una fundación, la Fundación Social Ignacio Ellacuria, cuyo lema es «Acompañar, servir y defender a las personas migrantes y sus organizaciones». Además, entre las diversas actividades que promociona su web, figura una «Campaña de hospitalidad» o unas jornadas de «diversidad religiosa y convivencia». Quiero decir: es un centro con una filosofía de lo más galeanista.

El fragmento en cuestión está en el artículo «Cinco siglos de prohibición del arcoiris en el cielo americano» y dice así:
Hace algún tiempo, el sacerdote español Ignacio Ellacuría me dijo que le resultaba absurdo eso del Descubrimiento de América. El opresor es incapaz de descubrir, me dijo:

—Es el oprimido el que descubre al opresor.

El creía que el opresor ni siquiera puede descubrirse a sí mismo. La verdadera realidad del opresor solo se puede ver desde el oprimido. Ignacio Ellacuría fue acribillado a balazos, por creer en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgos de la fe en su poder de profecía.

¿Lo asesinaron los militares de El Salvador, o lo asesinó un sistema que no puede tolerar la mirada que lo delata?
Atentos como estamos al melodrama de los pactos poselectorales, la noticia del asesinato de la hondureña Berta Cáceres pasó casi inadvertida en España. Berta Cáceres era una activista medioambiental en un país que, como Ecuador, Guatemala, Angola y tantos otros, ha decidido sacrificar sus recursos naturales y entregárselos a China a cambio de proyectos de obra civil. El pasaje de Galeano sobre Ellacuría, 25 años después, sigue siendo aplicable a gentes como esta hondureña y muchos otros activistas centroamericanos que pelean por descubrir a quienes los oprimen. 

Cuando aprendimos a ceder nuestra soberanía nacional

Ahora que los españoles, griegos, portugueses o irlandeses hemos padecido en carne propia el yugo y la incoherencia de las instituciones supranacionales como el FMI, el BCE, las agencias de valoración, etcétera; ahora que llevamos años despotricando contra Angela Merkel, los grandes bancos, las multinacionales, etcétera; ahora que nos vemos más pobres de lo que éramos en 2010 y sabemos que quienes nos robaban a manos llenas se abrían luego cuentas en Suiza y, a la vez, trataban de  privatizarnos la sanidad o  de hundir la educación pública; ahora, digo, quizá sea más sencillo de entender que la dirección en que hemos progresado no es la que esperábamos —ya se sabe: la escandinava—, sino una bastante parecida a la que indicaba Galeano en su artículo «Los cursos de la facultad de impunidades» para Uruguay, Argentina y otros países hispanoamericanos:
Impunidad de los dueños del mundo. Hágase la voluntad de los países ricos, aunque los países ricos son ricos precisamente porque predican la libertad económica pero no la practican.

Nuestra buena conducta se mide por la puntualidad en los pagos y la capacidad de obediencia.

Los acreedores golpean la mesa y nuestros gobiernos civiles humillan la cabeza y juran que van a privatizarlo todo. Los numeritos prueban que en América Latina la libertad del dinero favorece su evasión, no su inversión, y que así la especulación se ríe de la producción y la economía se convierte en una ruleta: pero las trompetas anuncian al capital privado como si fuera un rescate del Quinto de Caballería.

Nuestros gobiernos quieren privatizarlo todo, sí, y empiezan por poner bandera de remate a los sectores claves de la soberanía nacional: las comunicaciones, la energía, el transporte.

Privatizarlo todo, y de ser posible también los hospitales y las escuela y los cementerios y las cárceles y los zoológicos. Todo, menos las Fuerzas Armadas, que casualmente son las que se llevan la parte del león de los sueldos y gastos de cada presupuesto público.

En el nuevo Estado. Estado de la Seguridad Nacional, la burocracia militar es sagrada. Y si no, ¿quién va a ocuparse del «costo social» de los «programas de ajuste»? La impunidad del dinero, que en nuestras tierras mata por hambre o bala, exige que el Estado benefactor deje paso al Estado juez y gendarme: juez vulnerable al soborno y la amenaza, implacable gendarme de los pobres.
Visto en perspectiva, hubiera estado bien que en el instituto, además de hablarnos de La celestina y de darnos la murga con Azorín, nos hubieran puesto a Galeano en los famosos ejercicios de «comentario de texto». No hubiera sido tan extraño, además; muchos lo hubiéramos visto como una continuación natural de la educación que habíamos comenzado a recibir años antes con la bruja Avería, los electroduendes y La bola de cristal.

Por cierto, España es el séptimo país exportador de armas del mundo y vende unos 3000 millones al año (algunos de sus principales compradores son Irak, Venezuela o Arabia Saudita). Este es nuestro modelo de progreso, digo, no el de las bicicletas. Haríamos bien en reconocerlo públicamente y dejar de engañarnos, de hacer el escandi-nabo.


Nos están robando el tiempo

Por último, rescato a un fragmento del artículo que da título al libro: «Ser como ellos». Un título que, bien leído, encierra toda una filosofía de vida: ¿hacemos lo suficiente para evitar parecernos a aquellos a quienes criticamos? Y el verbo no es baladí: hacer (que no es lo mismo que decir). Con todo, el fragmento que más me gusta del artículo es uno que rescata un asunto al que soy particularmente sensible: el del robo del tiempo libre.

En mi barrio hay una pintada inspiradora: «Organiza tu rabia». Y mi pregunta inmediata siempre es ¿a qué hora?, ¿cuándo? La crisis del 2010 nos trajo la precarización, así que nos pasamos el día trabajando, y apenas para sobrevivir. De ahí que, como señalaba Galeano —algo que también mencionaba mucho otro uruguayo, Mario Levrero—, el tiempo libre se haya convertido para la mayoría en uno de los bienes más escasos y caros. Además, por si fuera poco, socialmente  parecemos convencidos de que la libertad tiene que ver más con los coches, las bebidas refrescantes o cambiarnos de teléfono que con ser dueños de nuestro tiempo y con el gozo de dedicarlo a lo que nos dé la gana, sin estar pensando a cada segundo si estamos siendo productivos o no.

Galeano lo cuenta así:
Ser es tener, dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando a sus órdenes. El modelo de vida de la sociedad de consumo, que hoy día se impone como modelo único en escala universal, convierte al tiempo en un recurso económico, cada vez más escaso y más caro: el tiempo se vende, se alquila, se invierte. Pero ¿quién es el dueño del tiempo?

El automóvil, el televisor, el vídeo, la computadora personal, el teléfono celular y demás contraseñas de la felicidad, máquinas nacidas para ganar tiempo o para pasar el tiempo, se apoderan del tiempo. El automóvil, pongamos por caso, no sólo dispone del espacio urbano: también dispone del tiempo humano. En teoría, el automóvil sirve para economizar tiempo, pero en la práctica lo devora. Buena parte del tiempo de trabajo se destina al pago del transporte al trabajo, que por lo demás resulta cada vez más tragón de tiempo a causa de los embotellamientos del tránsito en las babilonias modernas.

No se necesita ser sabio en economía. Basta el sentido común para suponer que el progreso tecnológico, al multiplicar la productividad, disminuye el tiempo de trabajo. El sentido común no ha previsto, sin embargo, el pánico al tiempo libre, ni las trampas del consumo, ni el poder manipulador de la publicidad. En las ciudades del Japón se trabaja 47 horas semanales desde hace veinte años. Mientras tanto, en Europa, el tiempo de trabajo se ha reducido, pero muy lentamente, a un ritmo que nada tiene que ver con el acelerado desarrollo de la productividad. En las fábricas automatizadas hay diez obreros donde antes había mil; pero el progreso tecnológico genera desocupación en vez de ampliar los espacios de libertad. La libertad de perder el tiempo: la sociedad de consumo no autoriza semejante desperdicio. Hasta las vacaciones, organizadas por las grandes empresas que industrializan el turismo de masas, se han convertido en una ocupación agotadora. Matar el tiempo: los balnearios modernos reproducen el vértigo de la vida cotidiana en los hormigueros urbanos.
Pero, bueno, para que no todo sea tragedia en esta reseña, termino rescatando algo de ese optimismo incondicional que suele transmitir Galeano. En particular, este fragmento de «El derecho a la alegría», que es toda una invitación a ponerse manos a la obra a mejorar la realidad que nos rodea. O dicho de otro modo, una propuesta en toda regla para evitar ser como ellos (y ellas):
Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable.
*

P.D. El blog Cycling4Life recoge otras citas de Eduardo Galeano hablando sobre las biciletas. El artículo «Los cursos de la facultad de impunidades» se puede leer íntegro en el periódico colombiano  El Espectador, que además publicó este especial. El portal Rebelión recoge esta reflexión sobre «Ser como ellos», con citas extensas del texto. En el portal Tiwy se puede leer completo «Cinco siglos de prohibición del arcoiris en el cielo americano», donde aparece mencionado Ignacio Ellacuría. El programa de radio uruguayo La Máquina de Pensar, entre otras cosas, ofrece esta memoria abierta de Eduardo Galeano. El cartel que acompaña a esta posdata salió de Saudade, una radio mexicana por internet. Por último, la web de la editorial Siglo XXI muestra el homenaje que se le hizo a Galeano en Tabacalera (1 h).

4 comentarios:

  1. Hola, Rubén, estuve en Montevideo hace unos meses y hay ciclovías :-) Eso sí, los montevideanos siguen (¿seguimos?) siendo temerarios al volante, por no decir unos animales. Igual lo peor que hay en la ciudad es el sistema de autobuses, una verdadera mafia. ¿No sería una ciudad hermosa con tranvías?

    No sabía que España exportaba tantas armas, qué horror.

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    1. Yo estuve en enero en Montevideo y no me pareció una ciudad apta para ciclistas... Como Madrid, hay más bicicletas, sí, pero la sensación de estar jugándose la vida la tiene uno a cada rato (en Montevideo, incluso dentro del coche). Nada que ver, por poner un ejemplo de aquí, con Vitoria, ciudad amistosa para el ciclista. Pero, vamos, estoy contigo: ojalá que las ciclovías o carriles bici sean el principio de algo.

      En cuanto a los tranvías, estoy contigo. A bote pronto, me acuerdo de al menos dos sitios donde he pasado cierto tiempo y los tranvías me hicieron la vida más simple y ecológica: Bilbao y Viena. Vuelven más hermosas las ciudades, claro que sí.

      En cuanto a España y su industria armamentística: a que sí, a qué impacta, ¿eh? Y, sin embargo, parece que solo exportamos sol, playa, futbolistas...

      ¡Gracias por la lectura!

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  2. En Montevideo se conduce espantosamente. Y no se lo discutas a un montevideano, te va a decir que no entendés nada. ¿Te has subido ya a un taxi? No es para cualquiera. En realidad en Montevideo no se conduce: se sobrevive. La ciudad supo tener tranvías a principios del siglo XX, pero murieron por, entre otras cosas, el lobby de los autobuses. Y es una gran pena, así, arbolada, sería tan bonita con tranvías, y tan práctico desplazarse.

    Lo de España me dejó helado. Yo me quejo siempre de Francia pero no imaginaba que España tuviera una industria armamentística de ese peso. ¿Cómo consigue pasar tan desapercibida? (el menos no forme parte del imaginario colectivo que yo sepa, ¿no?)

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  3. Sí, es difícil entender, con mentalidad europea, el tráfico de Buenos Aires o de Montevideo... Aproximadamente cada 30 segundos, uno ve o padece algo espantoso: un 4x4 te adelanta por la derecha, una embarazada va a todo gas en la motocicleta, alguien viaja con niños pequeños en el asiento del copiloto, etc. Bastante terrible.

    He tomado pocos taxis allá; por suerte, de momento, fueron experiencias más normales que paranormales.

    Para la mayoría de la población, España es un país pacífico, claro que sí. Faltaría más. ¿Cómo pasa inadvertido el gasto militar? Sospecho que gracias a lo de siempre: parte de la población no quiere —o prefiere no— saber demasiado y quien gobierna cuenta poco porque ingresa mucho (y lucra con —y hace lucrar a— otros). Lo cierto es que —y a los periódicos me remito—, haya habido un Gobierno del PSOE o del PP, ambos han vendido armas a la siempre criticada Venezuela. Supongo que eso tiene que ver con el famoso «equilibrio presupuestario».

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