20 de septiembre de 2015

Olivo roto. Escenas de la ocupación, Teresa Aranguren

Mi pasaje favorito de Olivo roto. Escenas de la ocupación (Ediciones Barataria, 2014), de Teresa Aranguren, gira alrededor de un pañuelo. Está en el cuento «Milenio» y reproduce la conversación entre una mujer palestina —culta, de buena familia y comprometida con las tesis de la OLP— y su sobrina favorita, Amina, una chica a quien ella inició en su día en el placer de la literatura y a quien ha inculcado siempre valores progresistas. Sin embargo, un buen día, Amina visita a su tía con la cabeza cubierta por un pañuelo islámico y discuten.

La tía reproduce así en su diario el resultado de la disputa:

No fue una buena conversación, Amina se puso a la defensiva, no quería herirme pero lo hizo. Empezó a hablar de que la burguesía palestina nunca había entendido lo que había pretendido Occidente, que nos habíamos equivocado tratando de imitarles y que nos habíamos alejado de lo que siente el pueblo y que al final parecía que andábamos mendigando la aprobación de los europeos y hasta de los americanos, como si no fuera evidente que los europeos y los americanos son lo mismo, y que para hacerles frente hay que apoyarse en la gente del pueblo, y que el islam es lo único que nos puede dar fuerza para resistir, y que todo lo otro ha sido un error, que lo de las negociaciones y lo de Oslo solo ha servido para desmovilizar a la gente y acabar con la Intifada, que es lo que los israelíes querían, y que nunca van a irse si no es por la fuerza, y que lo del pañuelo es una manera de decir al mundo que los palestinos no estamos acabados y que vamos a seguir luchando, que no habrá otro 48 aunque nos maten a todos...

No encontré las palabras. Quería decirle que tenía razón, pero que estaba equivocada. Porque se puede tener razón y equivocarse. Hubiera querido decirle que, cuando se es la parte débil y el otro es inmensamente fuerte, lo que parece una equivocación puede que sea necesidad, que nada hay más urgente que evitar que te aplasten, y que no es que nosotros no supiésemos lo que Occidente pretendía, cómo no vamos a saberlo si lo hemos padecido una y otra vez, si una y otra vez han incumplido sus promesas y al final siempre nos han abandonado, pero qué podíamos hacer, qué podemos hacer...

Solo supe decirle: pero el pañuelo es un retroceso, que fue como no decir nada. A veces no queda más remedio que admitir la propia impotencia. Rara vez podemos cambiar el curso de las cosas.
Dos mujeres, dos generaciones y un montón de cambios en la geopolítica internacional entre los 70 y nuestros días. Ayer: el pañuelo como símbolo de la opresión y de los recortes de libertades que la religión implica para muchas mujeres árabes. Hoy: una forma de lucha para algunas de esas mujeres y una manera de mostrar orgullosas sus raíces ante la humillación de su pueblo. Entre una generación y otra, un Nobel de la Paz para Arafat, Peres y Rabin en 1994, que fue de tanta utilidad para resolver el conflicto como el de Obama para lo de Irak o Afganistán o el de la Unión Europea para la actual acogida de refugiados sirios.


El desconocimiento mutuo

Otro fragmento que me ha gustado está en el cuento «Olivos», que ilustra muy bien una de las razones por las que resulta tan complicado resolver lo de Israel y Palestina: apenas existe contacto personal entre ambos pueblos.

O mejor dicho: la mayor parte del intercambio entre ambos está fiscalizado por el ejército israelí y por las órdenes que le dicta su Gobierno, esto es, está mediatizado por un lenguaje hecho de vallas electrificadas, muros, puestos de control militar, excavadoras, sintagmas como cierre de los territorios... Y casi nunca por un lenguaje más cercano a iniciativas como la West-Eastern Divan —la orquesta que montaron Daniel Baremboim y Edward Said— o el proyecto pacifista de Gush Shalom, fundado por Uri Avnery, quien en su día fuera integrante de la milicia sionista Irgún.

Todo eso, que tan bien explica Aranguren en otro libro suyo, Palestina. El hilo de la memoria, lo condensa en «Olivos» en tres párrafos. Amira, una mujer palestina, acude junto a su marido a una reunión en el Ayuntamiento de su pueblo con unos abogados israelíes que les van a echar una mano con la expropiación de terrenos que ejecutará el Gobierno para hacer pasar por ahí una valla electrificada. A esa reunión, en teoría, iba a asistir una abogada israelí.
[Los abogados palestinos que trabajaban en un despacho de Jerusalén] Nada más entrar pidieron excusas por el retraso aunque ninguno de los que estaba allí se lo hubiera reprochado; todos sabían lo que era pasar el puesto de control de Salem. El que parecía más joven dijo que su oficina central estaba en Jerusalén y que en ella trabajaban también con colegas, dijo colegas y a ella le sorprendió el término, israelíes y que uno de ellos, una mujer que por lo visto era una abogada muy famosa, había ido con ellos y hubiera debido estar también allí, pero que los soldados del puesto de Salem no la habían dejado pasar porque últimamente no dejaban entrar a civiles israelíes en los territorios, sobre todo si eran amigos de los palestinos.

[Amira] Nunca había estado cerca de una mujer israelí. En realidad, los únicos israelíes de los que había estado cerca eran los soldados que estaban en los check-point o los que habían entrado en su casa a culatazos y nunca les había mirado a la cara porque era peligroso mirar a los soldados a la cara.

Nunca había hablado con un israelí, pero había imaginado esa conversación miles de veces. Se veía a sí misma frente a un interlocutor a quien nunca puso rostro, porque no era un israelí sino la idea de lo israelí con quien hablaba y las ideas no necesitan rostro, desgranando las palabras, los datos, las fechas, los argumentos con que contaban su historia, que era la suya y la de todos ellos; se imaginaba a sí misma explicando a un israelí sin rostro lo que les habían hecho, porque quizá no lo sabían, no podían saber que lo supieran, y quizá porque no lo sabían les seguían persiguiendo cuando ya les habían despojado de casi todo, que no les bastaba con haberles echado, que ya tenían su país para ellos, y por qué no les dejaban en paz de una vez, que no les bastaba con borrar su pasado, que también querían borrarle el futuro.
Me gusta que Amira teme y a la vez siente fascinación por esa mujer israelí, y no porque sea abogada sino, simplemente, porque es una mujer israelí y nunca ha estado con ninguna... Tu vecino como alguien exótico, desconocido, como alguien sin rostro sobre quien tienes una idea preconcebida y a quien quieres soltarle tu retahíla aprendida. He ahí, me parece a mí, una manera muy expresiva de mostrar el efecto colateral de los discursos políticos polarizantes y simplistas: despersonalizan al prójimo; lo reducen a una mera idea. Como diría Ryszard Kapuscinski, levantan fronteras en nuestro encuentro con el Otro.

Sería bonito, claro está, leer también el espejo: un cuento donde una mujer israelí nos haga algunas confidencias sobre qué siente antes de encontrarse con una mujer palestina. Seguro que hay varios escritos por ahí... Aún no he llegado a ellos. Todo se andará.


El tanque como metáfora

Por último, destaco un tercer detalle narrativo, bastante al hilo de los dos primeros. Se trata de una expresiva y vivencial definición —Teresa Aranguren vivió muchos años en Oriente Próximo y cubrió varios conflictos armados allí desde que Israel invadiera el Líbano en 1982— de lo que es un tanque.
El tanque es como un animal ciego, como esos monstruos prehistóricos de las películas de terror japonesas que avanzan indiferentes a aquello que aplastan; el tanque simboliza la fuerza aterradora de lo que no es humano y nada humano lo detiene.
Por suerte, nunca he tenido que huir, campo a través, perseguido por uno... Sin embargo, después de leer estas palabras, tengo la sensación de que debe ser algo así como que Godzilla o algún velocirráptor salgan corriendo detrás de ti. Algo terrible, vaya. Quizá lo bastante terrible e inhumano como para que, un buen día, cansado de sentirte humillado por un gigante militar, te parezca razonable, como se ve en la película Paradise now, convertirte en un terrorista suicida y, en vez de alcanzar el paraíso que te promete la religión, someter a tu familia y a tus amigos a un infierno mayor del que ya viven.

Teresa Aranguren nunca ha ocultado que ella toma partido y que no es neutral (véase 1, 2 y 3, por ejemplo): defiende la causa palestina y aquellas opciones israelíes que buscan una salida pacífica al conflicto (a través de sus libros he conocido a Uri Avnery o Ilan Halevi). Sin embargo, no por ello su literatura cae en el panfletarismo o en lo obvio; antes bien, sus relatos incluyen alguna sana dosis de autocrítica sobre el periodismo —profesión que ha ejercido— o incluso reflejan algunas contradicciones de las que adolece el discurso árabe. También hay un intento por construir una mirada más compleja sobre los palestinos, libaneses o iraquíes que pueblan las páginas de Olivo roto.

Por eso, como señala Santiago Alba Rico, quizá lo más relevante de este libro sea que Teresa Aranguren escribe alimentada por una sana querencia y respeto por la cultura árabe. Escribe con la voluntad de ponerle cara, cuerpo y biografía a los árabes, de construirlos como personas, y de hacerlo para que otros no las conviertan —no las convirtamos— en pólvora indiscriminada con la que disparar discursos polarizantes, dirigidos a interlocutores sin rostro y que no buscan el encuentro con el Otro. Olivo roto, sin ser un libro de cuentos brillante desde el punto de vista técnico, consigue lo que otra literatura mejor escrita ni siquiera roza: ráfagas de claridad para entender mejor en qué mundo vivimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario