16 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (2), Damián Tabarovsky

Esta es la segunda parte de la reseña que empecé a publicar la semana pasada... Había prometido que la terminaba con esta entrada; pero, una vez más, me toca desdecirme y reconocer que prometí en vano: la reseña termina la semana que viene (menos mal que, cuando retomé el blog, me había prometido a mí mismo ser más breve, menos mal...). Paciencia, digo, si es que hay está leyendo este serial.

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Mediáticos y serios: los jóvenes argentinos

En su crítica, Tabarovsky parece seguir la llamada «revelación de Sturgeon»: el 90 % de todo es mierda. Así, bajo la crítica contra la «literatura de lo bello y lo agradable», casi nadie se salva de la lluvia de golpes. Desde Harold Robins y la pléyade bestselleariana a Paul Auter, pasando por Milan Kundera, Saramago, Tabucchi o Franzen, la conclusión tabarovskyana es la misma: literatura biempensante y que no molesta a nadie. Son novelas que halagan al lector o que, en todo caso, buscan su complacencia.

Y en clave argentina, el reparto de mamporros es tan amplio que poca gente sale ilesa. En esencia, hay dos grupos: los «jóvenes mediaticos» y los «jóvenes serios». Los mediáticos son Rodrigo Fresán, Juan Forn y Cristina Civale, que se postularon en los 90, a decir de Tabarovksy, para desbancar vía márketing y estética pop el canon que integraban Manuel Puig, Osvaldo Lamborghini, Néstor Sánchez, Héctor Libertella, Fogwill, César Aira y Daniel Guebel. En comparación con los serios, los jóvenes mediáticos salen bien librados; lo suyo termina con que son meros oportunistas y arribistas.

El segundo grupo, los jóvenes serios, son los que reciben las críticas más urticantes. Esta facción estaría compuesta por Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Leopoldo Brizuela, Marcelo Birmajer y Diego Paszkowski. (Como se ve, este ensayo tiene mucha testosterona...). A estos últimos, Tabarovsky los acusa de haber pactado con el mercado producir una literatura convencional, sin riesgo y vendible como seria a cambio de una estabilidad económica (medible en términos de márketing editorial, columnas propias en los diarios, un puesto como jurado en un concurso cada tanto o ser portada en las revistas).

Y, puesto a acelerar, como le gusta decir a él, Tabarovsky va hasta el extremo y argumenta que ese pacto espurio y algo mefistofélico supone algo así como el nacimiento de la decadencia —conservadurismo— de la literatura argentina actual:
Allí reside la calamidad estética de su éxito cultural: en proponer la reinstalación de lo más retrógrado de la tradición literaria argentina: por aquí, una vuelta al neoclasicismo (de Sara Gallardo a Bioy Casares), por allá, al cuento mecánico escrito bajo el modelo vulgar de iniciación-desarrollo-desenlace (de Abelardo Castillo a Liliana Heker); más allá un toque de compromiso social vacuo (de Mempo Giardinelli a Cortázar); más lejos, un recurso a la novela histórica ejemplar (de Andrés Rivera al Saer de Las nubes); más cerca, un homenaje a la novela policial vaciada de su tragedia (de Soriano a Vicente Battista).
Ya lo dije nada más empezar (véase la 1.ª parte de esta reseña): Tabarovsky es más de Rothko que de Velázquez... Eso sí, no todo son ajusticiamientos en este ensayo; también hay unos pocos supervivientes o héroes de la literatura vanguardista. En concreto, al final de esta historia se salva un power trio conformado por Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Sergio Chejfec. (Los tres, por cierto, publicados en España, con escasa repercusión, como casi cualquier otro escritor argentino que se precie...).


4 artículos para contextualizar la polémica

Eso sí, para medir cuánto hay de realidad y de pose —hipérbole— en la andanada tabarovskyana recomiendo cuatro lecturas. Una es el artículo que Raquel Garzón escribió en Ñ, donde recogió lo más pluralmente que pudo y le dejaron varias opiniones sobre la fantástica trifulca que ocasionó la publicación de este libro en la Argentina (y la subsiguiente contestación del novelista Guillermo Martínez a través de su ensayo «Una ejercicio de esgrima»). Por supuesto, entre los participantes, no faltan anonimatos cobardes y lecturas que solo apelan a la pelea de egos, a que los contendientes buscan autopromocionarse o a que se disputan poderosas sillas vacías... En fin, lo de siempre. Sin embargo, aparecen otras voces más interesantes, como las de Martín Kohan, Quintín o Carlos Gamerro, y más relevantes a la hora de contextualizar sobre qué se discute —y qué no—, por qué o desde dónde.

El segundo artículo es la amplia reseña que escribió Quintín sobre Literatura de izquierda cuando el libro salió (y antes de que llegara la contestación de Guillermo Martínez). Además de opinar a favor y en contra del ensayo de Tabarovsky, aporta dos enfoques enriquecedores. Por un lado, cuenta cómo ha sido su experiencia en el trato con renombrados escritores como Arturo Carrera —un traficante de influencias nato— y Fogwill —un matón—, y con otros no tan visibles pero que estaban en la brecha en su momento: Guillermo Saccomanno o Sergio Olguín. Por otro lado, pone la arenga pro-Aira de Tabarovsky frente al espejo del discurso «Derivas de la pesada», de Roberto Bolaño, donde ni Aira ni Lamborghini ni Piglia ni ningún escritor argentino pos-Borges resiste ante la mirada del chileno.

En tercer lugar conviene leer el dosier que publicó Tabarovsky el año pasado en Letras Libres sobre la literatura argentina reciente. Allí este «vanguardista demodé», como se autoproclama, profundiza en el eje estético-político del discurso que defiende en Literatura de izquierda y agranda el número de escritores que salva de la quema (eso sí, imagino que por obligaciones del artículo, solo en un sentido descendente en lo generacional...). Es más: incluso abre ese listado a escritoras, algo que, como bien señalaba Carlos Gamerro en el artículo de Ñ, era un notable agujero en su ensayo. Así, aparecen los nombres de Selva Almada y Ariana Harwicz —ambas publicadas en España—, junto a los de Hernán Ronsino y de Pablo Katchadjian —aún por publicar—, como garantes de una literatura saludable (en términos tabarovskyanos).

Por último, también recomiendo leer «Un ejercicio de esgrima», esto es, el capítulo que Guillermo Martínez incluyó en su libro La fórmula de la inmortalidad. La referencia a Martínez, ganador del Premio Planeta Argetina en 2003, en Literatura de izquierda es lateral, tangente; de hecho, ni siquiera es el escritor que más palos recibe (salvo porque su exprofesora de taller literario, Liliana Heker, también recibe alguno y eso puntúe doble...). Pero, vamos, que si saltó al ruedo fue porque quiso, no por obligación. Su ensayo merecería una doble entrada como esta... De momento, me conformo con hablar de él en la siguiente sección.


Digresión sobre la esgrima, lo esgrimido y los esgrimistas

En «Un ejercicio de esgrima», Guillermo Martínez se pasa de principio a fin, como buen joven serio que es, preocupado por mostrarse como un escritor serio que se toma muy en serio la literatura. Y ahí estriba lo bueno y lo malo de su texto: en su aburrida seriedad.

Lo bueno es que se nota que ha dedicado mucho tiempo a estudiar y desmenuzar los temas que aborda. Eso le permite conectar golpes precisos contra la mandíbula de César Aira —el único dios vivo del canon de Tabarovsky— o contra el peligro de la trivialidad formalista encerrada tras la propuesta  tabarovskyana. También lo ayuda a reflexionar de manera atinada sobre si hay viaje posible más allá del suprematismo de Malévich y su Cuadrado sobre fondo negro, o para invocar a Barthes y mostrar dónde se apoya su contrincante cuando dice querer pelearse con la lengua dominante. 

Con todo, su mejor momento es la crítica de Las hernias, en aquel momento la última novela de Tabarovsky. Como buen ensayo afrancesado —rollo Deleuze, Foucault, Barthes y otros habituales del asunto—, más de la mitad de las páginas de Literatura de izquierda abundan en grandilocuentes giros en torno al lenguaje: que si no hay que mantener una relación complaciente con él, que si hay que desafiarlo, que si hay que perforarlo, que si no hay que dejarse doblegar por el peso de la sintaxis... Y así tirabuzón tras tirabuzón hasta terminar —de tanto perforamiento, se ve—, por desgracia, en la metáfora trillada: «... hay que hacerle morder el polvo».

Y aquí, obviamente, Guillermo Martínez encuentra el hueco perfecto en la guardia de su rival para endilgarle un zurriagazo de lo más acertado:
[...] Es una lástima, sin embargo, que no proporcione ningún ejemplo de novelas escritas con lenguajes perforados. En busca de alguna pista leo el principio de su última novela Las hernias, que publicó a la par de su manifiesto. En la escena de apertura Luciano, el protagonista, se mira la panza y reflexiona sobre su gordura:
“¿Esta gordura es mía? ¿Son míos estos rollos?” Sentía que se le había estirado el cuerpo, que se le había vuelto algo exterior a él, algo con vida propia; pliegues, estrías, marcas ajenas que apenas conocía.
Como se ve, tenemos aquí la muy noble pero viejísima convención del estilo indirecto libre, con oraciones claras y respetuosas de la gramática. La cuestión de la gordura, por otra parte, parece inscripta dócilmente en la lengua del poder, porque le inspira al personaje principal la misma clase de angustias que a cualquier chica de nuestra sociedad televisiva y cristiana que debe probarse la malla antes de las vacaciones.
El problema de Tabarovsky es el habitual con estos libros: prometen y aventuran más de lo que pueden cumplir (algo que se ve venir desde las primeras páginas...). O dicho de otro modo: el lector siente que Tabarovsky se postula para Frank Zappa de la literatura —«Para mí, el absurdo es la única realidad», dijo alguna vez Zappa— y luego, cuando lo escuchas tocar, cuando vas a sus novelas, resulta que no logra ir mucho más allá del modesto Ace Frehley, el guitarrista de Kiss (con cuya camiseta aparece en varias fotos).

Moraleja: tiene toda la pinta de que es más divertido y enjundioso leer los ensayos y artículos de Tabarovksy que sus novelas (no he leído ninguna, y no sé si quiero leerlas: estoy convencido de que estarán por debajo de su ensayo...).

En la parte negativa, a Guillermo Martínez cabe criticarle varias cuestiones. Quintín, en una segunda entrada de su blog, a propósito de la publicación de la polémica en Ñ, resumió así algunos de los fallos:
El texto de Martínez lleva el anodino título “Un ejercicio de esgrima”, un nombre en principio curioso para responder a otro que se llama Literatura de izquierda. Es como si Tabarovsky escribiera El manifiesto comunista y Martínez le contestara no con el Anti-Tabarovsky sino con Juguemos en el parque. Pero el tomar todo como un deporte es, como veremos, uno de los problemas de la escritura de Martínez [...]

Si el texto de Tabarovsky es ágil, general y preciso, el de Martínez acumula pesadamente argumentos puntuales de toda índole, incluyendo el chisme y el agravio personal, coloca a David Lodge como juez supremo en materia literaria y afirma, al mejor estilo [José Pablo] Feinmann, ser víctima de la conspiración de la academia. [...]
Y podría ahondarse, segun lo veo yo, en esos argumentos utilizando dos nombres propios y dos conceptos que usa Martínez en su plúmbea acumulación de «argumentos puntuales de toda índole»: Nabokov y sus «detalles, detalles, detalles», y Susan Sontag y la «erótica de la obra».

A ver, una perogrullada: si un escritor cita en un justa literaria como esta a don Vladimiro Nabokov, debería ser, entre otras razones, porque ha conseguido impregnarse del swing del gran entomólogo ruso, porque ha entendido —o de algún modo comparte— que la escritura es finta y baile sobre el cuadrilátero, es decir, estilo, ritmo, aceleración (y deceleración digresiva). O dicho de otro modo: escribir tiene algo del boxeo de Mohamed Alí, Floyd Mayweather Jr. o Sergio Maravilla Martínez. Apoyarse —argumentalmente— en el autor de Lolita cuando tu prosa no contiene ninguno de esos elementos, es lanzar golpes al vacío; en particular si tu oponente juega —boxea— con el lenguaje mejor que tú. Y eso sucede a lo largo de muchas partes del ensayo: mucha cita, mucho dato, mucho argumento; pero poco saber convertir todo eso en el grácil y sugerente revoloteo de una seductora mariposa rusa.

Corolario: no hay mucha erótica, al menos en la prosa ensayística —la única que conozco—, de Guillermo Martínez. Tomarse tan en serio a uno mismo —un error que Tabarovsky no comete— enfría la libido literaria.

Por último, cuando Martínez habla sobre el público, el mercado o el capitalismo dice cosas muy tremendas. Y lo hace a la par que omite otras que son relevantes, como que él ganó el Premio Planeta en 2003, convocado por una multinacional que domina buena parte del mercado hispanoamericano, muy bien dotado económicamente y que está orientado hacia la literatura comercial. Como sostiene un amigo editor, conviene recordar siempre que los discursos suelen tener una pata —o las dos— en la cuenta bancaria, esto es, en los beneficios y privilegios que no queremos perder. Quienes escriben, por muy románticamente letraheridos que se presenten, también.

Por eso, da vergüenza ajena que Martínez —un tipo inteligente— enarbole un discurso populista basado en alabar la existencia de un «público informado», que se cuenta por «miles de lectores», que «tiene su propio criterio  formado y que no deja pasar tan fácilmente gato por liebre» —cuando se trata de preferir la literatura suya a la que defiende Tabarovsky, claro— y que son «tan “entendidos” en literatura como cualquiera». El departamento de márketing de Planeta hubiera dicho lo mismo, pero sin tanto circunloquio: la legitimación literaria la da el ránking de los más vendidos (aunque esos más vendidos no sean Ken Follett, Ruiz Zafón o Isabel Allende).

De hecho, ese ha sido uno de los grandes movimientos del capitalismo: transferir el criterio de autoridad de la crítica y la academia a la lista de lo más vendidos (con la subvariante de los que más presencia mediática consiguen). De lo subjetivo, cualitativo y polemizable a lo objetivo, cuantitativo e inobjetable (dados los intereses comerciales en juego). Realizada la transferencia, los actores y actrices beneficiados construyen un discurso que justifique que eso era lo correcto y que el público así lo avala.

Eso sí, por suerte, el punto de vista de Martínez blanquea algo que otros se empecinan en negar: existe una literatura capitalista. O en otras palabras: existe una literatura que convive pacíficamente con este sistema económico y escribe a favor de su perpetuación. A las pruebas me remito:
Por todas estas fatigantes obviedades digo que la cuestión del mercado es para el verdadero escritor una no cuestión: el escritor compra una resma de hojas nuevas y se sienta a librar una batalla privada con su obra. [...] Durante todo el proceso de la escritura la cuestión del mercado, de un supuesto público y de si realmente podrá venderle a alguien su novela es algo que ni siquiera se le cruza. Verdaderamente no le importa. Es decir, la cuestión del mercado no interfiere en el momento de creación de la obra, no la contamina, no la limita, no la desvía, no la determina. Es un ruido que aparece después, cuando su obra se pone en circulación bajo la forma de libro
Si no das el contexto, te podría parecer que eso del «verdadero escritor» lo ha dicho Roberto Bolaño; sin embargo, resulta que lo dice ¡todo un ganador del Premio Planeta con libros traducidos a no sé cuántos idiomas! Es decir, de nuevo, Martínez omite algo relevante: él ocupa una posición muy favorable en el entramado de la industria editorial, y eso le permite despreocuparse del mercado. Pero ¿cuántos escritores y escritoras hay con 3 o 4 novelas  —incluso más— que ven que su carrera literaria no termina de despegar y se preguntan tantas y tantas cosas cuando se sientan a escribir el siguiente libro? ¿Y a cuánta gente del gremio le fue más o menos bien con sus 2 o 3 primeros libros, creyó que podría vivir de lo que escribía, contrajo las deudas habituales —coche, hipoteca, hijos...—, luego sus ventas decayeron y ha terminado vendiendo su alma al diablo con tal de llegar a final de mes?

El mercado es lo más parecido al lado oscuro de la Fuerza.

Y lo es para quienes escriben, pero también para quienes venden pasteles, fabrican bicicletas o dan clases de ruso. El mercado, de hecho, es lo más parecido a la fuerza de la gravedad. ¿Por qué esta obsesión por presentar la literatura como una suerte de burbuja capaz de vivir al margen de la influencia de una fuerza tan omnímoda, tan capaz de deformarlo todo?

El «verdadero escritor», hay que joderse.

Por favor...

Y, por si faltara algo, con tal de justificar haber recibido premios —eso que no nombra—, Martínez dice lo siguiente ante las acusaciones de otros:
Paso por alto la ignorancia algo alarmante de esta licenciada [se refiere a Florencia Abbate], que parece desconocer que escritores como Abelardo Castillo, Isidoro Blaisten, David Viñas, Haroldo Conti o Marco Denevi surgieron o se consagraron a partir de certámenes literarios. También Borges y Cortázar participaron con humildad y mejor o peor suerte en certámenes en su época, antes de convertirse a su vez en jurados de muchos otros concursos
De repente, es como si toda esa gente que enumera hubiera vivido también, como nosotros, en la era de las multinacionales, los premios amañados y dotados de importes sustanciosos, los jefes de compra de manuscritos, los nichos de mercado, los márgenes de beneficio por encima del 15%, los adelantos en previsión de que vendas traducciones al macedonio o al eslovaco..., y demás poética del márketing. ¿No es alucinante? Tiene especial demérito, por lo demás, citar a Haroldo Conti en esa serie, un tipo que militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, que fue secuestrado por el Ejército y que es un desaparecido más de la última dictadura argentina... De repente, como quien no quiere la cosa, si el «público informado» se descuida, un escritor capitalista y uno revolucionario quedan en el mismo plano por la vía de los premios. ¿No resulta curioso?

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Continuará... y terminará el próximo domingo, salvo que el texto vuelva a crecer de manera descontrolada, claro (cosa que intentaré que no suceda). 

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Actualización (24/09/15): Finalmente, la reseña continuó y tuvo parte 3. Incluso fue coronada con un bonus track de un intercambio epistolar entre Tabarovsky e Ignacio Echevarría. A la parte 1, se accede por aquí.

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