A principios de año, leí ¿Dónde está mi tribu?, un estupendo ensayo sobre maternidad y crianza. Voluntarioso de mí, nada más terminarlo me prometí reseñarlo; sin embargo, han pasado los meses y, entre unas cosas y otras, lo he ido dejando y dejando... Y resulta que ahora debería releerlo para escribir algo convincente y, claro, eso atenta contra la ingente lista de libros por leer que tengo (ansioso que es uno, qué va a ser).
Así que aprovecho que hoy he releído varios pasajes para poner a salvo en el blog algunos subrayados. Juraría que la mayoría pertenecen al capítulo 2, «Cuando el enemigo está dentro», donde Carolina del Olmo reflexiona sobre la ética de los cuidados o la cooperación en una sociedad donde el hedonismo, el individualismo y el deseo protagonizan el discurso dominante.
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Desde la perspectiva contemporánea, la identidad personal se expresa mayoritariamente a través de las preferencias individuales y no mediante las obligaciones que uno asume.
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[...] vivimos en una organización social que [...] permanentemente incentiva nuestra autodefinición como conjuntos de deseos y lastra las decisiones basadas en compromisos. Nuestro mundo cuestiona no solo el derecho a cuidar y a ser cuidados por otros —un problema que se puede mitigar con subsidios públicos—, sino también nuestra obligación de cuidar. Por eso devalúa el trabajo de dar cuidado, por más que se venere nominalmente la figura de la madre. Se desprecia de hecho la vulnerabilidad, aunque nos llenemos la boca con la defensa de los más débiles. Se ensalza una independencia ficticia y se nos imponen unos ritmos de trabajo incompatibles con prácticamente cualquier otra actividad vital. Se obliga a la mayoría a incumplir sus deberes en tanto que partes de una red amplia de reciprocidad y cuidado, y se impone una carga demasiado pesada a quienes sí cumplen esta obligación.
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[...] la cooperación no es una decisión que toman sujetos autónomos tras considerar que es la mejor opción para alcanzar sus fines individuales. La interdependencia es el punto de partida y no un añadido, caritativo o interesado, a la afirmación de nuestra individualidad. Una concepción economicista que entiende la conducta cooperativa como pacto entre individuos independientes nos impide comprender que la reciprocidad es un elemento esencial de nuestra capacidad para florecer en tanto que animales vulnerables y dependientes.
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Todos hemos sido bebés, criaturas indefensas, y la inmensa mayoría seremos otra vez dependientes en algún momento de enfermedad, vejez o desamparo a lo largo de nuestras vidas. O, más bien, todos lo somos siempre y en todo momento. La discapacidad es un grado, una escala en la que nos situamos más arriba o más abajo en los diferentes momentos y contextos de nuestras vidas, y no algo que se tiene o no se tiene, según una clara línea divisoria. La circunstancia del adulto sano e independiente no es más que eso, una coyuntura pasajera en la que no tiene sentido basar el total de nuestras apreciaciones globales sobre la ética, la política o la sociedad. La escritora Ana María Matute decía en una entrevista reciente que un niño no es un proyecto de adulto, sino que el adulto es «lo que queda del niño». Tendríamos que ser capaces de tomarnos en serio esta afirmación.
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[...] El mito de la chica aterrada por si no encuentra pareja y se le pasa el arroz se resquebraja. Estupendo. Pero ¿no podemos imaginar un término medio entre la histérica búsqueda de pareja de Ally McBeal y la reivindicación del individuo independiente que no necesita compartir su vida con nadie? El que una persona —sea mujer u hombre— que permanece soltera no se sienta incompleta o fracasada es un gran noticia. [...] Pero lo cierto es que esa soledad asumida con orgullo entraña muchas veces una incapacidad para el compromiso que hoy es extraordinariamente común.
[...] En nuestro imaginario persevera la imagen del matrimonio burgués que se mantiene de cara a la galería y en el que reina el desamor y la indiferencia, cuando no la hostilidad. Frente a esa realidad, la aceptación de la soltería puede ser un ejercicio de honestidad y valentía. Pero lo cierto es que la nuevas pautas sociales, el tiempo líquido en el que nos ha tocado vivir, imponen una urgente revisión de estos tópicos. Hoy por hoy, lo que triunfa es lo que se ha dado en llamar la «cultura de los solteros», un estilo de vida basado en la conducta hedonista y el consumismo, que acepta valores del mercado como principios universales y rechaza el compromiso y las ataduras. En este contexto, el incremento de hogares formados por una única persona, que han pasado de ser el 7,5% del total en 1970 al 20% según el censo de 2001 (el último del que se dispone datos detallados), difícilmente puede interpretarse como una señal de liberación en marcha. Tal vez la madame Bovary del siglo XXI sea una mujer soltera con éxito profesional.
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