26 de abril de 2014

Algo supuestamente divertido..., David Foster Wallace

¿Qué puede tener de interesante un libro de no ficción que contiene un largo reportaje sobre un crucero de lujo masivo por el Caribe durante una semana en 1995?

Básicamente, que lo ha escrito David Foster Wallace

Es decir: a) un narrador capaz de convertir en hilo conductor el superpoderoso sistema de succión que anida bajo el váter de su camarote; b) una persona que escribe decenas y decenas de hilarantes notas a pie de página —una de las cuales ocupa tan solo 3/4 partes de la página para explicar por qué fue una mala decisión no llevar «ropa formal» en la maleta, a pesar de la advertencia previa de la compañía—; y c) un crítico con dientes de pitbull, capaz de invertir un capítulo entero en analizar el publirreportaje que Frank Conroy, un autor fetiche para él y director del Taller de Escritura Creativa de Iowa, había escrito sobre ese mismo crucero a cambio de un buen puñado de dólares, viajar gratis con su familia y hacer pasar el texto por un ensayo más en su exitosa carrera literaria.

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, además de un estupendo ensayo sobre la estupidez humana que late tras el hiperconsumismo, es un libro que te enseña lo importante que es para un autor tener un punto de vista propio. Uno lee esta clase de libros, sencillamente, porque le da la sensación de que nadie más sería capaz de contarte un crucero como te lo cuenta Foster Wallace.

Un autor, una manera de mirar el mundo, digo.


¡Viva la inadaptación!

Desconozco cuánto hay de verdad y cuánto de exageración en la mirada de Foster Wallace. En cualquier caso, como no soy un potencial usuario de cruceros de lujo, me resulta fácil empatizar con alguien que se autodefine como semiagorafóbico, bovinofóbico —o algo así— y demasiado susceptible a la hipnosis... Y que, además, alardea de haber subido al barco sin una cámara fotográfica para no parecer tan borrego como el rebaño de turistas que lo rodea, es decir, ese grupo de (supuestos) seres humanos que pasa casi más tiempo conociendo el mundo a través de una pantalla que por experiencia directa. En cualquier caso, diría que a Wallace le sale fácil su vena de inadaptado social, que apenas necesita impostarla.

Eso sí, tiene ese punto tontorrón —muy estadounidense— de alabar los bombones de chocolate y, al mismo tiempo, escupir un canapé de caviar de beluga... En fin, la cultura gastronómica es algo que los hijos del Imperio aún no han conseguido asimilar. Qué le vamos a hacer. A cambio, tenemos a un escritor de alto vuelo intelectual capaz de contarte cómo se ajusta su gorra de Spiderman para jugar al pimpón, cómo pierde una partida de ajedrez con una niña de 9 años o cómo hace el ridículo tirando al plato con veteranos de guerra que incluso se llevan la escopeta desde casa. Quiero decir: por suerte, Foster Wallace es incapaz de tomarse demasiado en serio a sí mismo (exactamente lo contrario que Vargas Llosa yendo a visitar la ciudad de Bocaccio, por decir...).


Kafka a bordo

Puede que donde mejor se aprecie la mirada de Wallace sea en el regusto kafkiano que recorre el libro. Ese punto, digo, en que aparece una voz que te recuerda aquello que solía decir Nuestro Padeciente Hombre en Centroeuropa: «La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae». Es decir: la vida como un crucero de lujo, según Foster Wallace:
Hay algo insoportablemente triste en los Cruceros de Lujo masivos. Como la mayoría de las cosas insoportablemente tristes, resulta increíblemente elusivo y complejo en sus causas y simple en sus efectos: a bordo del Nadir —sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio—, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, desesperar, pero es una palabra seria, y la estoy usando en serio. Para mí denota una adición simple: un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y de que, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda.
Un poco más adelante, Nuestro Futuro Ahorcado a los 46 Años va un poco más allá y conecta esa angustia con el meollo de lo que está viviendo en ese momento:
Tengo 33 años y la impresión de que ha pasado mucho tiempo y que cada vez pasa más deprisa. Cada día tengo que llevar a cabo más elecciones acerca de qué es bueno o divertido, y luego tengo que vivir con la pérdida de todas las opciones que esas elecciones descartan. Y empiezo a entender  cómo, a medida que el tiempo se acelera, mis opciones disminuyen y las descartadas se multiplican exponencialmente hasta que llego a un punto en la enorme complejidad de ramificaciones de la vida en que me veo finalmente encerrado y atrapado en un camino y el tiempo me empuja a toda velocidad por fases de pasividad, atrofia y decadencia hasta que me hundo por tercera vez, sin que la lucha haya servido de nada, ahogado por el tiempo. Es terrorífico. Pero como son mis propias elecciones las que me encierran, me parece inevitable: si quiero ser adulto, tengo que elegir, lamentar los descartes e intentar vivir con ello.
Solo son un par de pasajes en todo el libro, pero bastan para leer el contenido desde otro lugar. En ambos fragmentos aparece el Foster Wallace más íntimo, el menos preocupado por parecer divertido, ingenioso o afilado en sus críticas al American Way of Life. Desaparece el gamberro y emerge un tipo plenamente autoconsciente que, con un insoslayable tono personal, nos cuenta la esencia de por qué toda aquella experiencia vacacional lo aterra tanto: es el hombre equivocado en el lugar incorrecto, es decir, un tipo con unas preocupaciones existenciales que poco o nada tienen que ver con la gente que le rodea.

De ahí que lo mejor sea ir más allá del crucero (que a unos les gustará más y a otros menos). Lo genial de este libro es cómo Wallace se apoya en esa experiencia y en su angustia vital para plantearse dos preguntas importantes sobre la manera en que vivimos. Una: ¿qué nos cuenta sobre nuestra sociedad una suerte de catedral comercial flotante con 1300 personas a bordo atiborrándose de comida, gastando toneladas de combustible, etc., durante una semana, y además convencidas de estar descansando y hasta sintiéndose privilegiadas respecto de sus familiares y amigos?

Y dos: ¿qué clase de estrategia de márketing consigue convertir despropósitos de este calibre —en el sentido ambiental y en todos los demás sentidos— en una experiencia necesaria o gratificante? O dicho de otro modo: además de tu dinero, ¿qué quiere una empresa cuando te seduce con un eslógan del estilo «Tú no te preocupes de nada: disfruta, que nosotros lo resolvemos todo por ti»? Al margen de sus excentricidades y exageraciones, Wallace nos muestra de manera brillante cómo la publicidad más sofisticada nos proporciona experiencias de placer precocinadas, listas para ponerlas a calentar en el microondas de la cabeza y servir. Un crucero de lujo es solo una más.



*

PD 01. El segundo fragmento que extracto me recuerda el pasaje de El discurso vacío, de Mario Levrero, que ocupa la contraportada del libro:

Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos de aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.
PD 02. Hace poco escribí esto sobre la biografía de D.T. Max sobre DFW.

No hay comentarios:

Publicar un comentario