13 de diciembre de 2015

Irrupciones, de Mario Levrero (parte 3)

Esta es la tercera y última entrada —o al menos la que lleva aquello de «parte 3»— sobre el libro Irrupciones (Criatura Editora, Montevideo 2013), del escritor uruguayo Mario Levrero. A las entradas 1, 2 y 2,5 se accede haciendo clic en los enlaces anteriores.

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La pelea del tiempo y el dinero

En su particular trono de las Fuerzas del Mal, además de la publicidad, Levrero guarda un sitio de honor para el interés monetario:
... todo el mundo se afana y se afana y se afana por ganar dinero y el dinero no le alcanza para cubrir todas las necesidades que cree tener, y cualquier distracción de lo que es afanarse para ganar dinero le parece una pérdida de tiempo incomprensible.
Diría que Levrero no tiene nada en contra del dinero, sino del precio que debe pagar por él, en particular en forma de tiempo y de creatividad, sus dos bienes más preciados. De hecho, su máxima aspiración no es ni ganar premios ni vivir profesionalmente de la escritura ni obtener el reconocimiento ajeno; su mayor anhelo es, como puede constatarse en Irrupciones y en varias de sus novelas, disponer de todo el tiempo a su antojo y escribir sobre aquello que sienta necesidad de escribir. En juego está no convertirse en un canalla, en alguien sin un lado espiritual, en un mero objeto. Ceder ahí es ceder en lo nuclear: en su concepto de la escritura como «acto de autoconstrucción» personal.

Levrero escribe para «rescatar fragmentos de sí mismo», y esa tarea de autoexploración le resulta tan absorbente y atractiva que quiere dedicarse de pleno a ella. En la trilogía El diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, él lo explica —narra— mejor que nadie, así que no es cuestión de detenerme ahí, salvo para subrayar que sus textos nos muestran con frecuencia un tipo de persona bastante concreto: aquella que, como suele decirse, tiene un mundo interior tan rico que no necesita apenas contacto con los demás para ser feliz, sumido como está siempre en sus mil y un proyectos personales, casi todos quiméricos o improductivos a ojos de los demás. Cualquier gerente empresarial escribiría en su cuaderno de notas: «Levrero, un especialista en perder el tiempo».

Y perder, por supuesto, no iría en cursiva.

De hecho, diría que Levrero desarrolló una escritura acorde con sus prioridades vitales, y ahí reside parte de la potencia de su mensaje: escribe desde la necesidad de escribir; escribe sobre aquello que te dé la gana. Escribe al margen del mercado, del público, de la crítica, de la tradición literaria, del reconocimiento social, de tu familia y amigos, y de todo cuanto introduzca un mecanismo de censura en aquello que sientes que debes escribir. Eso sí, por favor, sea lo que sea: escríbelo bien, haz buena literatura (cagándote, de paso, en lo que otros —que van de serios, sesudos, chispeantes, cínicos, profunditos, sabelotodo, sensibles, etc.— consideran literatura). Ah, y si vas a intentar construir un espacio literario propio, asume lo obvio: casi nadie se interesará por lo que haces y difícilmente te dará de comer; por tanto, ¿para qué malgastar el tiempo pensando en si te leen o no? Lo importante es el movimiento de autoconstrucción.

En un mundo como el actual, una concepción así solo es sostenible —sin desdoro de la dignidad— si tu familia tiene patrimonio, te toca la lotería o encuentras un mecenas financiero. En caso contrario, la versión de la Realidad que tenemos cargada en la Matrix, donde la publicidad y la lógica económica lo moldean todo (o casi), te tiene reservado un futuro dolorosamente precario. De hecho, Levrero escribió cuando todavía la sociedad de consumo no se había convertido en la de hiperconsumo y la cultura aún desempeñaba un papel relevante; es decir: cuando todavía quedaba algún resquicio para esconderse de la avalancha. Hoy, su discurso suena a vaticinio cumplido:
No puedo creer que una sociedad entera se entregue así, se deje destruir así, de un momento a otro, sin ofrecer resistencia. Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro, aunque tendría que darse cuenta de lo que hay en su mente; y lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la música de los avisos [anuncios]

[...] Lo cierto es que en poco tiempo, en pocos meses, hubo una escalada de la publicidad en los lugares públicos. Me refiero a la publicidad sonora, que invade sin remedio la mente, y para la cual no hay defensas. Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados, en los shopping centers, en los comercios de todo tipo, en las propias calles, y se me hace difícil creer que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique.
Ahí está el Kafka rioplatense, el de La ciudad, París y El lugar; el que responde, como sostiene Ignacio Echevarría en el prólogo de esa trilogía, al aforismo kafkiano de que «El mal es lo que distrae». El mal entendido como «esa conspiración de obstáculos que reiteradamente impiden a los personajes cumplir sus más sencillos propósitos».  Y si eso sucede con lo sencillo, cuánta distracción no habrá, nos dice más adelante Levrero, cuando se trata de lo complejo, es decir, de elaborar una respuesta propia ante las grandes preguntas que nos presenta la vida a diario: qué deseamos, por qué vamos a trabajar, por qué causas vamos a luchar o qué motivos tenemos para vivir.

En la era del ensordecedor runrún publicitario de respuestas prefabricadas —recomiendo ver al respecto la obra de teatro Golem—, Levrero nos ofrece un oasis de singularidad, un aliento genuino. Y casi me animaría a decir que nos da una receta sobre cómo resisitir y no perecer bajo la Gran Ola que todo lo uniforma, que cada vez nos hace más predecibles, que devora a bocados el escaso tiempo libre que el trabajo nos deja:
—Dicen —decía el hombre del bar— que la gente viaja menos en ómnibus porque no tiene plata. Yo digo que la gente viaja menos en ómnibus porque está harta de la basura que te hacen escuchar los choferes, y sobre todo de escuchar las tandas de avisos. La gente viaja menos en ómnibus porque va a pie, o toma un taxi. Las razones para que sucedan o no las cosas no son siempre económicas, como dicen los políticos. La gente también tiene sentimientos. No somos simplemente carne con ojos.
Lo reconozco: quizá todo empiece por hacerse una camiseta con la última frase y llevarla puesta siempre.


¡Perpetremos cuentos y novelas inútiles (al Sistema)!

En el «prólogo del prólogo», Felipe Polleri escribe unas líneas que suenan a manifiesto estético, a algo más que unas simples palabras a propósito de un escritor amigo:
Además, si nuestras enfermedades coincidían en un punto era en esa feroz alergia a hacer lo que nos mandaban, a obedecer, a materializar esos inconfundibles y malignos disparates que la mayoría de la gente califica de útiles e, incluso, de necesarios.
A continuación, Polleri se inflama como lo hacen los narradores de sus novelas —al menos de las que yo he leído: Los sillones marchitos, La inocencia y ¡Alemania, Alemania!—, cala la bayoneta surrealista y avanza con sus obras completas y las de Levrero —y diría que las de Leo Maslíah—  contra la trinchera del enemigo y dice:
Un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera. Un libro de ficción debe ser percibido (y así fueron percibidos los libros de Mario durante su vida y más acá) como un insulto a lo hecho y a lo que debería hacerse para construir una patria justa y solidaria.
Un pasaje, este de Polleri, que encuentra su eco en este otro mínimo fragmento que pergeña Levrero en su irrupción n.º 73:
[Esta] es mi forma de promocionar el surrealismo en un mundo muy apegado al sentido común. Todavía no he llegado a conocer una mayor belleza que la del absurdo.
Vaya por delante que no creo en la autonomía del arte y que me da urticaria el adjetivo inútil aplicado a la literatura... Sin embargo, el fragmento de Polleri, entendido en su contexto, resulta de una vehemencia tan contagiosa que dan ganas de enrolarse en su ejército y convertirse en un saboteador más del Orden Establecido. De hecho, prefiero dejar al margen mis diferencias con las palabras y quedarme con ese sentimiento enardecedor: la obra literaria concebida como un atentado contra la lógica dominante —la económica— y contra los discursos que son útiles a su causa (el publicitario, el productivista, el del sentido común, el de la gente normal, etc.). O dicho de otro modo: si la literatura no pelea contra las convenciones imperantes, entonces es que prefiere reforzarlas.

No nos quejemos luego, digo, de que otros carguen su versión de la Realidad en la Matrix y nos enjaulen en ella.


El inconsciente y sus esferas

Por último, no puedo cerrar esta reseña sin dedicar unas líneas a la pasión levreriana por excelencia: hacer de espectador de sí mismo, observar el borboteo de su inconsciente. En ese aspecto su literatura encarna un rasgo muy rioplatense que nos resulta aún bastante ajeno en España: lo psicoanalítico. Imagino que, en parte, eso explica que su obra haya carecido aquí de la repercusión que merecía; la crítica y el público españoles, por un lado, van a terapia menos de lo que deberían y, por otro, suelen estar más interesados en indagar en las claves de representación literarias de un escritor estonio, rumano o húngaro —traducido, por supuesto— que en las de un escritor latinoamericano que habla nuestro idioma de otro modo (a las listas de libros más leídos, recomendados o comprados me remito, como hizo en su día Ignacio Echevarría).

Eso sí, tampoco les culpo: casi ninguno de nuestros políticos pone a América Latina como ejemplo de nada bueno; los únicos países que acuden a su cabeza en cuanto les acercan un micrófono o les colocan una cámara delante son Dinamarca, Finlandia, Suecia, Alemania, Francia, Estados Unidos... Pocas veces escuchamos hablar de si Colombia, Argentina, Chile, Ecuador o Uruguay hacen algo bien, algo de lo que podríamos aprender y que nos serviría para mejorar nuestro país. ¿A nadie le resulta curioso?

Pero por volver al tema —y cortar de raíz la digresión anterior—: a lo largo de Irrupciones abundan las referencias solapadas a este tipo de autoobservación típicamente levreriana. De entre todas, quizá la más bella, dada su minuciosidad, precisión y nitidez, sea la que aparece en la irrupción n.º 2, al poco de abrir el libro. Son dos párrafos que explican, si se piensa en esa clave de lectura, una manera de entender la literatura:
Una esfera vacía asciende desde el fondo del mar. Nadie sabe cómo se originó; es una esfera de apariencia metálica, perfecta, que difícilmente podría ser un producto natural aparecido en los abismos oceánicos. Es lo suficientemente resistente como para haber soportado sin deformarse las enormes presiones de los abismos y, sin embargo, cuando la intenta analizar, cede fácilmente al instrumento de la investigación. Como se ha dicho, la esfera es hueca y está vacía; se busca entonces examinar a fondo la delgada materia que la forma. Se encuentra que no es metálica, como parecía a primera vista; tiene una consistencia porosa, como el corcho, pero son poros más apretados, que no dejan pasar ningún elemento. La materia porosa es laminada y con vetas, como la madera, pero más que madera parecería tratarse de una especie de plástico.

Se piensa que la función de la esfera es ascender a la superficie, ya que está vacía y no hay en la materia que la compone nada que permita pensar en alguna clase de función, ni siquiera en ninguna clase de actividad, una vez que la esfera ha llegado a la superficie. Solo ascender, y tal vez flotar, y la respuesta es una sola: se trata de un mensaje. El mensaje es sola presencia, haciendo saber que hay algo allí en los abismos oceánicos capaz de crear una esfera tal, mensaje cuya importancia justificaría la creación de la esfera.
Ahí está Levrero de cuerpo entero, en fondo y forma, con el texto como una suerte de burbuja procedente de esas fosas Marianas que llamamos inconsciente y que, en vez de explotar por el camino, se hace fuerte en su fragilidad y consigue llegar hasta la superficie consciente. ¿Es raro, absurdo, onírico, surrealista... su contenido? Qué más da: lo importante es que la burbuja supo ascender desde las profundidades para flotar ante nosotros con total convicción, tan orgullosa de su tranquilizador contorno esférico como de su desasosegante y hasta cierto punto inexplicable contenido irracional. ¿Qué quiere contarnos lo que está dentro de la esfera? Importa poco; lo relevante es que flota, que supo ascender desde un lugar remoto y del cual no siempre llegan noticias. Por tanto, lo que debería alegrarnos es haber descubierto una napa de petróleo onírico en nuestro subsuelo; el significado es lo de menos.

El propio Levrero lo menciona a raíz de un dibujo muy simple, estilo Miró, que hizo y que presentó a varias personas:
Me preocupa cuando paso mucho tiempo consumiendo, sin producir. Pero no me preocupa el significado psicológico de nada de lo que hago, ya que todo tiene significado, y todos los significados que puedan encontrarse darían para preocuparse si uno es de los que se preocupan por esas cosas, porque nada de lo que está oculto en lo profundo del alma es, digamos, liviano.
O dicho en traducción: uno también pueden pensar que el texto de la esfera... solo habla de una esfera. Que solo existe ese plano literal. En ese caso, imagino que el lector pensará que el libro es una estafa y el autor, una porquería. Está todo en su derecho. Otra cosa es que, con menos ruido publicitario en la cabeza, quizá consiguiera vislumbrar aristas de la realidad que ahora considera un invento.

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