5 de marzo de 2014

La trabajadora, Elvira Navarro

Empecemos por los principios, que dice mi bankio: los trabajos que nos dan esos agentes del enriquecimiento social que dicen ser las empresas, ¿son trabajos de mierda o son trabajos dignos?

O dicho de otro modo: ¿son trabajos buenos para nuestra salud y que nos ayudan a realizarnos como personas o, por el contrario, son la manera más sencilla de favorecer que nos convirtamos en neuróticos, psicóticos, depresivos, víctimas de ataques de pánico, etc., y por tanto clientes premium del Trankimazim, el Lexatil o el Risperdal?

Tic, tac, tic, tac, tic...

Quiero decir: cuando la ministra Fátima Bañez, la vicepresidenta Sáenz de Santa María o el presidente Rajoy se vanaglorian de los resultados de su reforma laboral, ¿alguna vez nos han hablado de la calidad del trabajo que conseguimos?

Juraría que no, que para ellos las cifras del paro son como las del Ibex 35: solo importa si las flechitas suben o bajan... Ya se sabe lo que dice la doctrina: «No hay mejor política social que la creación de empleo».

El empleo, así, en genérico, sea cual sea, te paguen lo que te paguen. Un empleo. Qué suerte que tienes empleo, por que con la que está cayendo  lo importante es tener un empleo. Uno. Cualquiera. Aunque te paguen una miseria, aunque las condiciones laborales sean las de un país subdesarrollado, aunque te obliguen a darte de alta como autónomo para que te pagues mensualmente tus seguros sociales (261,84 €) y aceptes que cuando la empresa deje de contratar tus servicios nadie tiene por qué indemnizarte...

En serio: que no te falte un empleo.

Si quieres vivir la experiencia española al completo, por favor que no te falte un empleo.

Es curioso, pero en la mercadotecnica 2.0 cualquier gurú de pacotilla suele pontificar sobre los resultados cuantitativos y los cualitativos. Sin embargo, sorpresas te da la vida, nuestro Gobierno y nuestras empresas eluden la segunda parte de esa ecuación. Es más: evitan discutir los datos a fondo, no vaya a ser que alguien abra la puerta a conversar sobre la precariedad laboral que asola España desde 2008. Menos mal que los propios medios de comunicación han sido una de las víctimas de la precarización y han visto cómo una parte importante de sus asalariados iban a la calle o los reconvertían a la fuerza en colaboradores freelance. Y digo «menos mal» porque eso ha permitido que el asunto haya tenido una mayor visibilidad.

En mi opinión, ese colectivo ejemplifica la decadencia de nuestros sistema laboral. Basta rascar un poco y preguntar a tu alrededor para comprobar que el régimen de autónomos se ha convertido en el sumidero de diseñadores gráficos, arquitectos, periodistas, traductores, músicos, docentes, camioneros... Incluso de quien escribe estas líneas (aunque en mi caso fuera por voluntad propia).

El trabajo como vía para vivir indignamente

Que me perdone Elvira Navarro por leer su libro solo, o sobre todo, en clave laboral; quizá sea porque faltan —o no he leído suficientes— novelas que aborden estas cuestiones. Además, Elisa, la protagonista de La trabajadora (Mondadori, 2014), lo pone fácil: ella es una chica que, tras cursar un máster en edición, trabaja en prácticas con una editorial importante y luego, para seguir con ese curro, debe convertirse en trabajadora autónoma y facturar los trabajos que le encargan. Hasta ahí, si las cosas funcionasen como corresponden, no hay asomo de precariedad laboral.

El problema es que la mayoría de los freelance no somos cirujanos maxilofaciales, reputados psicoanalistas lacanianos o gurús-sacadineros para directivos que quieren estar a la moda de cualquier cosa. No, somos gente común y corriente. Quiero decir: somos personas que tenemos unos ingresos limitados y que, a diferencia de una empresa, no solemos disponer de un colchón económico lo bastante grande que nos permita amortiguar los impagos o seis meses de retraso en un cobro. Por tanto, el desempeño de nuestro trabajo está muy condicionado por los vaivenes económicos del país.

En el caso de Elisa, en cuanto empieza la crisis, los pagos comienzan a espaciarse tantos meses que debe replantearse su vida de manera integral. Algunas de las preguntas que se plantea son comunes a muchos profesionales de su edad (treintañeros, digo):
  • ¿Puedo alquilar una casa —por minúscula y periférica que sea— para mí sola? 
  • ¿Merece la pena trabajar en lo que me gusta si no me pagan o no gano lo suficiente para sobrevivir?
  • ¿Hay vida más allá del trabajo? 
El personaje de Elisa ilustra bien un conflicto muy español y actual: el de aquellas personas cualificadas que trabajan 60 o 70 h a la semana y ni siquiera ganan lo bastante para vivir dignamente. De ahí a entablar relaciones carnales con Mefistófeles a diario solo media un suspiro.


Un estrés piramidal

La otra arista de la novela que me ha interesado es cómo esa precariedad laboral y económica conlleva riesgos para la salud mental. O dicho de otro modo: la precariedad, sostenida en el tiempo, nos quiebra. Como cualquier otro material, los trabajadores nos rompemos por fatiga; solo hace falta aplicarnos el esfuerzo necesario durante el tiempo preciso para que aparezca la grieta, esta progrese y nos lleve al colapso. O, apelando a Maslow y su pirámide, podríamos decir que para romper a un trabajador alcanza con dejarlo macerar en el escalón fisiológico y ponerle los dientes largos por no poder trepar a los otros peldaños.

Traduzco: sin una buena remuneración y sin pagos puntuales, es complicado soportar durante años que si te enfermas, te tomas una semana para descansar o juegas un rato al Apalabrados, estás atentando contra tu cuenta corriente. Al fin y al cabo, los gastos fijos son los que son y ni Iberdrola, el banco o el Estado suelen mostrar piedad alguna con sus clientes. Vamos, que no hace falta ser un lince para describir esta situación como estresante y como propiciadora de toda clase de grietas (físicas, emocionales, sociales, etc.).

Elisa sucumbe un buen día en un autobús urbano y, de la noche a la mañana, padece ataques de pánico. Antes de eso, ha intentado paliar su precaria situación económica yéndose del centro de Madrid a vivir al modesto barrio de Aluche y compartiendo gastos con una compañera de piso. Sin embargo, el esfuerzo no resulta suficiente, el volumen de trabajo urgente crece, los pagos se siguen retrasando y, en resumidas cuentas, ella termina quebrándose anímicamente. Se desmorona. Y con ella, claro está, parte de su proyecto de vida.


Soluciones superficiales para problemas de gran calado

Para reconstituirse, Elisa en esencia, adopta tres medidas:
  • Ingerir obedientemente «el cóctel sanador» que «mezclaba ansiolíticos con antidrepesivos» que le prescribe su médico.
  • Apoyarse en su «duermevela químico» para renunciar a su trabajo.
  • Echar a su compañera de casa y traerse a vivir, de un día para el siguiente, a un noviete o exnoviete que pasaba por allí...
     
No sé cuál de las tres decisiones me parece más preocupante... Ninguna apunta en una dirección sana y ninguna parece ser una manera cabal de construir relaciones con una misma, con el trabajo o con la pareja. Y, en conjunto, esa inquietud es la que me deja La trabajadora, una vez cerrada y masticada la novela: lo que empieza como precariedad laboral y económica tiene todos los boletos para terminar como precariedad afectiva. También, y con permiso de las compañías farmacéuticas, como un desequilibrio químico crónico. Algo que no parece la mejora manera de generar cohesión social o de arreglar este despropósito de mundo en que vivimos (un par de tonterías que me interesan a mí, bah).

*

PD 01. A ver si alguien se anima a escribir una novela sobre la ficción laboral del momento: los falsos autónomos... En España hay montones de empresas que se han apuntado a la moda, algunas de ellas importantes y conocidas. Dejo aquí un par de artículos más: 1 y 2.

PD 02. Releído lo escrito, se me ocurre que quizá encuentre interesante este otro libro, Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en EE.UU., de Bárbara Ehrenreich.
 

4 comentarios:

  1. No he leído la novela, pero ya me da vahídos. No es la crisis, no para todo el mundo, por lo menos. Para mí es crónico. Y supongo que para otros como yo... y digo supongo porque este ritmo de vida de algún modo te aísla en una burbujita asfixiada que se debate y sube y baja y se comprime contra los límites sin radio ni morse ni códigos de comunicación con los demás supervivientes del rígido cosmos productivo. Es la inestabilidad permanente, porque eres autónomo (¡olé, todo un empresario!) te juegas el techo, la comida y el crédito apostando a la suerte de tus proveedores, que a veces deciden no darte trabajo temporalmente, por lógica conveniencia sujeta a sus desconocidas estrategias, previsiones y escaseces, te encuentras comiéndote el IVA y la SS, y renegociando y aplazando. Y golpeas puertas soldadas por cadenas de fidelidades casi feudales, pidiendo trabajo, una oportunidad, porque eres el no va más, y cada vez te lo crees menos. Y mientras tanto el Estado te acecha con unas multas, recargos y etcéteras de usura, y ves como la deudita se te crece cual bola de nieve y se lleva por delante tu choza, el huerto y la posibilidad de seguir facturando. Antes tenía conocidos que me decían "¿Cómo no te buscas un puesto de funcionario? ¡No sé cómo puedes soportarlo!". Y tú: "Ya. Ojalá. No sé. ¿Cómo?". Y ellos: "Jo, y yo que me asfixio si tengo una deuda, y mi mujer no duerme si tenemos menos de seis mil en el banco. ¡Lo tuyo es de locos!". No me hace feliz ver a tantos en mi situación, pero me ahorra muchas explicaciones. La jodida precariedad.

    ResponderEliminar
  2. Tu mensaje me confirma que debemos escribir más y mejor sobre la situación laboral de los (minúsculos) autónomos como nosotros: hay mucha gente a nuestro alrededor que ni siquiera imagina qué clase de malabarismos hacemos a diario. Solo ven que trabajamos en casa y se acabó.

    Te digo más: algún amigo —una pizquita cruel— ha llegado a decirme que yo me lo he buscado... Y que no me queje tanto que al fin y al cabo una parte de mi trabajo lo hago en casa. Increíble, ¿no?

    Por mi parte, poco puedo añadir a tu exacta descripción: se nota que la vives. O mejor dicho: que la padeces. La tuya es la prosa del superviviente... Y tus amigos tienen razón: lo nuestro es de locos.

    En cuanto a la parte técnica, desconozco por dónde va la reforma fiscal que ha anunciado Montoro; pero, bueno, sería un momento ideal para que la Administración regule de otro modo el trabajo de los traductores, correctores, artesanos, diseñadores gráficos y demás componentes de ese cajón de sastre en que se ha convertido el régimen fiscal de autónomos. Es un chiste cósmico que nos consideren empresas a efectos de IVA, IRPF, etc. En todo caso, deberíamos ser microempresas, nanoempresas o femtoempresas. Pero ¿empresas? Vamos, ni que la CEOE negociara por nosotros...

    Y también estoy contigo en la parte de aislamiento social que supone este tipo de trabajo. Tiene su parte buena, por supuesto —comer en casa es mucho más sano que por ahí—; ahora bien, tiene su parte oscura: sé de amigos y amigas que trabajan para empresas que justamente aprovechan ese aislamiento para separar, dividir y precarizar aún más a sus empleados (falsos autónomos, se entiende, a los que las empresas ni siquiera reconocen como «autónomos dependientes»).

    Tampoco a mí me da alegría saber del sufrimiento de mis semejantes y colegas de cola en Hacienda. Con todo, reconozco que reconforta saber que uno no está solo y que en otras partes hay gente remando para ver si le damos la vuelta a esta situación.

    Saludos y muchas gracias por pasar por aquí.

    ResponderEliminar
  3. Los que tenemos la "ventaja" (así, dicho como lo dice uno que trabaja de funcionario, alzando las cejas y casi con irritación) de ser autónomos sufrimos de un curioso efecto secundario; la inseguridad, la incerteza de saber si mañana seguirás trabajando las mismas horas y en las mismas condiciones (en resumen, ganando el dinero para seguir con vida), genera una inevitable amalgama entre la forma de ver y vivir la vida y los desaciertos políticos y administrativos de la clase dirigente. Los autónomos, en una importante proporción, son el resultado de un sistema político y administrativo que no funciona, el producto de un error. Muchos autónomos lo son no porque quieran, sino porque deben, porque están obligados. El espíritu aventurero que antaño describía al gremio ha sido reemplazado por la desesperación, la angustia y el desconsuelo. Y es difícil vivir así. En cuanto a la novela de Navarro, ni de broma. Saludos

    ResponderEliminar
  4. Estoy contigo, Hielo-9, muchos de los autónomos son fruto de la inoperancia política y admnistrativa de este país. De hecho, sigue creciendo el número de empresas que contratan autónomos y los hacen trabajar —les exigen— como si fueran asalariados, pero les pagan menos que si fueran jornaleros o personal doméstico bajo la amenaza —real— de que hay otros que hacen el mismo trabajo por un precio inferior. Y todo eso, claro, sabiendo que pueden prescindir de sus servicios en cualquier momento y sin indemnizarlos... Es una fuerza precarizante de un tamaño y potencia descomunales.

    Yo soy autónomo por voluntad propia y trato de aprovechar sus ventajas —comer en casa, trabajar en pijama, siestita, etc.—; pero también es cierto que, de currar a piñón, hace un par de semanas me dio una contractura salvaje en la espalda y, en momentos así, se te viene el mundo encima. Esto es como en el campo o en la mina: o trabajas o no comes.

    Por lo demás, de Elvira Navarro, me gustaron los cuentos de La ciudad en invierno, pero no tanto La ciudad feliz. La novela  de La trabajadora, salvo por el final, me gustó y, como se ve, me obligó a escribir. Tengo ganas de leer lo siguiente que publique.

    ResponderEliminar