11 de febrero de 2009

La azotea, Fernanda Trías

La azotea es una dulce carga de crueldad
. Su autora, la uruguaya Fernanda Trías, se instala por méritos propios en la estela de la Trilogía involuntaria de Mario Levrero, esto es, en una relectura rioplatense de la visión kafkiana del mundo. Anclada en la precisión con que dibuja imágenes —su mejor virtud—, describe de manera minuciosa cómo se derrumba la vida familiar de una adolescente y de su padre, quienes practican el incesto de manera voluntaria tras la muerte de la novia del primero. Mediante una narración estática pero llena de contenido emocional, la autora apuesta por escribir en primera persona desde la mirada de la hija y explorar así el nebuloso mundo que encierra la cabeza de esta.

No sé cuándo empezó todo o qué fue lo que desencadenó el final. En algún momento creía que había sido el embarazo. Ahora, que ya no me queda otra cosa que mirar hacia atrás, me parece que, en realidad, nunca hubo un principio; más bien se trató de un largo final.
Si bien el incesto daría para un folletín familiar a lo García Márquez, Trías elige un camino diferente: adentrarse en la empanada mental —¿edipo no resuelto?, ¿delirio paranoide?— que tiene la hija, protagonista absoluta de la novela. Ella es la voz narradora en primera persona, y suyo es el punto de vista sobre cuanto sucede en el texto.
Ahora no le tengo miedo a la oscuridad. Hace muchos años que no le tengo miedo a casi nada dentro de la casa. Por el contrario, le tengo miedo a todo lo que está afuera, mucho más miedo que antes. Todo lo que está afuera significa todo. No hay nada fuera de la casa que no me cause terror.
En esas condiciones resulta lógico que la narradora desarrolle su propia noción de realidad, como ella misma explica a lo largo de la novela. Así lo muestran estos dos fragmentos:
En este momento de total parálisis, el mundo de afuera se confunde por completo con lo que me pasa en la cabeza. Es cómico como, al final, ellos consiguieron invadirme.
Tampoco puedo asegurar cuánto de lo que he estado recordando hasta ahora es del todo real. Igual, a quién le interesa
Por tanto, el asunto del incesto hay que tomarlo de manera simbólica, como un elemento que le permite a la autora reflexionar sobre cuestiones como los lazos de dependencia familiares, el sesgo que introducen en la mirada los miedos personales o el difícil tránsito identitario que supone la adolescencia femenina. Para entendernos, el texto podría asociarse a aquella etiqueta que Levrero terminó por admitir para su obra: «realismo interior».

Así se entienden mejor ciertas situaciones narrativas. Por ejemplo que tras la muerte de la novia, el padre desatienda por completo a la hija y
pase meses tumbado en la cama. O que la adolescente quiera ocupar el vacío dejado por su competidora, y termine incluso embarazándose de su padre. O que la narradora nunca aluda a su madre biológica ni recurra a algún familiar cuando a ella y a su padre les cortan el agua o la luz y no tienen qué comer. Es decir: el régimen de verosimilitud corre por los mecanismos interiores, por las emociones, por el ambiente narrativo; ese es el realismo que importa aquí.

Y es que, más que contar una historia, La azotea persigue impregnar al lector de un sensación de ahogo, de asfixia, a través de ciertos detonadores visuales. Algo similar a lo que sucede con las películas de Lucrecia Martel, por ejemplo. De hecho, un aspecto más que destacable es la nitidez con que la autora consigue desde la primera página esa atmósfera opresiva.
El silencio se come las paredes. Es como si el mundo entero lo supiera y quedara agazapado sólo por mí. Esta quietud tiene la presión de un globo a punto de estallar. Las orejas de los vecinos están pegadas a las paredes al otro lado de la puerta, la respiración de toda la ciudad contenida; les palpitan las sienes.
Dos párrafos más adelante, otra imagen apuntala el mismo efecto:
Algunos días abría la ventana para ventilar la pieza, pero era como si el aire se hubiera acostumbrado a quedarse en el mismo lugar, como un remolino de pena.
Son apenas dos pinceladas, pero de una gran plasticidad y equilibrio lírico.

A pesar de su juventud, Trías demuestra una sensorialidad y oficio más propios de una prosista experimentada que de una veinteañera recién llegada a la literatura. Oraciones como
«Las pantuflas siguen debajo de la cama y parecen dos gatos disecados», «El aire del verano me penetró como aceite hirviendo» o «Me pregunto si no habrán sido unos pocos encuentros —como luces rojas en una carretera apagada— los que guiaron mi vida» constituyen la prueba de que hay una refinada inteligencia detrás del texto.

Además, maneja con gran libertad la estructura, y salta con fluidez hacia delante y hacia atrás en la narración sin perder por ello el hilo. El artificio que usa para sostener esos malabarismos consiste en que la novela empieza y termina más o menos en el mismo instante narrativo, y todo lo que hay entre ambos forma una larga suspensión del presente para recordar cómo se ha llegado hasta la situación de inicio. El final, además de una perfecta pieza de cierre, funciona como un último y exacto toque imprevisible que acrecienta esa sensación levreriano-kafkiana que recorre el texto.
La azotea es un libro arriesgado en su planteamiento, con más contenido emocional que peripecias, y que disfrutarán quienes aprecian la sutilidad de las atmósferas, los detalles que sugieren historias ambiguas y la narración con imágenes. Y todo ello contado, como subraya Levrero en la contratapa, con una «casi amable crueldad». En fin, hay que ver qué cosas escribe la gente a los 22 años.


*

La azotea,
Fernanda Trías.
Trilce Ediciones, Montevideo 2000.



7 comentarios:

  1. En psicoanálisis de los cuentos infantiles, se dice que la madrastra es, en realidad, "la madre mala", la madre que le niega cosas al niño, que lo frustra, y como para esas delicadas cabecitas es muy difícil enfrentarse tan frontalmente a semejante rabia y odio momentáneo, pueden procesarlo más cómodamente si separan a "la madre buena" y "la madre mala" y "salvan" a aquella, la dejan libre de toda sospecha y plenamente amorosa. Pero, finalmente, como símbolo interno, la madrastra es la madre.
    Cuando leí "La azotea" sentí lo mismo: que la pareja del padre, a quien la protagonista llama por su nombre (como lo haría con su segunda mujer o con su novia) era su propia madre...
    Es un texto tan perturbador que saca a la superficie todas las fantasías propias, ja ja!
    A mí me gustó muchísimo. Y me saco el sombrero por la edad en que lo escribió Fernanda, puf!
    Dice que le ha valido todo tipo de motes relativos a la locura, el desequilibrio, la perversión, y yo no puedo concebir nadie más sano que aquel que puede procesar su propia Sombra y crear con ella. En fin. Así está el mundo.
    Abrazos
    G.

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  2. Desde luego, Sorjuana, hay que ver cómo sois en el Río de la Plata: cada vez que alguien abre la boca, ¡plas!, ¡toma cita de psicoanálisis! En fin, compasión, por favor, compasión, que uno es manchego como el Quijote y Almodóvar, se mueve en otros registros, con otras referencias. Pese a haber vivido 4,5 años en Buenos Aires, el máximo diagnóstico psicoanalítico que yo me permito es un sanchopancero 'empanada mental'...

    Por cierto, que tienes razón. Me escribió Fernanda y me contó más o menos lo mismo. La narradora se empeña en llamar siempre Julia a su madre para negarla... Como le expliqué a ella, ni de lejos se me ocurrió pensar en esta cosa junguiana de la Sombra y demás.

    Eso sí, curiosamente acabo de terminar un libro, "El desierto y la semilla", del argentino Jorge Baron Biza, donde el protagonista hace lo mismo. Se dedica a llamar Eligia a una señora que resulta que es su madre. Lo único es que en esa novela, en las páginas finales, el narrador revela justamente que algún día debería empezar a llamar mamá a Eligia porque, a fin de cuentas, es la mujer que lo parió... Lo cual a un lector sanchopancero como yo le ayuda bastante.

    Y, como entre levrerianos las casualidades nunca vienen solas, se da la circunstancia de que el narrador de Baron Biza tiene 23 años. Fernanda tenía 22, 23... Pero, bueno, no tienen mucho que ver la una con la otra; así que la casualidad no va mucho más allá de este asunto de la edad y de la negación de la madre.

    En fin, que nunca se me ocurrió llamar a mi madre por su nombre -- tampoco 'madre', como se estila en la literatura decimonónica o en la generación de mis padres--; así que no imaginé esa posible lectura. Desde el inicio, me pareció que la tal Julia era la novia del padre, poco más. A partir de ahora, veré madrastras junguianas por todas partes: ¡lo prometo!

    También sácome yo el sombrero: a los 22 años, ¿qué hacía yo a esa edad? Algún día, algún día lo contaré.

    Un abrazo.

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  3. ¿Dónde puedo conseguir la novela de Fernanda? Porque en las librerías no está...

    Abrazo!!
    A.A

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  4. Rubén, ayer estuve con la propia Fernanda y no me dijo nada sobre esto que ahora me entero: ¡ajajá, así que sí era la madre! La gente retorcida reconoce a la gente retorcida, aunque sea un personaje nada más: yo le decía a mi propia madre "Doranna". Le empecé a decir "mamá" cuando tenía como 20 años. Si mi hijo me dijera "Gabriela" (cuando mucho me dice "Mamá Gaby"), yo pensaría que algo anda muy, muy mal, pero a mí mamá, como era muy joven, creo que le gustaba no quedar tan en evidencia.
    Qué graciosa está tu contestación y todo ese asunto de la "empanada gallega" (cuando coma una, me acordaré de ti). Gracias.
    Te mando un gran abrazo!
    G.

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  5. Archiduque:

    Hasta donde sé, quedan muy pocos ejemplares de La azotea... Por ahora, y mientras se reedita en Uruguay, quizá puedas echarle un ojo en Google Books: http://tinyurl.com/cof9tj

    Un abrazo.

    *

    Retorcida Sorjuana:

    Me parece que las dos sois tal para cual... A mí ni se me ocurriría llamar a mi madre o a mi padre por su nombre de pila, salvo en tono de broma y en algún contexto particular. Se ve que por eso ni se me ocurrió esa 'sombría' posibilidad que compartís Fernanda y tú.

    Un abrazo, querida bruja montevideana.

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  6. Me devoré esta novela. Ha sido de las mejores cosas de escritores uruguayos jóvenes que he leído. Mientras avanzaba en la lectura me parecía increíble que una joven mujer se animara a escribir así, un coraje formidable.Y luego leí Cuaderno para un solo ojo y ya formo parte del club de fans incondicionales de Fernanda. Una escritora de verdad.
    Gracias Rubén por interesarte y divulgar a estos escritores formidables. Sorjuana no es para nada retorcida,más bien tiene mucho de ángel, tampoco creo que lo sea Fernanda a quien conozco menos.
    Mi hijo mayor también nos llamaba por nuestros nombres de pila hasta que nació su hermana, parece que es una característica bien uruguaya.Es que somos raros mismo!!
    Este blog está excelente, felicitaciones.

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  7. Pues no sé qué decirte, Laura, salvo que esto de llamar a los padres por el nombre de pila parece ser algo rioplatense... La única vez que escuché a un hijo llamar por su nombre de pila a su madre de manera cotidiana fue en Buenos Aires. Y lo cierto es que nunca tuve muy claro por qué mi amiga lo estimulaba: juraría que tenía que ver con que la hacía sentir más joven y que ella creía que así rompía, en parte, con la pesada carga que conlleva el sustantivo 'mamá'... Pero esas son sólo teorías mías.

    Y es que, como le dije a Sorjuana, esta clase de pensamiento psicoanalítico resulta excesivamente refinado para alguien como yo, criado en tierras de Sancho Panza.

    Un abrazo y gracias por dejar tu huella acá.

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