29 de junio de 2017

Los niños perdidos, Valeria Luiselli


Entre octubre de 2013 y el final del verano de 2015, llegaron más de 200.000 menores no acompañados a la frontera sur de Estados Unidos. La mayoría venían de Honduras, Guatemala, El Salvador y México, y huían de la situación de violencia generalizada que vivían en sus países. Si lograban no ser deportados en la misma frontera, esos niños y niñas indocumentados debían presentarse ante la corte migratoria de Nueva York. Su defensa estuvo a cargo de varias ONG. La escritora mexicana Valeria Luiselli colaboró como traductora del español al inglés y escribió Los niños perdidos, un ensayo que recoge sus conclusiones de aquella experiencia. 

*


01 | Contra la normalización del horror y de la violencia. Empecemos por el final. Poco antes de terminar su ensayo Los niños perdidos (Sexto Piso, 2016), Valeria Luiselli dice que, «mientras la historia no termine, lo único que puede hacerse es contarla y volverla a contar, a medida que se sigue desarrollando y bifurcando». Ella se refiere a la tragedia migratoria que asola Centroamérica y México debido al intento de miles de personas por alcanzar la frontera sur de Estados Unidos. Esta es una historia donde han desaparecido más de 120.000 personas desde 2006, donde el 80 % de las mujeres y niñas son violadas mientras atraviesan México o donde están documentados 11.333 secuestros solo entre abril y septiembre de 2010. Quizá por eso Luiselli sostiene que «las historias difíciles necesitan ser narradas muchas veces, por muchas mentes, siempre con palabras diferentes y desde ángulos distintos». En caso contrario, explica esta escritora mexicana, corremos el riesgo de «permitir que se siga normalizando el horror y la violencia».

02 | La magnitud de la tragedia. Entre octubre de 2013 y junio de 2014, Estados Unidos detuvo a unos 80.000 menores no acompañados en la frontera con México. Hacia el final del verano de 2015, habían llegado a esa misma frontera otros 102.000 niños y niñas. La mayoría venían de países donde la violencia y el terror campan a sus anchas: Guatemala, El Salvador, Honduras y México. En general, estos menores huían de las maras, de los narcos, de la pobreza o, simplemente, de la indefensión derivada de que sus padres habían emigrado años antes. Es decir: huían porque sus vidas corrían peligro. También porque algún familiar suyo radicado en Estados Unidos había pagado de 3000 a 4000 dólares a un coyote —pasador, traficante de personas— para que lo llevara hasta la frontera. Allí, el menor solo debía entregarse a la Border Patrol. En Estados Unidos cundió el pánico y casi nadie habló de «crisis de refugiados», sino de «crisis migratoria».

*


>> Esta reseña continúa en Un puerto que cambia, donde la publiqué originalmente.