21 de diciembre de 2014

Rompiendo algo (IV), Belén Gopegui

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Leer no es lo mismo que devorar libros. Yo he devorado muchos libros. Tenía que hacerlo. Cualquier adolescente que no entienda por qué no siempre la vida sale bien, por qué no todos partimos en igualdad de condiciones, por qué siente celos, rabia, soledad, tiene que devorar libros. También puede ir a fiestas o hacer deporte. No tengo la menor intención de defender el placer de la lectura. Si el adolescente elige devorar libros, si yo lo elegí, si di el salto de los libros de cuentos infantiles a determinadas novelas para adultos que, sin embargo, suelen inaugurar la adolescencia (El extranjero, Nada, El idiota), no lo hice por placer.

La lectura, en ese momento, es poder. Las novelas eran poder porque me daban conocimiento. Pronto empecé a saber más que otros. Quizá no más latín ni más química inorgánica: empecé a saber más sobre las pasiones, sobre el orgullo, la envidia, la venganza, la seducción, la lealtad. Empecé a conocer la mecánica de los pensamientos, a darme cuenta de cómo se juzga a una persona y cómo se justifica una acción. Y empecé a adueñarme del valor de las palabras. Decir no era lo mismo que callar. Si en el colegio conocías el valor de las palabras, podías aprobar un examen de historia sin haber estudiado demasiada historia.

Pero además la lectura era un reino, un imperio, nadie iba a sublevarse, yo era su emperador y ni siquiera tenía la obligación de conformarme, por ser chica, con ser emperatriz. El emperador no está sometido a la crítica de sus súbditos ni tampoco a sus exigencias. Un partido de balonmano puede salir mal; si vas a un concierto es el grupo musical quien te elige a ti, y decide qué día actúa, a qué hora, y son otros quienes deciden con quién puedes o no puedes ir; una película exige que aceptes su velocidad, su prisa; una fiesta también puede salir mal. En cambio, una tarde de lectura la decides tú. Eres el emperador, tus deseos son órdenes y ahora ordenas a los personajes que se aparezcan ante ti. Y ahora les expulsas. Aunque a veces se resistan.

Esta posibilidad de expulsión distingue la lectura de los discos. También he devorado muchos discos. Pero es difícil expulsar una canción. No quieres hacerlo. Quieres escucharla diecisiete veces, y ya tu furia o tu alegría obedecen a la música de esa canción. Los discos, además, no dan poder sino consignas. Durante un abandono amoroso, después de una pelea con tus padres, durante la fiebre y el deseo oyes un disco y te cargas de consignas, de banderas. Las consignas a veces son necesarias, te unen a los que son como tú, pero al hacerlo limitan tu mirada. Los libros la abren. Puedes mirar hacia el exterior con el orgullo indigente de Mersault y, algunas semanas después, averiguar cómo es posible ser firme en la incertidumbre a través de Andrea, y contemplar al mismo tiempo manifestaciones de la bondad con la experiencia de quien ha conocido la vida del príncipe León Nicolaievich Muichkine, el idiota.

Sí, yo he devorado libros, libros que eran poder. Pero un día se hace tarde y el poder ya no te sirve. Has conseguido la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros. Dispones, asimismo, de una residencia fuera del mundo. Como los zares, mandaste construir un palacio para tu invierno y te retiras allí cuando quieres: cierras la puerta de tu cuarto, convocas a los personajes, pones cuanto la vida tiene de incomprensible en manos de la imaginación. Ves el mal, y es una ballena perseverante e informe; ves los imprecisos movimientos del alma. Ves el adulterio, el aire enrarecido de un jardín, una generación sojuzgada, un acto de entusiasmo, una batalla, todo lo tienes en ti. Y no te sirve. Has crecido contra los otros —quién no crece contra los otros—, pero hasta cuándo, piensas, vas a seguir así. Igual que una botella lanzada al mar que hubiera devorado su mensaje, tú has ido devorando los libros que calmaron tu soledad, tu miedo. Ellos te han hecho fuerte, sutil, aguzado tu ingenio. ¿Y bien?

No sabría decir exactamente cuándo ocurre. Si intento pensar durante qué libro quizá deba elegir Job, de Joseph Roth, o la segunda lectura de Ana Karenina. Durante esas dos novelas —podrían haber sido otras—, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él. Leías buceando y un día adviertes que en todas las buenas novelas el fondo del mar, la roca cubierta de algas, los terrores, los últimos monstruos, los pensamientos están puestos en los personajes y los personajes son públicos: necesitan la acción para existir, la procedencia y el nombre. Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre.

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Este artículo, «El otro lado de este mundo», fue publicado en El País el 27 de mayo de 1995. Y me tomado el trabajo de transcribirlo para poder subrayar aquí una frase; esa que habla del día en que descubrimos que ya no leemos para aislarnos del mundo, sino para estar con él... Y que, por tanto, comenzamos a pedirles a los libros y a quienes los escriben algo diferente. ¿Por ejemplo? Ideas para construir un mundo posible mejor que este.

Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora en el blog: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más sobre la autora, en Rebelion.org.


«Rompiendo algo (I)», «Rompiendo algo (II)» y «Rompiendo algo (III)».

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